Adiós, Guillermo

Revista Sábado, El Mercurio
4 de septiembre de 2010
Por Ascanio Cavallo

En 1997, Carlos Flores estrenó su memorable documental Pepe Donoso, filmado durante un regreso del escritor a Chile. En una de las escenas centrales, filmada en un bar algo piojoso, Donoso conversa y fuma con otras tres figuras de la “generación del 50”. Junto, en un mismo espacio que hoy se vuelve fantasmal, la elocuencia de Donoso, la agudeza de Enrique Lihn, el silencio bello y elegante de María Elena Gertner. Y la modestia de Guillermo Blanco, que se confiesa “miedoso” a la hora de publicar, pero que enseguida declara: “Frente a la carilla en blanco, no había cobardía posible”.

Retuve esa frase. Intrigante, casi confidencial. Un año después, entré a hacer la práctica en la sección cultura de la revista Hoy. El editor era Guillermo Blanco. Primer jefe. ¿Cómo decirlo? Es extraño que alguien a quien uno viene leyendo desde la primaria –los cuentos: Cuero de Diablo, Adiós a Ruibarbo-, la secundaria –Gracia y el forastero- y hasta la universidad sea justo el primer jefe. Un tótem dándote las primeras órdenes.

Estuve bajo su mando un par de años, quizás menos. Y me he sorprendido muchas veces amplificando ese período hasta la fantasía, como esos momentos que se expanden mucho más allá de sí mismos. Debo a Guillermo el cariño por la palabra, el respeto a su solemnidad y la gracia de su irreverencia. Le debo la noción de que las palabras son habitadas por la gente, y no al revés. Le debo la comprensión de que la palabra escrita también suena, que las frases tienen su propia música. Le debo una cierta idea –imprecisa, de mal alumno- del vínculo entre la escritura y la moral.

Y muchas otras cosas.

Unas discusiones sobre ciertos asuntos (el uso de la coma antes o después de la y, el empleo arrojadizo de la palabra siútico, la ferocidad de los cuentos de Pablo García, la etimología de la palabra ingenuo) que resultarán fósiles para la cultura twitter. Unas lecciones sobre la libertad, Unamuno, la conciencia, Vietnam. Unas ideas sobre la escritura ejercida en tiempos confusos y violentos.

En fin: las luces de un maestro. ¿Qué es un maestro? En la definición no dicha de Guillermo, un hombre que encuentra el diamante donde otros sólo ven el carbón. Un hombre que hace lo que los padres no pueden, por incondicionales o por proyectos. Ignoro si los cientos de alumnos que tuvo en distintas universidades habrán sentido lo mismo; pero sé que fue una de las figuras propiamente magisteriales del periodismo chileno.

¿Lo esencial? Guillermo no era un filósofo o un intelectual en el sentido francés. Era un hombre bueno. No es fácil entender a los hombres realmente buenos, a los que no hablan mal de nadie, a los que solo tienen enemigos abstractos, a los que nunca producen una sombra de odio. Causan desazón, y a veces uno se agarra de una ironía, de una broma, para creer que ahí, uf, por fin, asomó la perversidad. Y no, no era así.

Me costaba decidir si el origen de esa bondad estaba en su timidez, en su cristianismo o en su ingenuidad. Tiempo después, leyendo Dulces chilenos, una de las novelas más despiadadas de la literatura chilena, creí entender que en Guillermo la bondad –quizás la forma más perfecta de la duda- era el contrapeso necesario de la lucidez.

El 25 de agosto, a los 84 años, este hombre bueno sucumbió ante un paro cardiorrespiratorio, una excusa tan válida como cualquier otra para cerrar la última carilla.

El periodismo, la literatura, el mundo fueron un poco mejores mientras estuvo aquí. Ojalá que no sean peores ahora que se ha ido.