4 de junio de 1971
Por Roque Esteban Scarpa
En esta tierra de escritores con alguna conciencia responsable del hombre en ellos y de varones que escriben con cierta responsabilidad consciente de su oficio de escritor, pocos son los que, sabiendo que han de partir del ser, del ser propio que, ahondado, abarca todo lo humano, se exigen autenticidad, respeto por ella, y conjuntamente el dominio del medio de expresión que le han escogido poderes misteriosos en que parecen aunarse voluntad ingenua y destino. Guillermo Blanco es uno de ellos. Basta leer en forma sucesiva y casi simultánea toda su obra, no muy numerosa, o cualquiera parte aislada de ella, para que se advierta junto a su madurez maestra, a su densidad escalofriante en claroscuro, a su luminosidad amante en los detalles, al destello irónico, a la piedad por la frustración inocente o culpable del hombre, la presencia agónica del tiempo que, haciendo vivir, conduce a la muerte.
Hay una entraña española en esta concepción de la vida-muerte, una nostalgia de paraíso en plenitud perdido, un sentimiento quevedesco-senequista de que vivir es “nada, que siendo, es poco, y será nada en poco tiempo, que ambiciosa envidia”, que corrige, también, a la manera de Quevedo, con la certeza de que cada acción del hombre va esculpiendo su figura final, su monumento –“cavo con mi vivir mi monumento”-, su definición, su eternidad. Por eso Guillermo Blanco se encuentra siempre al hombre en un momento decisivo o decisorio, sea niño, sea adolescente, sea en sazón o término –a veces sabiamente soslayado- de su definición salvadora o de su pérdida. El niño a quién le traen el plato de avena, después de la medicina amarga; la puerta que se abre lentamente ante el sacerdote de Misa de Réquiem; el autor que sabe que debe hacer su cuento, pero hoy no; el padre y el hijo que continúan caminando por calles de braseros que no existen, sin poder comunicarse; e Medio Pueta, que parecía vivir en las nubes, pero que vuelve a adquirir en la muerte su verdadero nombre de Mañungo, Mañungo Requena, o, a la inversa, Manuel Chaparro, el portero, de quien callarán la muerte, porque es su muerte sola ante muchas otras muertes, aunque sea la única para él, irreversible, callada y sin sentido.
El modo esencial de comunicación que le ha sido otorgado es la palabra escrita, la frase suya con fuego interno. Y esto proviene, misteriosamente por su natural acogida, desde la infancia y desde antes, desde el abuelo Santos Martínez que “hablaba y pensaba hermosamente”. Si su madre le entrega a Guillermo Blanco la palabra, porque le hace entender que “había palabras tan profundas que en cada una cabe uno entero” y le enseña a mirar las cosas dos veces “y ver lo que llevan dentro”, hasta la concepción de que un perro no es sólo eso que se contempla fuera de uno como existente, sino además “un mundo de ternura” y un reflejo de uno mismo. Esta contemplación va abarcando en el juego del niño el valor de cada ser y objeto distinto de él, que lo hace suyo y, para tenerla, ha de traducir su triple peculiaridad en palabras lo que muestra, lo que es y aquello que es para uno mismo. De ese ejercicio le nace la virtud de saber dar el mundo originalmente como se ve en sus cuentos.
Para Guillermo Blanco cada obra es una individualidad, hecha del brote espontáneo, del saber no sabiendo, de la libertad tremenda y fascinante con que se mueven los protagonistas y no pueden reducirse a priori, más allá de la propia necesidad originaria de la obra, a estructuras útiles, sistemas, técnicas, porque no existe técnica querida donde el hombre actúa con todo dramatismo exultante de su libre albedrío; no existe técnica para realizar obra de arte así, así como no existe para enamorarse, para creer en Dios o para ser joven, escribe en un ensayo sobre “¿Crisis de la novela?”
La medida de todas las cosas y de las obras es el hombre con sus creencias, con su ser mutilado o pleno de esperanzas en medida de la tormenta o la noche oscura, con su respeto por ciertos valores y la claridad insobornable de su visión. En este sentido, Guillermo Blanco es ejemplar, auténtico, valioso.
Sarcasmo, seriedad; humor y sentido trágico; dominio del oficio sin triquiñuelas periodísticas; sentido cabal de la medida; respeto por la palabra que hace al hombre que lo define, que lo deja viviendo más allá de la muerte, podrían ser algunos de los elementos visibles en la obra de Guillermo Blanco. Pero, ¿la ternura soterrada, la piedad por la libertad humana que lleva al hombre a traicionarse a sí mismo, a sentirla como un peso en vez de riqueza y responsabilidad, no están en su obra? Todo ello y mucho más, pero no quiero ser lucubrador en el objeto de lucubraciones. La obra está allí límpida y abierta, castellana y chilena, llamándonos para que cada uno seamos los testigos de su verdad humana y su belleza intelectual.
La Academia Chilena nos ha confiado el honor de recibir al nuevo miembro de número, el que colaborará en sus tareas después de demostrar su amor por la verdad y riqueza del idioma, y que puede ayudar plenamente porque es plenamente.