El Mercurio
Domingo 29 de agosto de 2010
Por María Teresa Cárdenas
Trabajador incansable de la palabra, el autor de Gracia y el forastero y Camisa limpia, entre otras novelas, cuentos y ensayos, deja inédita Pájaros de la tarde, una vuelta a sus raíces españolas y talquinas.
En agosto de 2009, el embajador de España en Chile le entregó a Guillermo Blanco, junto con esa ciudadanía, la Encomienda de la Orden de Isabel la Católica, concedida por el rey Juan Carlos «en reconocimiento a su vasta trayectoria literaria y periodística muy vinculada con las letras españolas». «Pasé media vida sin haber llegado a pisar suelo español. Media vida en que España fue raíz y anhelo, desafío y quimera», recordó en sus palabras de agradecimiento. Sin saberlo -o tal vez sí-, empezaba a cerrarse el ciclo de su vida. «En estos momentos no puedo dejar de pensar en lo fabulosa que habríamos sentido esta condecoración mis padres, mis abuelos y el yo que fui cuando chico y del cual queda mucho, a pesar de los años», dijo en esa oportunidad.
Nieto de españoles «por los cuatro costados», su primera patria fue Talca, donde nació hace 84 años, un 15 de agosto. Y aunque lamentaba no haber conocido a sus abuelos, los llevaba a ambos, «algo camuflados», en su nombre completo: Guillermo Santos Eleuterio. «Según la tradición familiar, Eleuterio Blanco cultivó tierras en la que ahora es la Séptima Región, y fue el primer cándido a quien se le ocurrió el disparate de plantar arroz en lugares donde hoy prosperan fértiles arrozales. No los de él -recordaba con humor-. Don Eleuterio tenía algo de Quijote y casi nada de Sancho». El nombre marca, dicen. Y Guillermo Blanco sabía muy bien que Eleuterio significa «hombre libre».
El abuelo materno, Santos Martínez, «quijoteó a su manera». Dueño de una tienda de artículos importados a la que llamó la Villa de Madrid, parte de sus ganancias se convirtieron en libros y su biblioteca fue considerada por años la mejor de Talca. «Yo alcancé a jugar en ella, vi su retrato pintado por mi madre, y fue un modo inicial de entablar una frágil forma de relación con él», evocaba.
Talca, el paraíso perdido
A sus abuelas sí que las conoció bien. Siendo muy distintas, María Cruz Medina y Susana Martín de Martínez dejaron sus propias huellas en este nieto único. El niño solitario que a los ocho años perdió el paraíso talquino y llegó a vivir con sus padres a la capital. Pero Talca siguió siendo su patria, y su fidelidad fue ampliamente retribuida por esta ciudad que lo declaró hijo ilustre en 2006, y cuya universidad le otorgó en 2004 la medalla al mérito Abate Juan Ignacio Molina, máxima distinción que también recibieron José Donoso y Nicanor Parra, entre otras altas figuras del ambiente cultural.
Ese año, mientras el centenario de Pablo Neruda ponía a prueba la creatividad para encontrar nuevas formas de conmemorar, el bajo perfil que cultivó y defendió Guillermo Blanco ni siquiera le permitió reparar en dos importantes aniversarios: cincuenta años de la Antología del nuevo cuento chileno (Ed. Zig-Zag, 1954), con la que Enrique Lafourcade dio forma a la generación del cincuenta y lo incluyó con su relato Pesadilla. Y cuarenta desde la publicación de la novela Gracia y el forastero, la que, pese a la reticencia de su autor -quien la mantuvo inédita durante siete años-, se ha convertido en un clásico de nuestra literatura y ha vendido más de un millón de ejemplares.
Novelas, cuentos y ensayos publicados no eran suficientes para que Guillermo Blanco se llamara a sí mismo escritor. Sólo el tiempo, según él, podía atribuirle esta categoría a «un señor que escribe». No los premios ni los cargos -por los que nunca peleó, y los tuvo merecidamente-, sino la vigencia de su obra. Para expresar con claridad esta postura, y tácitamente otras, desde los años setenta en sus tarjetas de visita se leía «Guillermo Blanco Martínez. Civil».
«Trabajador» del lenguaje, se divertía extrayéndole el máximo sentido a las palabras. Ciudadano, sin título, no militar ni religioso. Un civil, en definitiva, que dedicó su vida a la literatura y que enseñó y ejerció el periodismo, participando además en la creación de medios, como TVN, y en la fundación de la Escuela de Periodismo de la UC. Miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua y correspondiente de la Real Academia Española, fue también presidente del Consejo del Libro e integrante del Consejo Nacional de Televisión, pero sobre todo se convirtió en un incansable luchador por el buen uso del idioma, promoviendo, sobre todo entre las nuevas generaciones de periodistas, la naturalidad por sobre lo sofisticado.
Por más diversos que fueran sus temas, e incluso los géneros a los que acudía, su sello era la palabra viva, esa palabra en la que siempre habla el hombre. Eso le dio coherencia y libertad para seguir un camino propio desde que su nombre se empezó a oír en el ambiente literario. Así, a pesar de estar inserto en una generación influida por autores norteamericanos, alemanes e ingleses, no tuvo complejos en admitir también la huella de los españoles, Azorín, Juan Ramón Jiménez y su querido Gabriel Miró. Tal vez algo de ese camino propio fue intuido también por los críticos de los años cincuenta. En medio de la polémica que desató el lanzamiento de esta nueva generación, utilizaron el concepto de «coléricos» para referirse a sus integrantes, aclarando que en su caso se trataba de un «colérico manso».
Aunque contradictorio, y quizás por lo mismo, el término lo define: Guillermo Blanco era un hombre manso, bueno, tolerante, pausado, pero no tuvo problemas en expresar toda su cólera cuando fue necesario. Basta leer sus crónicas periodísticas publicadas en los años setenta y ochenta en la Revista Hoy. O su libro El evangelio de Judas, de 1972.
El sentido de la libertad
En 1956, Guillermo Blanco gana el concurso nacional de El Mercurio con Adiós a Ruibarbo, un relato breve considerado hasta hoy un modelo en su género y cuyos protagonistas son un niño y un caballo. Ya en él están presentes algunos de los temas que trascenderán en su obra, como la amistad, la rebeldía ante lo cruel y arbitrario, el sentido de la libertad, la sencillez e inteligencia de la niñez. Fue reconocido en esos años con los premios Alerce, Óscar Castro, Grandes figuras de la minería, Concurso Chile-Perú y Latinoamericano de México.
En colaboración con Carlos Ruiz-Tagle, en 1962 publicó Revolución en Chile (Editorial del Pacífico), revelando su veta humorística, la que manejó siempre con sutileza e ironía. El relato apócrifo de la «gringa» Sillie Utternut agotó ocho ediciones en cinco meses. Con Cuero de diablo (1966) retoma los cuentos y confirma la calidad de su escritura. En el mismo género, publica tres años después Los borradores de la muerte. Alone escribe: «Hombre experto en narraciones imaginarias, profesor, dueño de una técnica y un estilo, Guillermo Blanco se ha ganado lo que se llama ‘un bien merecido prestigio’; cada obra suya es preciso conocerla, juzgarla y comentarla» (11 de mayo de 1969).
Vienen duros momentos de polarización en el país, y su interés en la «polis» lo obliga a decir algo. Publica entonces su breve pero contundente ensayo El evangelio de Judas (1972). En los años posteriores al golpe militar se vuelca al periodismo, particularmente a sus columnas de opinión, con las que impone ese peculiar estilo del «no decir diciendo». En una entrevista recordaba así esta etapa: «En ese momento todo lo que era literario lo fui guardando en el cajón. Esto podría parecer soberbia, pero yo creo que es orgullo no más, y el orgullo es una forma de dignidad: para publicar cualquier cosa uno tenía que pasar por la censura, que no se llamaba censura y no tenía ley. Entonces, yo elaboré un dilema: no sé qué sería peor, si la rabia de que me rechazaran o la vergüenza de que me aprobaran. En la duda, me abstengo».
Es entonces cuando reflexiona sobre el verdadero y profundo significado del concepto de libertad. Un proceso en el que le ayuda Francisco Maldonado da Silva, un joven médico judío del siglo XVII perseguido por la Inquisición, y quien se convertiría en el protagonista de su excelente novela Camisa limpia. En el clima de miedo y de opresión en el que se mueve el personaje se trasluce la vivencia del propio autor. Escrita a partir de los setenta se publica finalmente en 1989.
La libertad y la dignidad del hombre aparecen muy tempranamente en la obra de Guillermo Blanco, pero es en los libros de esta nueva etapa en los que el autor se hace más consciente de ellos. Novelas tan distintas como Vecina amable (1990), En jauja la megistrú (1993) y El humor brujo se enriquecen con esta nueva mirada.
Dinastía de la lengua
En 1998 se convierte en el más probable ganador del Premio Nacional de Literatura. No hace ningún tipo de campaña ni llama a sus amigos; por el contrario, en los días previos al fallo se instala en su casa de El Tabo. No hay acuerdo en el jurado y su nombre pasa a la larga lista de no premiados. Al año siguiente se le reconoce con el Premio Nacional de Periodismo. Acudiendo a su característico humor, le gustaba hacer evidente la paradoja cada vez que lo presentaban como «el escritor Guillermo Blanco, Premio Nacional de Periodismo».
Se inicia un nuevo siglo y empieza a hacer el balance de una vida. Así, en 2005 se publican sus Cuentos completos (Alfaguara) y sus memorias Recuerdos no siempre cuerdos (Editorial Tajamar). Y en 2007, Cosecha de invierno (Eds. Universidad de Talca), una recopilación de sus columnas publicadas entre 1968 y 1993 en las revistas Ercilla, Hoy y Masterclub. Sus ochenta años dan origen a varios homenajes, y recibe la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral de parte del Ministerio de Educación. Él agradece y sigue escribiendo. Se revitaliza después de haber tenido serios problemas de salud. Ese mismo año, 2006, publica la novela Luto en primavera (Editorial Andrés Bello), y en 2008, Una loica en la ventana .
Y no ceja en la escritura
Al momento de su partida deja inédita, pero ya entregada a Zig-Zag, la novela Pájaros de la tarde. De carácter autobiográfico, en ella están presentes Talca y sus raíces españolas. Quizás una vuelta a la semilla, a sus padres y abuelos, a quienes, más que por la sangre -dijo hace un año en la embajada de España-, se sentía unido por el valor de la palabra:
«La lengua en que nacemos, nos criamos, vivimos y al vivir nos hacemos a nosotros mismos, es la castellana. Así decimos -todavía- hijo, hermano, amor, esperanza… En este castellano han nombrado, hablado y escrito la vida desde Cervantes a Pablo Neruda, del arcipreste de Hita a García Lorca. Hablamos igual, o casi, en España y en la América que va del Río Grande hacia el sur. Qué importa que algunos digan switch por botón, o panty por media, mientras el honor se siga llamando honor, y la justicia, justicia. Al nombrar lo esencial, nos nombramos».