Memoria y nostalgia en Guillermo Blanco

Presentación de El humor brujo
23 de junio de 2006
Por Sol Serrano

        Guillermo Blanco junto a la historiadora Sol Serrano

Tengo que partir por confesar la sorpresa y el honor de encontrarme sentada aquí esta mañana. Sorpresa porque solo a un escritor muy loco o muy inocente puede ocurrírsele que un historiador (una historiadora) comente su obra. No es por azar que los historiadores nos hemos ganado la fama de ser unos seres más bien aburridos, que ante la incapacidad de imaginarnos historias, damos vueltas los archivos para que otros nos las cuenten. Como ustedes podrán imaginar, no tengo más autoridad que la generosidad del autor para abrir mi boca.

Reconozco en El humor brujo algunos trazos biográficos del autor. Quizás el más evidente sea ese amor testarudo por la libertad, sin agravantes ni atenuantes, sin explicaciones y desnuda de toda funcionalidad, y también algunos rasgos de novelas anteriores que buscan las huellas de esa libertad en nuestra historia, seguramente con el secreto deseo, o quizás con la convicción, de que ella forma parte de nuestra identidad. Pero si en Camisa limpia, por ejemplo, la historia era el soporte del desgarro de la libertad conculcada del presente. El humor brujo es una mirada dulce, empática, llena de calidez hacia un grupo de contertulios que forman parte de un Ateneo, en un pueblo provinciano chileno de la década del treinta.

Con una asombrosa economía del lenguaje, con una pulcritud castiza apabullante, con ironía y humor, esta novela corta, entretenida, que uno saborea como un coñac, recrea un período de nuestra historia, pero sobre todo a unos protagonistas de nuestra historia con una mirada que a mí me pareció nueva y distinta.

El período de entreguerras fue lleno de fervor ideológico –una década platónica y no aristotélica, como lo ha dicho un escritor mexicano-, en que la fe optimista y ciega en el progreso del liberalismo decimonónico había hecho agua después de la Primera Guerra; en que la democracia era contestada por el fascismo y el nazismo; en que el comunismo mostraba unas garras todavía invisibles para ese socialismo libertario de matriz republicana , y en que el sueño anarquista del mundo obrero e intelectual se disipaba ante la fuerza de la organización de las internacionales.

En Chile la contienda era más suave, pero efectivamente estábamos ante un despertar popular. En esa década se forma un ciclo de nuestra historia que termina en 1973, caracterizado principalmente por un sistema político que ahora sí representaba a todos los sectores sociales urbanos (el campesinado seguiría ausente) y que articula formas de compromiso a través de un Estado que extiende cada vez más sus funciones hacia lo económico y lo social. Pero no intento una clase de historia. Lo que quiero señalar es que ese período, política y culturalmente tan rico, ha sido en general visto desde las perspectivas de sus grandes figuras o de sus grandes organizaciones. Si se trata del mundo popular, por ejemplo, son los partidos y los sindicatos o los dirigentes de la República Socialista los que suelen aparecer, pero no aquellos que desde la periferia son protagonistas laterales.

En la novela, la caída de Ibáñez, la Guerra Civil Española, la formación del Frente Popular, la elección de Pedro Aguirre Cerda, la ruptura del Frente popular con González Videla, son vividos no solo desde este pequeño pueblo donde llegan los ecos –que es la forma tradicional de verlo-, sino desde el sustrato cultural que es en realidad el soporte de esos procesos políticos. Entonces, la época que nos muestra El Humor brujo no es tanto la de esos grandes acontecimientos, sino la de ese mundo ilustrado, con sus sellos claves de identidad: sus protagonistas son profesores de escuela y de liceo, son tipógrafos, tienen sus diarios sus centros de reunión. El Ateneo, sus tipos de discusiones antes literarias que políticas y sus antagonistas (los curas, los militares y los ricos); en fin, un mundo en que la ilustración y la sociabilidad que de él se derivan son simbólicas y recreativas más que funcionales.

Personas concretas e historia chilena

Guillermo Blanco hizo una opción literaria y no historiográfica. Pero me parece interesante destacar –porque revela un cierto clima o sensibilidad de época- que la historia política en los últimos años ha dado un giro radical, abandonando el estudio de las ideologías puras o de las estrategias partidarias y electorales y de su expresión en el Estado, aun el estudio de los grandes sucesos, para investigar precisamente el sustrato social que los sostenía. A su vez, éste no es visto ya como una estructura de clases abstracta, sino como prácticas culturales que se dan en espacios de sociabilidad en la sociedad civil. Para decirlo en dos palabras, hoy la historia estudia la política desde la sociología cultural, a través de personas concretas que piensan lo público creando espacios propios donde esas ideas se encarnan, espacios que precisamente conforman nuevas sociabilidades en las cuales el pensamiento o valores como la libertad, la democracia y la igualdad son efectivamente vividos.

Es desde esta perspectiva que ha nacido uno de los campos más novedosos de la historiografía política en la última década: la historia de las sociabilidades modernas. Desde ellas se postula que el nacimiento de la política moderna, del concepto de soberanía popular, de igualdad de derechos, de ciudadanía, no nacieron solo de la teoría política, sino también de prácticas igualitarias. Lo que quiero destacar, en síntesis, es que nuestra propia historia de la democracia descansa precisamente en los Ateneos de San Millán, y creo que ahí hay una intuición muy valiosa en esta novela.

No es casual, creo yo, que esta mirada nazca en un período actual en que el Estado pierde esa función preponderante y aglutinante del pasado, y nos empezamos a preguntar cómo se construye ciudadanía precisamente desde nuestras prácticas concretas de pertenencia. No es casual que un hombre como Guillermo Blanco –cuyo amor por la historia no tiene ningún afán conservador- haya escogido como nostalgia no las grandes marchas, ni los grandes estadistas o ideólogos de una política omnicomprensiva, que no mira directamente hacia el Estado, sino hacia la vivencia cotidiana y civil que crea un espacio público enraizado en la vocación ciudadana de las personas.

Es en este sentido que su apelación a la historia se siente tan contemporánea. Pero creo que su valor va más allá. Para mí esta nostalgia es una nostalgia que no pretende ser edificante, sino que sencillamente quiere transformarse en memoria.

Identidad y memoria nacional

Los historiadores somos supuestamente algo así como los profesionales de la memoria; pero somos los que en realidad construimos la memoria racional, o racionalizamos la memoria de una cultura. Con todos los méritos que ello tiene y su necesario aporte, la verdad es que la historiografía no es sino una –y quizás no la más importante- de las fuentes de la memoria. Por cierto, en todas las sociedades el lenguaje es la fuente principal de la memoria y en los tiempos modernos lo es principalmente el lenguaje escrito; pero si tratamos de imaginar cuáles son nuestras fuentes específicas, aquéllas sobre las cuales la sociedad chilena construye su memoria, mi primera reacción es pensar que son escasas, porque tenemos una relación muy traumática con el pasado.

No hablo solo de nuestros traumas recientes: hablo de que nuestra condición colonial marcó nuestro tipo de memoria moderna, ya que para construir la República era necesario condenar la Colonia, y para construir el desarrollo, condenar nuestras prácticas culturales que denotaban más barbarie que civilización. Porque para nosotros la modernidad fue históricamente un sueño abstracto nacido desde la razón y no de prácticas culturales, como en las naciones que históricamente la forjaron. Para cumplir nuestro sueño debíamos, en muchos sentidos, abolir nuestro pasado y ello lo vemos en nuestra vida urbana, en nuestra vida festiva, en nuestros gustos culinarios, etcétera.

No soy de las que recriminan a la cultura chilena por ello. Creo que nuestra memoria arrasante es parte de nuestra identidad, pero también es claro que hemos ido construyendo una nueva memoria, es cierto que muy racional o muy propia de la cultura escrita, pero memoria al fin. Hemos construido, por ejemplo, una cierta memoria republicana con símbolos, estilos, ceremoniales y principalmente instituciones. Quizás en nuestras instituciones, más que en el amor a la libertad y a la democracia, es donde esté la mayor fuerza de nuestra memoria común, pero también lo está en nuestro paisaje. Al contrario de Europa, lo que a nosotros nunca nos ha faltado, porque hemos dispuesto de él en abundancia, es de espacio: lo que no tenemos en catedrales lo tenemos en cordilleras, lo que no tenemos en museos lo tenemos en bosques milenarios. El paisaje ha sido nuestro gran aliado en nuestra desaprensión en dilapidar la memoria.

Y por último, veo la fuerza de nuestra memoria en nuestra literatura. El humor brujo introduce cada capítulo con un verso de La Araucana. Reconozco que el recurso me parece un poco forzado. No es allí donde veo la memoria en esta novela, sino en su capacidad de apreciar la nostalgia como un ingrediente de nuestra ecología cultural.