Charla en la Universidad Adolfo Ibáñez, mayo de 2003
Esta feria ha elegido recordar tres nombres emblemáticos. A simple vista podría pensarse que se trata de “sacarlos de la historia” para traerlos al presente. Sería un doble error: primero, porque ni Cervantes, ni Andersen ni Gabriela Mistral han estado nunca fuera de la historia. Segundo –y es lo que yo quisiera centrar estas reflexiones–: la historia no es puro pasado. No se para en algún punto a distancia del presente. Sigue. Hoy día estamos dentro de ella tanto como estuvieron los próceres que aparecen en los libros.
Theodore White, un grande entre los grandes periodistas norteamericanos, escribió hace tiempo su autobiografía. Le dio un título que yo siento como una declaración de principios, un lema de su oficio: In search of history (literalmente, En busca de la historia). White fue testigo de batallas, bombardeos, ruindades, heroísmos. De la invasión japonesa a China, la segunda guerra mundial, el hambre y los destrozos. Entrevistó a personajes que, según suele decirse, “acaparaban las noticias”.
Y supo entender que aquello era historia. Las anécdotas, para él, no valían en sí: valían por lo que significaban. La anécdota sola es insignificante. No significa. El general que bautizaba en masa a sus rociándolas con agua de manguera no es solo pintoresco: es sintomático de una mentalidad, y por eso lo cuenta Theodore White. Se dedicó a perseguir lo importante, fuera impactante o no.
Quizá cuántas generaciones se habrán educado en la creencia de que la historia son batallas. Batallas y fechas que el alumno debe guardar en la memoria y el profesor, a veces con una cuota de sadismo docente, le va a cobrar en pruebas y exámenes. En esa concepción un poco sensacionalista, que hilvana hechos de sangre y poco más, el pasado es el lugar donde ocurrieron cosas. Cosas. De qué modo vivieron las personas interesa menos que la forma en que se lucieron determinados personajes.
Si la historia es experiencia de los pueblos, ¿por qué centrarla en lo inaudito? Aprender los nombres de quienes mandaron en Lepanto o Waterloo y de los que exhibieron valor excepcional, ¿no es, literalmente, contar los hechos por las excepciones? Y eso, ¿podría dar idea efectiva de lo real?
Si observamos lo que nos ocurre hoy día, veremos que, en buena parte por influjo de quienes manejan la televisión, son miles los periodistas que no van en busca de la historia sino de la peripecia, la pirueta, lo vistoso. Crean un olimpo de sub-héroes que, o provienen de la farándula o se incorporan a ella gracias a su protagonismo en las pantallas. Se presentan rarezas tan sostenidamente, que llega a parecer que ese es el medio en que vivimos.
Cuando la historia anterior nos muestra solo lo extraordinario y omite o diluye lo ordinario, lo que hace es presentar una caricatura patas arriba, con solo héroes y villanos. Sin matices. Mucho más esenciales para la humanidad son las invasiones de los bárbaros que la batalla de Omdurman. Omdurman fue un suceso, llamativo por lo insólito. La entrada de los bárbaros fue un largo proceso que transformó radicalmente a la Europa de su tiempo. No tienen fecha. Sus protagonistas son millones. Atila, apenas uno de ellos.
Quisiera invitarlos a sentirnos en la historia. La que está moviéndose. El verdadero río no es película ni foto: es agua que corre. Voy a plantear varias provocaciones. Ojalá los fenómenos que percibo sugieran ideas a otros. Para entender la aventura de los libros que entre nosotros aparecen y circulan, hay que empezar por preguntarse qué significa esa palabra que no nos saca sino nos pone dentro de la historia: hoy.
Dejar ver para esconder
Cuando estalló la primera Guerra del Golfo, la televisión por cable era una rareza en Chile. Quienes podían recibir transmisiones desde el extranjero solían captarlas directamente desde el satélite. A la semana de empezar los bombardeos, una de esas personas, hablando con un viejo periodista, le describió lo que había visto de la guerra. La tomaba como si fuera algún objeto de su propiedad, o un desastre doméstico que estaba sucediendo en su barrio.
–Es impactante –se entre extasiaba y horrorizaba–. ¡Con la CNN lo ves todo!
–¿Qué todo?
–Toda la guerra.
El periodista seguía de cerca las noticias. Trataba de entender qué ocurría y a dónde podría conducirnos (a nosotros, el sector pasivo del planeta, excluidos de tantas decisiones que sin embargo nos afecten). Después de analizar diarios, revistas y conversaciones, si algo tenía claro es que el asunto no era claro. Y esa persona, “a pura CNN”, sabía todo lo que pasaba en Irak. Por acercarla un poco a tierra, el periodista le hizo, adrede, una pregunta infantil:
–¿Quién va ganando?
–¿Cómo quién va ganando?
–Quién va ganando –insistió él.
–Bueno… Eh… –no supo contestar.
Quizá nadie o casi nadie habría sido capaz, a esas alturas, de responder algo más que “Eh”. Hasta aquel momento –fuera, quizá, de expertos estrategas– no parecía haber quién pudiera resumir la situación en forma más exacta que ““eh…” y puntos suspensivos.
El Golfo y sus alrededores hervían de periodistas, cámaras, micrófonos. Por primera vez en la historia, cualquier espectador podía contar bengalas, explosiones, incendios. Pero no por eso salía de su ignorancia en lo esencial. En el segundo ataque a Irak sucedió igual, corregido y aumentado: las pantallas se llenaron de aviones despegando; soldados en el frente (no en combate); y siniestros cohetes en vuelo, o –lo más impactante— destruyendo blancos en Bagdad o Basora. Nunca existió un conflicto con tantos testigos simultáneos.
Testigos de combates que les impedían ver la guerra.
De la de Vietnam se dijo que tuvo un imparable efecto sicológico porque los norteamericanos la veían transcurrir en el lívin de sus casas. Presenciaban en su feroz crudeza los sufrimientos reales de sus muchachos. Fue otra primera vez en la historia: todo un pueblo perplejo ante el horror que la televisión les entregaba a domicilio, al día siguiente o subsiguiente de ocurrir los hechos.
En la guerra de la CNN, el mundo pudo contemplar las acciones no inmediatamente después, sino al desarrollarse. Eso que los cultores de la redundancia llaman “en vivo y en directo”. La historia –la historia clásica, que se encuentra en los libros– pareció dar un salto desde el pasado para entrar a formar parte del presente. Un presente que además nos atañía en muy diversas formas a nosotros, los no beligerantes.
Y no sabíamos nada. O sabíamos “eh” y puntos suspensivos. En palabras de la amiga del viejo periodista, veíamos todo pero no por eso sabíamos nada. Mejor: veíamos todo y por eso no sabíamos nada. Después llegó a saberse que nos mostraban ese todo justamente para que no supiéramos nada. El exceso de información provoca desinformación: su propia abundancia impide asimilarla.
La realidad nunca consiste en la meras cosas, hechos. Lo que ocurrió vía CNN fue una demostración práctica y palpable de la verdad del adagio: “los árboles no dejan ver el bosque”.
El tiempo ha permitido confirmar que uno de los fines de tanta información que no informaba era, deliberadamente ponernos frente a incontables episodios micro, que apreciar lo macro. El alto mando aliado se preocupó, junto con dirigir las operaciones, de entregar datos a los periodistas para que los ellos informaran lo que y como el alto mando quería que informaran. Tan así fue que, ganada la guerra, en Estados Unidos hubo escándalo al descubrirse esta “estrategia comunicacional”, como le llamarían algunos.
La experiencia tiene un carácter emblemático.
Informar para que no se sepa es un anti-hallazgo del siglo XX. Se tapan hechos con noticias. La prensa se inunda de cifras, nombres, incidentes, imágenes. Esto genera la falsa sensación de “estar ahí”. Uno ve que algo sucede, aunque ni siquiera vislumbre qué es lo que sucede. El objeto elemental de recibir noticias es saber qué pasa. Y no se sabe lo que no se entiende. Nos abruman a ques para que no busquemos porqués.
Abastecían –¿adormecían?– nuestra curiosidad con ejercicios de pirotecnia… Anécdotas. Nos quedaban fuera de alcance la índole y la dirección que tomaban los sucesos. Así se hacía inútil el privilegio histórico de presenciarlos con tanta inmediatez y tanta nitidez de imagen. Mejor dicho: se lo hacía útil a los fines del alto mando. Es el caso de la persona que “lo sabía todo” al sintonizar la CNN.
En ambas guerras se exhibieron signos, no significados.
En 1968, el viejo periodista fue a Vietnam, invitado por el gobierno norteamericano, que ya entonces intentaba mejorar su imagen dando amplio acceso a pequeños hechos que escondían lo central. No faltaron datos: todas las tardes atendía a los corresponsales un coronel que hablaba para no decir. Mostraba mapas, explicaba éxitos militares –que no eran éxitos o carecían de importancia– en esa guerra que no se estaba ganando y tampoco era ganable.
Aquel rito diario recordaba un clásico comunicado oficial de la guerra civil española: “Nuestras tropas han avanzado sin perder un kilómetro”.
¿Vivir o salir de compras?
Vamos ahora a una imagen cotidiana: el hombre o la mujer que trota por la calle. Trota para hacer gimnasia. Atleta acaba de pasar el día, o va a pasarlo, en la ataraxia corporal de una oficina. Necesita mover sus músculos, mantenerse en forma. No sería raro, sin embargo, que llegara en auto hasta el lugar del trote. Es casi seguro que va al trabajo y vuelve de él también en auto: muchos de estos deportistas por minutos se motorizan para salvar cinco o seis cuadras y comprar algo el quiosco, la farmacia, o el supermercado.
Evitan moverse durante veintitrés horas y media del día, y en la media hora restante someten a su organismo al ejercicio del que antes lo privaron. Esa labor renovadora de la salud suele llevarse a cabo en medio de vehículos que contaminan el mismo aire que, con el jadeo del trote, el trotante respira a mayor profundidad. Estiran las piernas, encogen los pulmones.
Podría ser un símbolo.
Quizá el mismo personaje se mata trabajando, haciendo cosas, ¡comprando cosas, por supuesto!, y en el camino se olvida de ejercer como marido, padre, hermano, hijo… No tiene tiempo. Es increíble la cantidad de personas que hoy viven a la carrera por economizar tiempo, aunque parte de ese tiempo la dedican a lamentarse de que no tienen tiempo.
Resultado: al siquiatra. Habría sido más corto proceder con cordura, llevar vida normal, y ser un ser humano. Pero no. La plata es importante. Es un fin (y con frecuencia, el medio con que pagar al siquiatra). Es sintomático: la ciencia y la técnica ofrecen ventajas inimaginables hasta hace muy poco, y las usamos en deshumanizar, desacomodar, desorientar nuestras vidas. No adrede, y quizá es lo peor: hacer miles de cosas que no son adrede.
Sin querer. Sin querer ni no querer, para ser precisos. En muchos sentidos se vive de manera pasiva: no como quien nada, sino como quien flota. El propósito consciente, la voluntad de ser y de hacer, a menudo no afloran. Los sustituyen, en parte por lo menos, dos elementos claves de la cultura actual: las ganas de tener y la necesidad de entretenerse.
Miles de personas salen a comprar. ¿Comprar qué? No siempre saben. Son minoría, probablemente, los que van a comprar algo. Algo concreto, previsto, que les hace falta. Los nuevos clientes no necesitan necesitar nada para ir a buscarlo. Aunque acaso no lo sepan, para ellos salir a comprar no es ya un medio; es una meta en sí. Van a los moles a ver con qué los tientan las vitrinas, o a cumplir órdenes que recibieron vía avisos de los diarios y la radio, y sobre todo, esos irresistibles –y con frecuencia insoportables– espots de la televisión.
El ganado comprador parte a los moles o a los supermercados a pastar mercaderías. Ya verán qué compran, cuando se lo pongan por delante o recuerden lo que el publicista decretó. Lleva años de años funcionando el tosco llamado: “¡Compre, compre, compre!”. Es curioso que ni cambie ni canse a pesar de su monotonía, que algunos locutores tratan de compensar diciéndolo a gritos.
Uno de los templos del mercado proclama un único atractivo: allí hay “mucho más que comprar”. Los promotores no sienten la necesidad de indicar qué productos que se ofrecen. Apelan a una generación de consumidores pavlovianos, y saben que ella va a responder al acicate. Una generación dispuesta a comprar, sin fijarse en qué ni para qué les va a servir. Compran por razones de fe. Se ha desarrollado en ellos una especie de instinto artificial de la obediencia a los avisos. La nueva religión les asigna el valor de mandamientos.
Una hazaña suprema en esta línea es la imposición del Halloween en Chile. Hasta hace unos años, poca gente sabía que existiera esa cosa. No muchos han logrado enterarse de qué diablos significa la palabra misma. Ah, pero desde la tele ordenaron celebrarla. Desde la tele y desde Estados Unidos. Sagrado sobre sagrado. Y más: el rito parte por el sacramento de las compras. Esqueletos plásticos, zapallos plásticos, máscaras plásticas y mil otras tonterías más, plásticas por cierto. También en nuestras navidades nórdicas son plásticos, y la nieve es algodón.
Tal vez el Halloween se convierta en tradición nacional, como la cueca, la chicha en cacho, la cumbia o el rock latino.
Buen extremo de la comprofilia podría ser un caso que ocurrió –por cierto– en Estados Unidos. Han aparecido empresas que ofrecen congelar personas. Literalmente las refrigeran, previo pago de una alta cantidad de dólares. Entre la institución y el candidato a helado se firma un contrato en el cual estipulan que dentro de equis años, o cuando se cumplan determinadas condiciones, los vendedores de la póliza intentarán resucitar al beneficiario.
Aunque parezca mentira, hay muchos inscritos. ¿Lo harán con la esperanza de alcanzar así la vida eterna? ¿O se tentaron nada más que por tratarse de una compra original?
Uno podría pensar que esa gente es lo ilusa, que aquellos diestros empresarios la reclutan entre aspirantes al limbo. Sin embargo, dato curioso: un tercio de ellos se dedica a trabajos relacionados con producir, programar o distribuir computadores; una actividad que, hasta donde se sabe, es más bien propia de individuos realistas y, ciertamente, uno de los símbolos de la modernidad.
“Divertirse a morir”
Un factor radical de nuestra cultura –ya se ha visto– es la presencia ineludible de la televisión. Sería simplista condenarla a bulto, como suelen hacer algunos disidentes. Ningún instrumento es bueno ni malo en sí. Lo es solo el uso que se resuelva darle. Pero en el tema de las comunicaciones, hoy, es forzoso hablar de ella. De, no contra.
Sabemos que puede servir para cambiar hábitos, costumbres. El de Halloween es uno entre tantos ejemplos de hasta dónde su empleo modifica –no necesariamente enriquece—(también existe la cultura de la incultura). Ahí está también el nuevo concepto de chilenidad que anima las fiestas patrias con cumbias, salsa, reggae, y que además tolera (todavía) la cueca y la tonada. En una de estas no van a autofinanciarse y desaparecerán.
Igual nos han impuesto los días de la Madre, del Padre, del Abuelo, del Niño, del Maestro, de los Enamorados, de la Secretaria… Factor común entre ellos: el afecto se expresa vía regalos. El corazón habla en plata. Plata que va a dar a las cajas de los comerciantes. El cariño incitado con avisos huele a plástico. ¿Quién que de veras ame a su madre, su padre, su abuelo, o su maestro, necesita que le recuerden que existen, y debe regalarles objetos para demostrar sus sentimientos? ¿Qué verdadero amor funciona solo un día en el año?
Cuando se ama, se ama sin fecha ni ayuda publicitaria.
En muy poco tiempo, la incorporación de nuevos personajes a los días de… se ha vuelto explosiva. En este proceso de industrialización de los afectos, acaso no pueda descartarse que la creatividad de algunos mercaderes nos lleve a conmemorar el Día del Tío, el del Amigo, el del Señor de la Casa de al Lado. ¿Y por qué no el Día de los Sin Día? Ellos podrían ser los Soldados Desconocidos de la codicia empresarial.
La creación de una masa de consumidores incondicionales se logra en gran parte a fuerza de propaganda. Casi siempre se la apoya en motivaciones nobles, por lo general ajenas a la naturaleza del producto. Si alguien quiere lanzar al mercado un abrochador automático de zapatos, debe hacer antes una intensa campaña para lograr que quienes no los necesitan descubran que no pueden prescindir de ellos. La televisión se llena de ese tipo de avisos. Son muchos más los que promueven el consumo de las bebidas gaseosas que el de la carne o el pan.
Los argumentos de venta poseen la racionalidad de “tome Coca Cola, la chispa de la vida”. Rara vez hablan del producto real o de sus auténticas características. Fume Kent y lo llevará a hermosas playas tropicales en romántica compañía. Compre en tal liquidación y su familia entera pasará a ser feliz. Y, por supuesto, los mejores productos a los menores precios. Cosa que ofrecen con monótona unanimidad todas las tiendas del rubro. Cualquiera de ellas, si uno les cree, brinda ventajas superiores a las demás.
Pocos se dan cuenta del implícito culto de la mentira.
No es que estos y otros problemas sean imputables a la tele. ¿Quién es la tele? Cuando hay un crimen, ¿delinque el revólver, el hacha, la daga? Creer que “la tele hace mal” conduce a liberar de responsabilidad a los que la manejan y alienta el entreguismo de sus consumidores. Aquí, el Mercado es como un dios, con creyentes, sacerdotes y aprovechadores de la supuesta omnipotencia. Ejemplo: el dogma según el cual no se hacen programas culturales porque no venden. ¿Cómo podría venderse lo que no se hace?
Los industriales de la televisión, y gran parte del público, coinciden al menos implícitamente en que la cosa es entretenerse. Consciente o subconscientemente se la prende con esa idea. Incluso las noticias se dan –y se esperan— como parte de un espectáculo. Un día sin crímenes ni accidentes ni destrozos deportivos, no produce alivio (“¡Qué bueno que no pasó nada malo!”), sin decepción (“¡Puchas que estaba fome!”).
Otro axioma: las buenas noticias rara vez son noticias.
Entretener es sinónimo de divertir, distraer. En su origen, divertirse es salirse del camino. Distraer viene del latín dis–trahere: llevar afuera, desviarse. Literalmente: abandonar la vía. Al desviarse de lo real, la persona se entretiene. Al distraerse, sale de la realidad. Y sin embargo, en el caso de las noticias –y no solo en ese— el espectador deja el mundo con la sensación opuesta: de haberse informado de él.
Neil Postman, profesor de artes y ciencias de la comunicación en la Universidad de Nueva York, ha escrito un libro de gran lucidez sobre el asunto. Se llama Amusing ourselves to death, que puede traducirse por Divirtiéndonos a morir. A propósito de los distintos lenguajes y sus soportes, Postman recuerda a esos pieles rojas que empleaban –al menos en las películas y novelas del oeste– unas señales de humo que transferían mensajes a la distancia. Gracias a estas señales, comenta el autor, los aborígenes podían transmitir contenidos muy diversos. Los mensajes transmisibles, sin embargo, tenían limitaciones impuestas por la índole del medio a través del cual llegaban a su destino.
Sería iluso, sigue Postman, pretender que en un despacho por esa vía se incluyeran razonamientos metafísicos. Las bocanadas de humo, por cierto, “no son suficientemente complejas para expresar ideas sobre la naturaleza de la existencia, y aun si lo fueran, a un filósofo cherokee se le acabarían o la leña o las mantas, mucho antes de que alcanzara a pasar de su primer silogismo”. Conclusión: “No se puede emplear humo para hacer filosofía”. Y no lo dice en un mero sentido metafórico. En este caso, “la forma excluye el contenido”.
En la televisión, agrega Postman, “el discurso se desarrolla sobre todo por medio de imágenes, lo cual equivale a afirmar que la televisión nos entrega un mensaje pictórico, no en palabras. La aparición del administrador de imagen en el terreno político, y la consiguiente decadencia del redactor de discursos, dan testimonio del hecho de que la televisión exige un tipo de contenido distinto del de otros medios. No se puede hacer filosofía política en pantalla. Su forma atenta contra el fondo”.
El problema no es la sola incompatibilidad práctica entre eso que Postman llama forma de la televisión y ciertos contenidos complejos. Su libro es de 1985; anterior a la Franja electoral chilena, a la campaña de Fujimori en el Perú y a las de Bush en Estados Unidos. A pesar de eso, parece basarse en ellas cuando escribe que “a medida que se debilita la influencia de lo impreso, el contenido de la política, la religión, la educación, y todo lo demás que abarca la actividad pública debe cambiar y reformularse en términos que resulten más adecuados a la televisión”.
Neil Postman no vuelca nostalgias de la palabra escrita ni intenta una defensa de lo impreso frente a la imagen. Solo sitúa a cada medio en su lugar.
La primacía de la televisión hace a los actores políticos cada vez más actores y menos políticos. No solo ellos: cualquier persona que busque comunicar mensajes por la pantalla deberá enfrentar las limitaciones que el medio tiene. Limitaciones: no culpa. La culpa, si la hay, empieza en los actos de aquellos que elaboran los mensajes.
Aquí se da una creatividad a la inversa. Danzas, disfraces y ademanes sustituyen a ideas, propuestas, o programas, aunque (¿o porque?) no tienen nada que ver con ellos. Desde el momento en que se ponen, o exponen, frente a las cámaras, los aspirantes a un cargo se sienten –y de hecho están– en un enorme escenario, con miles de espectadores, y adecuan sus actitudes al espectáculo del que forman parte.
A sabiendas o por instinto, los actores captan la exigencia de simplificar; primero para que algún canal lo transmita; segundo para que el público lo entienda. La televisión, a semejanza de las señales de humo, soporta pesos conceptuales limitados. No solo por su naturaleza: por la actitud de sus administradores y sus destinatarios. Es muy común el espectador que enciende el aparato y mira y escucha solo esporádicamente. Miles de ellos parecen ponerlo no en busca de algo, sino por tranquilidad de conciencia: así cumplen con el nuevo ritual de la tribu.
Volvamos a las noticias. ¿Alguien diría que la trascendencia de sus temas fija las prioridades? ¿Que la selección se funda en criterios cualitativos? Sería iluso. La jerarquía no se establece en función de lo que el hecho significa. Se mide, en parte, por su eficacia como espectáculo. Las cosas van o no van en función del porcentaje de espectadores, a veces medido literalmente. Los puntos que marca el people meter orientan latransmisión.
Ya su nombre —people meter, medidor de gente— implica cuantificar a seres humanos. No interesa qué personas siguen el programa, ni qué piensan, ni por qué: solo importa contar clientes. Hay noticias que se abrevian cuando, el people meter avisa que “está bajando la audiencia”. Hay programas que no siguen haciéndose, por esa sola causa.¿Quién podrá atreverse a hacer algo nuevo, original, si la contabilidad prima sobre la creatividad?
La dependencia del people meter, además, tiene su raíz en el pasado: informa, si es que informa, sobre qué atrajo público de entre las cosas hechas. No hay people meter que oriente respecto a lo que el público echa de menos hacia el futuro o echa de más en lo que le muestran.
En gran medida, las señales de humo electrónicas nublan el sentido de lo que ocurre. Para volver al ejemplo inicial, da más o menos lo mismo quién va ganando la guerra: por ahora basta entretenerse (¿a morir?) con aviones, cohetes, bombas. Cosas. Y solo las cosas que alguien decide mostrar. El interés del público se cosifica. Muchos espectadores han perdido individualidad, y son un ciento dos mil trescientos dieciochoavo de ciento dos mil trescientos dieciocho espectadores que siguieron la telenovela tal o el show cual.
El paso de pueblo a gente
Hoy más que nunca en la historia, la comunicación –y dentro de ella la audiovisual– forma parte dominante de la atmósfera en que se desarrolla la nueva cultura del mundo. En muchos sentidos no solo sugiere caminos: además, por obra de una curiosa pasividad de los receptores, el modo de ver imprime un fuerte sello a su modo de ser.
Mientras los medios se ciñan a transmitir cosas, imágenes, nada complejo (la versión electrónica de las señales de humo), tenderán a trivializar nuestra visión del mundo, a embobecerla en un porencimismo generalizado. Si recibimos meros balbuceos mentales, como los que suelen entregarnos por medio de la tele, nuestra capacidad de pensar por cuenta propia se reducirá regresivamente. Aquí hay tres puntos esenciales que tocar:
1.Simplificación forzosa del mensaje. Por ser medio de masas, y haber elegido depender de ellas, la televisión debe entregar contenidos y usar lenguajes al alcance del más primario de sus espectadores. No puede permitirse pasar sobre la cabeza de una parte de un público cuya aprobación se mide cuantitativamente. La busca de audiencia obliga a nivelar por lo bajo.
2.Desproporción informativa. En noticias, se prefiere lo impactante a lo importante. Salta a la vista la preferencia abusiva que se otorga a la crónica roja y al deporte. Un futbolista entrenándose es noticia. Y lo es la opinión de un vecino sobre la víctima de un crimen. ¿Quién podría creer que el promedio de informaciones de un noticiario da una imagen de la realidad tal cual es?
3.La libertad sufre con esto. La misión del periodismo es ayudar a la comunidad a conocer el mundo que habita y decidir según eso. Un criterio deforme de noticia sugiere opciones falsas. Es mal argumento el que “la gente lo pide”, porque la gente es inducida a pedir lo que prefieren los canales.
Millones se forman idea de su realidad vía señales de humo. ¿Qué pasa con la información de todos los días, frivolizada, simplificada? ¿Qué tipo de decisiones tomaremos, qué actitudes, qué convicciones nos guiarán?
Hay un cambio sintomático que parecería meramente verbal. Pero los cambios verbales suelen reflejar corrientes muy profundas. Hasta hace un tiempo era común llamar pueblo al conjunto de ciudadanos de un país. El pueblo chileno. Sí, muchas veces se lo empleó mal. Siempre pasa con los términos complejos. Pero cuando se lo usaba bien, ¿de qué hablaba? De una comunidad humana. Una entidad dentro de la cual todos éramos un uno colectivo que incluía a cada uno individual.
Ya no se habla de pueblo sino de gente.
La gente va al cine, a la playa, a las compras. Un pueblo, en cuanto tal, no va al cine, a la playa, a las compras. Gente es una multiplicación de lo particular. Son miles o millones de unos que no constituyen un uno. A un pueblo no lo unen intereses particulares. Un pueblo puede proponerse intentos y esfuerzos dirigidos al bien común. La gente se mueve en pos de beneficios para su familia, para cada uno de ellos.
El reclamón es emblemático de la gente. Si pasa algo malo –terremoto, inundación, temporal–, sale a buscar cámara para enojarse con alguna autoridad a la que achaca no solo la culpa de que lloviera o temblara fuerte, sino el deber de arreglar su personal situación y compensarle los daños. Tiene tribuna. La noticia es espectáculo, y un llorador es mucho más espectáculo que un hombre o mujer que trata de resolver sus problemas.
No hace mucho se dijo que en vez de ser un país de ciudadanos nos estamos convirtiendo en un país de clientes. Compre, compre, compre.
Sócrates, el ocioso sencillo, vestía con pobreza y caminaba descalzo por las calles de Atenas. En sus paseos de viejo preguntón solía llegar al mercado y se paraba a observar los productos que ofrecían. Un amigo le preguntó un día cómo era eso: él, el parco, el hombre de vida ascética, ¿mirando artículos en venta? Su respuesta podría dar orientación a más de algún orientador:
–Vengo porque me alegra ver qué cantidad de cosas no necesito.
La distancia desde ese hombre y ese tiempo parece que fuera mucho más de veinticinco siglos.
Provocación final
Todo esto de que he hablado forma parte, diría yo, de la atmósfera en que se desarrollan la educación y la comunicación.
Mientras la comunicación se limite a sus propias señales de humo, corremos grave riesgo de idiotizarnos. Nuestra posibilidad de saber, y de optar, de ser libres, se reduce a términos primitivos. ¿Cómo va a ser libre quien compra lo que le mandan solo porque se lo mandan? ¿Cómo pensar que la publicidad actual, por ejemplo –tan despiadada, tan implacable, tan científica en su manera de influir a las personas–, no está buscando coartar su libertad? Cuando nos machacan “Compre, compre, compre”, es obvio lo que eso persigue: no es informarnos de que existe tal producto para que veamos si nos sirve. Es para que lo compremos, sírvanos o no.
Y ojalá el único campo del cual debiéramos preocuparnos fuera el de las compras. Mal que mal, si uno se tienta y llega a la casa con un extractor de varillas del pasto, lo más que ocurrirá será que se arrepienta y que tenga unos pesos de menos en el bolsillo. O unos pesos de más en su deuda. Pero, ¿qué pasa con esa información que recibimos todos los días, frivolizada, hecha humo para sacarle punta al ejemplo de Neil Postman?
¿Qué tipo de decisiones tomaremos? ¿Qué ideas iremos teniendo del mundo en el cual vivimos y para el cual nos educamos?
No deja de resultar sintomático un cambio que podría ser meramente verbal. Pero cuidado con los cambios verbales: suelen reflejar sentimientos, sensaciones, pensamientos que corren muy profundo. Hasta hace un tiempo era común usar la palabra pueblo para referirnos, por ejemplo, al conjunto de los chilenos. El pueblo chileno. Dejemos de lado que muchas veces el término se empleara mal. Siempre pasa eso con todos los términos medianamente complejos. Pero cuando se empleaba bien, ¿de qué hablaba? De una comunidad humana. De una entidad dentro de la cual todos éramos un uno superior a cada uno.
¿Y cuál es la palabra ahora? Gente. La gente va al cine, a la playa, a las compras. Y vota. Un pueblo no va al cine, a la playa, a las compras. La gente es una ampliación de lo particular, inevitablemente. Se mueve por sus intereses, con frecuencia menudos. Un pueblo no tiene intereses particulares. Solo lo unen los que de alguna forma incluyen a todos sus miembros. Un pueblo puede interesarse en progresar; la gente se preocupa de medrar. Un pueblo puede proponerse intentos y esfuerzos globales. La gente se mueve en pos de beneficios para su familia, para cada uno de ellos.
El quejumbroso –personaje nuevo en la tele– es representativo de la gente. Cada vez que pasa algo malo, como un terremoto, una inundación, un temporal, salen los jeremías reclamando contra alguien, alguna autoridad a la cual achacan no solo la culpa de que lloviera o temblara tan fuerte, sino la responsabilidad de arreglar su personal situación y compensarles los daños. Tienen tribuna, por cierto. Para la tele del people meter, la comunicación es espectáculo, y estos lloradores son mucho más espectáculo que un alcalde que trata de resolver los mismos problemas de los que ellos se lamentan tan bien.
Se ha dicho que en vez de ciudadanos nos estamos convirtiendo en clientes. Prima una reacción pavloviana frente a los medios. Parece que estuviéramos a mucho más de veinticinco siglos de la época de Sócrates, el ocioso sencillo, que vestía con pobreza y caminaba descalzo por las calles de Atenas. En sus paseos solía llegar hasta el mercado y se paraba a observar las mercaderías. Un amigo le preguntó una vez cómo era eso: él, el parco, el hombre de vida ascética, ¿mirando artículos en venta? Su respuesta quizá sirviera para orientar a más de algún orientador:
–Vengo porque siempre me asombra ver qué cantidad de cosas hay que no necesito.