Texto inédito, escrito en diciembre de 2003
Leer es un acto de amor
No en lenguaje figurado.
Se ama lo que se conoce y se conoce lo que se ama.
El ejemplo del amor humano.
Un proceso sin comienzo ni fin, y sin causas racionales.
Se aprende (aprehende) mejor lo que nos gusta.
Ámbitos del encuentro humano:
Racional
Irracional
Arracional
En la tradición, conocer se liga a amar (“una mujer que no conocía varón” no era una que nunca hubiera visto uno, sino una que no hubiera amado, con un amor tan concreto que nacían hijos.
El conocimiento literario (artístico en general) es arracional.
No hay modo lógico de convencerse de que un paisaje es hermoso, o un cuadro es bello.
Lo único que nos aproxima es el amor que nos provocan.
Y el amor no se enseña ni se racionaliza. Hay libros sobre los guisos que aparecen en el Quijote. No agregan nada a la apreciación. Hay censos de vocales con mayor o menor frecuencia. Tampoco ayudan a comprender nada.
Entender no = comprender.
El que escribe, pinta, esculpe, compone, no busca que le entiendan sino que lo comprendan.
Con seguridad, Cervantes no tuvo idea de lo que es un motivo central o secun-dario, probablemente nunca oyó hablar de clímax ni de deuteragonistas. Tampo-co es acusable de haber puesto un moti-vo general en una situación particular.
¿Diremos que a pesar de eso produjo una obra maestra? No: yo diría que por eso, no a pesar de.
Escribir es también un acto de amor
La literatura no pertenece al ámbito de lo racional sino de al de lo arracional.
El papel decisivo lo tiene la imaginación: la capacidad de generar imágenes.
En la mente de un novelista, por ejem-plo, surgen personajes. Se imagina una relación entre ellos. Es el conflicto.
Todo esto ocurre en su imaginación, no en su voluntad.
No es que él quiera contar lo que fue la dictadura: es que su sensibilidad lo lleva a imaginar ahí a sus personajes.
Ingrediente clave: la libertad.
Un rasgo de la imaginación es su liber-tad. No hace lo que nosotros queremos, sino –casi literalmente– lo que ella quiere.
No se nos ocurre lo que nos da la gana: se nos ocurre lo que se nos ocurre. Casi podría decirse ocurre que se nos ocurre algo. No lo sucedemos: sucede.
Imaginación: la loca de la casa.
Sentimos cuando un autor maneja a sus personajes y los hace hacer lo que a él le da la gana. O los transforma en portado-res de mensajes.
El protagonista de una novela, un cuen-to, una otra de teatro no es un recadero: es un ser humano.
Nació libre porque es hijo de la imagina-ción, que es ingobernable.
Ponerlo a hacer lo que el autor quiere que haga es forzarlo. Pero además fuerza la obra.
Es como una programa que se pasa en la televisión y se le intercalan avisos. Eso es, en buenas cuentas, la literatura pan-fletaria.
No se trata de que no tenga ideas. Inclu-so las del autor: es que fluyen natural-mente. Cada quien habla de la feria se-gún le haya ido en ella.
Es distinta la visión del amor de un niño que vivió viendo pelear a sus padres, de la de otro que siempre los vio amarse.
Pero el autor no pone eso: le nace.
¿Cómo construimos marcianos en la ciencia ficción: son enanitos verdes, con los ojos en unas antenas y las manos así o asá.
Los construimos con los materiales que conocemos.
Realidad real, realidad literaria
Leer es un acto de amor y además, es entrar en un mundo sui generis.
La obra literaria tiene una lógica propia. En La Ilíada y La Odisea no sorprende que actúen dioses. En un cuento de ha-das, el príncipe puede usar una espada mágica. En una novela policial, no su-frimos por el muerto. El María, un mo-mento de intensa emoción es cuando él toca el pañuelo que ella tocó.
Cada obra es un mundo, con leyes pro-pias. La magia en la escena del encuen-tro, en Crónicas marcianas. Los encan-tadores personajes ociosos, amorales, bebedores, irresponsables, de P.G. Wodehouse.
Cada obra tiene su lógica interna.
En la realidad real, las cosas deben ser verdaderas. En la realidad literaria (artís-tica), deben ser verosímiles. Un cuadro de Picasso no es mentira. Uno de Ve-lázquez no es verdad.
Nadie se moja con el agua de un cuadro ni con La tempestad de Shakespeare.
Cada uno de ellos es verosímil en su ámbito.
Por la primacía de la verosimilitud, en la realidad literaria se rechazan las coinci-dencias, y en la real se las recopila como curiosidades.
La belleza misma es distinta en ambas realidades: lo bello de los leprosos, en Del vivir.
Vuelve a aparecer la libertad: si el autor respeta la coherencia del mundo que ha creado, debe acatar la libertad de los personajes. Ellos son como son. Como a la loca de la casa se le ocurrió que fue-ran.
En la realidad real no podemos detener el tiempo. En la literaria sí: basta comen-zar a leer de nuevo. Todo vuelve a co-menzar. Jugamos un poco a dioses.
El autor crea seres –conviene repetirlo– libres, en un mundo que es de ellos y que él describe, más que construye.
Esta creación se hace con palabras. Na-die metería preso al asesino de una nove-la policial. Sin embargo, hay personajes leídos más reales que muchos conocidos.
Paradoja de Sócrates. Fue real pero su existencia real es literaria.
El arte de la palabra
¿Puede traducirse una obra literaria?
Solo hasta cierto punto. Si es una nove-la, el traductor podrá ir mostrándonos lo que sucede.
Pero eso es tomar solo una parte de la obra: el argumento. Y el argumento no es la obra.
Se pueden escribir cantidades de nove-las con la historia de un muchacho de provincia que llega a una ciudad grande y los distinguidos lo miran en menos. Una de esas novelas es Martín Rivas. El mismo tema tiene Le roman d’un jeune homme pauvre, y no es la misma novela. No solo se diferencian: cada una es completa.
En la obra literaria intervienen:
el idioma
las palabras
el ritmo de las frases
(ritmo del idioma y
ritmo del autor)
el estilo
El tema es solo una de las partes.
En poesía se nota más claro el fenó-meno:
Yo, para todo viaje
–siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera–,
voy ligero de equipaje.
A. Machado
Contar la idea podría darnos algo así:
Cuando yo viajo voy siempre en tercera y con pocas maletas.
Se podría contar también de un país si-tuado muy al sur y cuyos habitantes se han ganado el respeto de sus vecinos por su capacidad bélica y su ánimo rebelde. Pero eso no traduciría lealmente nada o casi nada de
Chile, fértil provincia señalada
en la región antártica famosa;
de remotas naciones respetada
por fuerte, principal y poderosa.
Podría hacerse un despanzurro con el famosa y musical comienzo de el Quijo-te, informando al lector que en un pue-blo por ahí vivió hacía poco un señor de más o menos buena familia que tenía un caballo flaco y un galgo ágil, para dar la idea de:
En un lugar de la Mancha de cuyo nom-bre quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
Lo que pasa, muchas veces es un ele-mento secundario del relato. Fuera de que “dar la idea” no es dar la obra, ni siquiera es muy dable la idea. Ni siquiera por buenos traductores.
Hay, por lo demás, excelentes obras en que lo que pasa importa menos que lo que no pasa. Ejemplo de la leprosa ena-morada en Del vivir.
Agreguemos a esto que las traducciones no suelen ser muy buenas, entre otras razones porque se pagan mal. El caso de Misión en España. No se entiende por-que el traductor no sabía bien ni inglés ni castellano.
Cuando pedimos a un alumno de ense-ñanza media que lea a Marguerite Duras o a Norman Mailer (o al extranjero que esté de moda), no creamos que lo hace-mos entrar en la literatura.
Lo que averigua es lo mismo que alguien a quien le cuentan la trama de una pelí-cula. La película es para verla. La litera-tura, para leerla.
La traducción suele eliminar el ingre-diente estético: la lengua vida, la música, el estilo… la gracia, en buenas cuentas.
Además, como influencia, somete al niño a una sintaxis ajena, a términos que un autor no habría empleado en su idio-ma. Lo saca en cierta forma de su ámbi-to lingüístico.
Nosotros tenemos verbos diferentes para dar la idea de ser y la de estar. Podemos hacer el juego de palabras:
No estaba aturdido. Era aturdido.
En inglés, eso exigiría una paráfrasis bastante larga o una nota al pie que ma-taría el chiste.
A la inversa, hasta hace poco, nosotros no teníamos una palabra para el francés devenir o el inglés become. Nos batía-mos con un aguado llegar a ser.
Pero donde el daño es mayor es en la sintaxis. Leemos tanto traducido del inglés que hemos adoptado servilmente la voz pasiva.
¿Qué periodista se atrevería a decir que se construyó un puente en tal parte? No: un puente fue construido.
Extremos: las llamas lograron ser extin-guidas. Los cadáveres no consiguieron ser rescatados.
Si el idioma sirve para nombrar y descri-bir la realidad, ¿cómo podríamos llamar-les a estos despanzurros? ¿Y por qué fomentarlos vía traducciones?