Discurso de incorporación a la Academia Chilena de la Lengua
6 de junio de 1971
Empezaré con un lugar común, imposible de evitar porque la verdad va envuelta en él: estimo un alto honor que la Academia Chilena de la Lengua me eligiera como uno de sus miembros de número. Me habría gustado decirlo en otra forma. De un modo penetrante, original, único, capaz de traducir con fidelidad la hondura de mi agradecimiento y de mi personal satisfacción.
No me refiero al honor de siempre, no a un honor de cáscara genérico e impersonal. No hablo –y esto muy especialmente- del honor que prescribe el protocolo.
Es un honor mío, vivo, intenso.
Se me perdonará que supla con sinceridad la ninguna originalidad para expresarlo. Les ruego que me crean: es así. Aunque sea lo que corresponde y se estila, hay para mí en este lugar común una grande y real verdad.
No sé si el rito indicará, también que debo declarar la distinción merecida. Sin vanidad ninguna, voy a omitir esa parte. Sé bien de mis múltiples vacíos en las disciplinas, las especialidades del idioma. No tengo trabajos de lingüística, de filología, de semántica, que exhibir como avales.
Pero poseo, en cambio, un título, tal vez el único que en cierta forma legitime mi elección: desde muy niño aprendí a amar las palabras, a escarbar en su espíritu, a sentir en ellas.
Con ese sentimiento llego, a la falta de otra credencial, a la Academia de la Lengua.
Ser y nombrar
¿Por qué, cómo, de dónde nace el amor a la palabra? Al igual que en todo lo humano, una parte pertenece al misterio. Nunca sabrá por qué se me negó la música. Por qué frente a una montaña noble, al mar, a una mujer hermosa, jamás podrán botar de mí armonías. Ni quizás colores, ni las formas de la greda o la piedra o el metal.
A los pocos años de edad, sin embargo, ya tendía a nombrar mis experiencias. Las contaba mentalmente a mi madre, a mi padre, a un pariente, aun amigo. Buscaba el interlocutor y le decía –antes de estar con él- lo que estaba viviendo.
Mientras lo estaba viviendo.
Tal vez en todos mis momentos importantes se dio esta simultaneidad de la palabra y la vida.
Más que simultaneidad: era –y es hoy- una especie de co-ser, un ser lo mismo al mismo tiempo, o un no ser enteras, ni la palabra ni la vida, si no existían juntas, si una no asía a la otra y la precisaba, la definía, le daba significación perdurable, para que la memoria no fuese una simple nebulosa de imágenes anónimas.
Podría decirse tanto.
No sé si bastante en ejemplo.
Cuando niño, al caminar por la Alameda de Talca, mi ciudad provinciana, me atraían unas flores blancas que crecían –supongo que con tenaz esfuerzo- entre las grietas de la cera de alquitrán. En algún momento supe que se llamaban corregüelas, y también supe que al saber su nombre las conocía de otro modo. Más profundo, no sólo más preciso.
Había bautizado un recuerdo. Sería capaz de conservarlo hasta hoy, sin recorres esa estampa con el desamparo de no poder nombrarla.
Toma de posesión
Muchos años después, creo haber descubierto el significado más hondo de este acto tan simple. En un hermoso ensayo del poeta español Pedro Salinas está la clave. Dice Salinas que cuando un niño que recién aprende a hablar nombra un objeto, está tomando posesión de él. No adquiere sólo una palabra nueva: se adueña de un trozo del mundo.
Y luego, al repetirla, al ver a un gato y murmurar “gato” –sin dirigirse a nadie y aunque nadie lo acompañe-, cumple el rito de reafirmación de su dominio.
Posee el concepto, la imagen, lo que de ambos fluye.
La idea podría llevarse más lejos, más atrás.
¿No subyace el mismo sentido en el gesto de los conquistadores de América cuando se apoderan de la geografía del continente a través de la palabra, cuando después de penetrarla, después de establecerse en ella, se la apropian –y con mayor perdurabilidad- al vestirla en la recia tela de los nombres castellanos?
Hincaron su emoción primigenia, sus tradiciones , su nostalgia, sembrando nuestras tierras de Santiagos y Monterreyes, de Concepciones y Méridas, de Valdivias y Serenas. Trajeron más que sus objetos y sus personas: sus raíces de alma y carne venían en la lengua, en el nombre, y se clavaron para siempre en este suelo.
La toponimia es testigo de la firme vertebración interior que a los hispanoamericanos nos da el idioma.
Y al decir idioma si dice tanto. Tanto, incluso, que trasciende el hecho ya fabuloso de entendernos sin esfuerzo mejicanos y chilenos, argentinos y españoles, costarricenses y paraguayos. La lengua cala a mayor profundidad que el mero intercambio de palabras. Es el vehículo de captación del universo, el ojo con el cual la mente coge una realidad y la define.
Sí, el proceso que parte con el niño se prolonga en el hombre y se expande en el pueblo. Al aprender a hablar aprendemos a ser. Y jamás puede afirmarse que uno haya terminado el aprendizaje, que ya posea -inamovible- su vocabulario.
Permítanme que explique cómo entiendo esta verdad.
Palabra y vida
En los primeros años, se aprenden ideas concretas. Es sobre todo un inventario de objetos y seres lo que penetra en el cerebro. Están, también, lo deseable y lo temible. Lo grato y lo ingrato. El bien y el mal demoran en llegar con lucidez, y son inicialmente, apenas, mandamientos inexplicados: esto se hace, esto no se hace.
Pero aún frente a las cosas y a los seres, el individuo en cierto modo se define. El niño a quien un perro le inspiró temor imprimirá a esa palabra –sin quererlo ni saberlo- un valor emotivo diferente de aquél a quien el perro le significó la camaradería indefinible, la fidelidad sin condiciones, el afecto porque si.
Pasará el tiempo, y uno y otro podrán decir lo mismo cuando digan perro y, sin embargo, no dirán lo mismo en ese par de sílabas idénticas. La primera experiencia de ambos se hallará presente, aunque deseen evitarlo. Emoción original, recuerdo, actitudes: mil huellas de su ser persona se entrecruzan sobre la lisa superficie del vocablo, confiriendo a éste y a su significación interna un conjunto de íntimos matices.
La palabra tendrá sabor, olor, color, tibieza o no, dureza o no, temor, amor, dolor.
Espíritu.
Porque el alma genérica –la del tráfico verba, del diccionario- se superpone, impone, el alma que nace de la particular vivencia.
Junto con hablar sobre todos nosotros castellano, cada cual habla su castellano. El que aprendió, el que sigue interminablemente aprendiendo, al existir. Y es, sobre todo, ese idioma individual –idios, en griego, designa lo propio; e idioma el carácter privativo de una persona-, es ese idioma el que sintetiza, para mí, el fenómeno.
A lo largo de sus días, cada hombre dibuja su autorretrato en el vocabulario que construye.
Lo construye: no sólo aprendemos las palabras: la forjamos. Las labramos y nos labramos en ellas. Vamos depositándoles algo de nosotros, y recibimos en la medida en que entendemos.
Según a qué le llamo amor, a qué le llamo patria, a qué esperanza, justicia o injusticia, según quién soy.
Y a menos que sea ciego, sordo, enmurallado; a menos que no viva, tendré que ir descubriendo con el tiempo nuevas honduras y matices: la vista subterraneidad, la submarinidad maravillosa del lenguaje.
Fidelidad e integridad
Esto crea adhesiones. Una palabra esencial es también una bandera, un partido, una fe, un trozo de la patria espiritual del hombre.
Existe el patriotismo de la palabra, que en último término no es –como el otro-, sino la más real fidelidad consigo mismo. Con el yo uno y con este como parte del yo colectivo. Sólo es integro en sí el individuo que está integro en la comunidad a la cual pertenece.
Un cristiano jamás podrá transar, ni atenuar, no soslayar, su compromiso con la paz. No cabe, para él, una paz a medias, como no caben un amor mezquinado ni una fraternidad con reservas.
Y en algún momento, o mejor en muchos, o mejor en todos, tendrá que dar testimonio y cuenta de estas palabras que en parte recibió y en parte hizo, haciéndose a través de ellas.
Eso que ocurre en lo individual, es cierto además en la comunidad humana. Una época, un conglomerado de hombres, si son plenos, forjan, adaptan y crean su lenguaje. Lo viven. Si a la inversa, son débiles, se limitan a jugar con los vocablos que heredaron y con lo que ellos significan. Dilapan su herencia como un niño bien. O inventan fórmulas novedosas –cuando no las copian servilmente- sin objeto más profundo ni más auténtico que esa mera novedad.
En la simiesca imitación, en la frivolidad ante el idioma se revelan síntomas penosos de un trizamiento de la voluntad de ser, sustituida por el afán de permanecer.
Algo de eso ocurre en Chile, hoy. No en el pueblo. No en la externa incorreción gramatical del hombre a quien suele llamarse injusta, absurdamente, inculto. Ese es quizá el más vivo custodio de la lengua. La habla con espontaneidad, con autenticidad. No la traiciona ni con matices de doble filo ni con la abyección del remedo.
Al pan le llama pan, y al vino, vino.
Pero hay junto a él una gama de señoritos que, sin conocer sus palabras, sin ahondar en ellas para extraerles su riqueza, declaran que son insuficientes. Leen inglés, francés, cualquier cosa, y se deslumbran. Y no saben cómo traducir una expresión determinada. A veces ni lo intentan: si somos esclavos, hablemos el lenguaje del amo.
Este, el de más allá: un amo.
Más grave que el injerto superfluo, sin embargo, es el injerto traidor. El término bastardo “adaptado” a la fuerza. O la expresión hechiza y ambigua. Un ejemplo: se nos está metiendo un verbo que es obra maestra de la cacofonía, que parece haber inventado alguien sin oídos: concientizar.
Si sólo fuera horrible, no importaría gran cosa. Pero es también, y esencialmente, una palabra hipócrita. Se le dice para que la víctima entienda “crear conciencia”, o ayudar a tomarla. En la práctica, no es casi nunca eso. Es adoctrinar. ¿Qué hay de malo en reconocerlo? Y si hay algo de malo, ¿por qué hacerlo?
Falta lealtad al lenguaje. Al destruirlo, al violarlo, se destruyen y violan valores más hondos. Se enajenan el derecho y el deber de ser quienes somos.
Dos ensayistas –Fenwick y Lezama- sostienen que la vida es siempre una lucha, y que, en ella, quien reconoce el nombre de su adversario tiene poder sobre él. Es una verdad, aunque sólo parcial: también es imprescindible en la lucha saber el propio nombre. Si no, se combate en vano, se batalla por nada.
Muchos, hoy, olvidan o ignoran tanto el nombre ajeno como el propio. Buscan para sí cualquier definición noble –somos los patriotas, los buenos, los justos: los únicos patriotas buenos y justos- y vuelcan sobre el rival toda clase de improperios: traidor, totalitario, enemigo de Chile.
Vivimos un trágico encanallamiento del idioma y del alma. Al empeorar nuestras palabras, nos empeoramos nosotros y quizás también a los demás
¿Por qué?, ¿para qué?
¿Por qué tantos son incapaces de amar el legado más noble, el que envuelve su propio proceso de llegar a ser? La oscuridad del vocablo antiguo, el lodo de la voz torpe, la mugre inmitigable del dicterio, terminarán por envolvernos sin remedio, si no recuperamos a tiempo el respeto del verbo.
Si no amamos al instrumento del contacto humano, será imposible que amemos al objeto de ese contacto. El idioma del odio tiene el más triste papel: traducir el odio, generar el odio. El idioma del no –allá están los réprobos, ese es el enemigo-, si se queda allí, nace allí, no permitirá jamás construir una afirmación verdadera.
Y hay tanto que afirmar en un pueblo joven, vigoroso, como el que somos. Hay tanto de positivo en la gente, en la tierra, en el inmenso desafío de avanzar.
Frente a ello, el trabajados de la palabra –y eso lo que humildemente aspiro a ser- siente sobre sí el legado de su yo y del yo más grande que es su pueblo. Siente muy fuerte la voluntad de mantener ese legado igual que un fuego, ardiendo y dando luz.
Sueña convertir nuestro mundo, Chile, los chilenos, nuestra experiencia vital, en palabras. La descripción de la persona y el paisaje, el relato de la epopeya, la narración de las mil minúsculas proezas diarias, la voz airada o sonriente del ensayo, el llamado enfebrecido o pleno de emoción: todo eso trasciende al simple y quizás egoísta “dejar memoria de sí”.
Es, muy real, muy hondamente, revolver a la comunidad una parte de lo que nos dio al permitirnos nacer, vivir, aprender y hablar y a ser en ella.
Salvador Reyes, mi amigo desconocido
Ocupo hoy en la Academia Chilena de la Lengua la vacante que al morir dejará ese gran escritor y periodista que fue Salvador Reyes.
Es mi deber, y mi íntimo placer, rendirle un homenaje.
En su persona, en su figura alta y alerta a la realidad nacional, podría encarnarse lo que antes he dicho acerca del amor por la palabra. Vio el mar de Chile, vio a sus hombres, y algo muy fuer, muy poderoso, despertó en su interior.
Dos afectos de entraña se ligaron en el alma de Salvador Reyes y fueron convirtiéndose, a lo largo de su obra, en una maravillosa gesta del océano. Del océano nuestro, del que Ercilla cantó con voz admirada y a la vez algo medrosa. Del que otros, cuentistas, novelistas, poetas, volcaron en sus páginas.
Pero quizá lo que distinga a Reyes fue haberlo integrado al hombre y a la mujer que viven en torno a él, dentro de él, con él; a menudo para él, aunque lo ignoren. Mientras esta encarnación no se produce, el mar es apenas un paisaje, no más que una inmensidad ajena y muda.
Es la presencia humana el soplo que lo recrea y le confiere significación.
Uno de los primeros libros de autor chileno que leí –aún muchacho- fue “Ruta de Sangre”. Ustedes lo conocen: es una tensa historia de piratas, donde la aventura, el amor y los padecimientos se graban, con hierro a rojo, sobre el seductor escenario marino.
Yo no sabía entonces quién era Salvador Reyes. Perdón: sí lo sabía. Lo iba sabiendo al devorar sus páginas, al adentrarme en sus personajes y en su mundo, al saborear la firmeza elocuente de su estilo.
Eso sabía.
Pero ignoraba aún quién era la persona. Dónde nació, cuándo, qué otras cosas había escrito. Laí a un autor sin fecha ni rostro ni detalles.
Viví su libro.
Intuí –después debía precisarlo- que en Chile también había grandes temas. Que el pasado nos entrega tanta riqueza de aventura y drama como a España le entregó la epopeya del Cid, o a Norteamérica la agitada posesión del Oeste.
El nombre de Salvador Reyes está unido a uno de mis primeros orgullos nacionales razonados.
Más tarde, en otras novelas y cuentos, fui reencontrando a mi amigo Salvador Reyes, al amigo del cual todavía no lograba saber ninguna de esas cosas secundarias que constituyen, en un escritor, los datos biográficos.
Porque –la frase es fácil, aunque no menos cierta- un escritor vive más de veras en su obra que en ninguna parte.
Los nuevos encuentros fueron nuevos hallazgos. Dicen que el hombre Reyes viajó mucho, por muy distintos lugares. Su narrativa, sin embargo, permanece casi invariablemente en nuestra tierra y nuestro mar, que hizo más nuestros al aprehenderlos con la palabra.
“Mónica Sanders”, “Valparaíso, puerto de nostalgia”, “Piel nocturna”, “Los amantes desunidos”, van dando, junto a sus narraciones breves y a sus artículos de periodista siempre inquieto, una visión chilena sobre Chile, sobre el resto de un mundo que no podría serle indiferente.
Desde su miopía física, Salvador Reyes –escritor de alma- supo mirar con ojo penetrante la realidad, sin desdeñarla.
Lo dice inmejorablemente en su discurso de incorporación a la Academia de la Lengua:
“Cualquier cosa, a mi manera de ver, puede sugerir un tema novelesco: una conversación oída al pasar una silueta dibujada en la bruma, hasta el nombre de una persona.
… de manera, subconsciente el novelista ya vigilando a su alrededor hasta que capta todos los elementos, los cuales se presentan de manera espontánea. Yo deseaba por ejemplo, escribir una novela acerca de la caza de la ballena en nuestras costas. Empecé por realizar esa caza, y luego los personajes fueron apareciendo por sí solos y entrando en la atmósfera. Unos, que conocía desde hacía mucho tiempo, se hicieron presentes, por considerarse adecuados para desempeñar un papel; otros surgieron en el momento mismo…
Lo cierto es que iban tomando vida –a lo menos para mí-, a medida que los tipos de la máquina de escribir golpeaban el papel…
Y esto es lo que me parece más apasionante en la aventura de escribir una novela: el entrar en íntimas relaciones con los personajes, el vivir con ellos sus peripecias, el esforzarse por incluir en sus vidas y el constatar, por fin, que son libres y que actúan por ellos mismos.”
Salvador Reyes logró más que ese contacto entre él y sus criaturas: nos las entregó con igual libertad y vitalidad, con todo lo que –a Dios gracias- supo respetar en ellos.
Al retratarlos a través de la palabra, el reanimar con ésta nuestros puertos, el mar, nuestros rincones, estaba plasmando en permanencia un momento, un grupo humano y la tensión dramática que lo enhebró en su mente.
¿Qué más puedo decir de Salvador Reyes, mi amigo, mi compañero de lecturas-aventuras? ¿Qué lo conocí alguna vez en persona, una tarde, almorzando ambos en una casa de huéspedes de Antofagasta, en mesas distintas, con la distancia adicional de mi timidez y mi respeto tendida entre él y yo? ¿Qué no supe ir a darle las gracias?
Se las doy ahora, muy sinceramente, cuando la tradición y mi personal sentimiento me señalan que debo rendirle un elogio.