El escritor, la imagen, la palabra

Ponencia en el Encuentro de Escritores Argentinos y Chilenos

Buenos Aires, septiembre de 1990

Este texto fue leído por el autor como ponencia en el Encuentro de Escritores argentinos y chilenos, realizado en Buenos Aires los días 25, 26 y 27 de septiembre de 1990, con el patrocinio de las Universidades Católicas de Buenos Aires y de Santiago. En él se plantean respuestas a dos preguntas: ¿Cuáles son las “Potencialidades, problemas y perspectivas del escritor latinoamericano” con miras al futuro próximo? y ¿qué futuro puede preverse a “La imagen y la palabra en el nuevo siglo”?

Participaron siete escritores de ambas nacionalidades, razón por la cual cada uno escogió un punto de vista, sin pretender abarcar la totalidad de su tema. En este caso, la ponencia se centró en la relación entre autor y realidad latinoamericana, y luego entre autor y lenguaje, descartando el presunto conflicto entre imagen y palabra y apuntando hacia un nuevo y fresco “descubrimiento de América”, ahora por parte de los americanos. Este sería el comienzo de un proceso tendiente a construir nuestra convivencia no al revés, como hasta hoy, sino al derecho: desde las raíces y en busca de la altura.

América, continente al revés

Me instalo a pensar en mi escritorio, aquí en Santiago (o sea, allá); leo con algo muy próximo a un santo temor, el título que deberá llevar esta ponencia: “Potencialidades, problemas y perspectivas del escritor latinoamericano”… Me pregunto varias cosas. Me pregunto, por ejemplo, ¿qué podrá interesar que diga sobre esto, en Buenos Aires, un chileno a quien nadie conoce? O me pregunto si es posible abordar un tema tan complejo, y tan amplio, sin caer en una de dos trampas obvias: la que lo lleva a uno a enredarse en los detalles o, peor, la que lo arrastra a generalizar hasta el extremo. ¡Con el horror que siente un escritor de nuestro continente a la sola voz de generalizar! Me pregunto, en fin, si no será mejor echarse a nado, ir dejando que las palabras saquen palabras, con toda libertad, y ver qué sale… Me contesto que sí, que voy a hacer la prueba, y me pongo a hilvanar, sin planes previos, unas reflexiones que no sé con exactitud cuáles serán, para entregárselas a ustedes, de quienes tampoco sé demasiado en el momento de escribir aquí en Santiago (o sea, allá) lo que ahora leo. Pero empiezo:

¿Condenados a futuro perpetuo?

Quizá no sea malo partir por el final, por lo de ese “escritor latinoamericano” del cual nos habla el programa. ¿Qué es un “escritor latinoamericano”? ¿Uno que nació en este sector del continente? Y entonces los chicanos, los portorriqueños que nacieron no aquí, sino en la América del Norte, ¿serán latinos y americanos y no latinoamericanos? o bien, ¿qué pasa con los canadienses de ascendencia y habla francesas? Latinos son, y también americanos. ¿Serán más “latinoamericanos” que ellos los descendientes de mayas o quechas o aymaraes que escriben? ¿Será, en fin, “escritor latinoamericano” el que, nacido acá, se va muy joven a otras tierras y en ellas recibe sus influencias, cosecha sus temas, trabaja, publica, forma familia?

Podrán seguir acumulándose preguntas, y calculo que, al hacerlo, quedarían más y más arrinconadas las respuestas. Dejémoslo ahí, al menos por ahora. Digamos que hay gente de estos pueblos que ejerce el oficio de la literatura, y desde ese punto de vista –desde el ejercicio del arte de la palabra humana- veamos muy modestamente qué alcanza uno a divisar, si algo divisa, en cuanto a “potencialidades, problemas y perspectivas”.

Me paro (acá en Santiago), voy por si acaso donde ese viejo sabihondo, el diccionario, lo abro, paso unas hojas, leo: “Potencialidad. Capacidad de la potencia, independiente del acto”. Aun cuando la ironía sea casual, no deja de resultar certera: también aquí, una vez más, el poder hacer, y en cierta forma y por lo mismo el poder ser de nuestros “latinoamericanos” aparecen “independientes del acto”. La potencialidad vendría a consistir en una suerte de capacidad allá en el aire, una promesa no sometida a la prueba de las obras. ¡Qué cosa tan “latinoamericana”! Y cómo resistir a la tentación de percibir en eso un peligro real: que nuestras potencialidades sigan conservando su insobornable independencia frente a nuestros actos. O, como alguien dijo, que nos hayamos condenado a no dejar nunca de ser “el continente del futuro”.

Tal vez estoy sonando pesimista. No es la intención. Si encaramos el asunto de un modo más casero y tomamos, muy sencillamente, las potencialidades como aquello de lo que somos o podríamos ser capaces, entonces a uno se le ocurre que la respuesta es: dejando casos especiales aparte, somos capaces de lo mismo de que es capaz cualquier otro ser humano en iguales condiciones. No padecemos de ninguna inferioridad congénita e incurable (“continental”), en lo tocante a las potencialidades. De existir limitaciones, ellas no están en nuestro ser; solo están en nuestro estar. Derivan de factores, por decirlo así, no intrínsecos, y por eso mismo ajenos a nuestras potencialidades. Y son esos factores los que nos limitan a la hora de convertir las potencialidades en actos.

Escritores pobres, por ejemplo, hay y ha habido, desde que el tiempo es tiempo, en todos los continentes. Igual, escritores que sufren enfermedad, incomprensión, desgarros, amor o desamor… En materia de limitaciones a nuestras potencialidades, yo sugeriría que no nos sugestionemos con la idea de un monopolio; ya tenemos otros por los cuales inquietarnos. Y yo sugeriría, con énfasis especial, que no nos compadezcamos, que de una vez por todas dejemos de ser el continente de la autocompasión.

¿Potencialidades? Tenemos un idioma –el castellano, o el portugués, o el francés, según los casos- enriquecido por los aportes, ¡y tantas veces por mucho más que simples aportes!, de las lenguas que aquí se hablaban antes de que las que llegaron de Europa. Tenemos esas lenguas, vivas después de cinco siglos, y ricas, y llenas de expresividad. José María Arguedas me contó en una ocasión que él escribía sobre ciertos temas y ciertas experiencias humanas en quechua porque las había vivido en quechua. En Chile, mi patria, hoy, hay jóvenes poetas que empiezan a publicar sus obras en mapuche, y tampoco en ellos se trata de pintoresquismo.

Nos falta un descubrimiento

Pero escribir no es exactamente un cómo: es a la vez, y de manera inseparable de ese cómo, un qué. Entonces, mirando al qué, a qué dirán nuestros autores al emplear sus potencialidades, vemos abrirse hacia adelante un mundo de incitación. Un mundo en el sentido literal: el Nuevo Mundo. Que es una tierra de contrastes violentos. Se ha hablado mil y mil veces de sus paisajes cósmicos, de sus maravillosos e íntimos rincones, sus selvas llenas (todavía) de vegetación, sus desiertos inabarcables…

Un mundo que, desde el punto de vista europeo, España comenzó a descubrir en 1492 y que hoy, a quinientos años de distancia es nuestra tarea descubrir, a nuestro modo, con nuestros ojos, en nuestro ahora y desde nuestra identidad. ¿O iremos a esperar que una vez más “nos llegue descubierto” gracias a las investigaciones de alguna comisión de expertos alemanes, un equipo de sociólogos belgas o un grant de tal o cual universidad norteamericana?

Los descubrimientos, los reales, no se reciben hechos: los hacemos, cada uno de nosotros en su intransferible experiencia personal. Para de veras descubrir (en el sentido de entrar a conocer algo), son prácticamente inútiles las experiencias vicarias. No fueron Adán ni Eva quienes nos descubrieron, al resto del género humano, el amor la vergüenza o el dolor o el pecado. Quien los descubre, desde que ellos los descubrieron (para ellos y en ellos) es cada persona a lo largo de los tiempos se sonroja, sufre, tiene conciencia de pecar.

Hay descubridores oficiales, y muchas veces admirables, de lugares como el Río de la Plata, el Estrecho de Magallanes, la desembocadura del Amazonas. Esos forman parte de lo que solemos llamar “los personajes de la historia”. O quizá habrá que decir los Personajes de la Historia, las dos palabras con mayúsculas. Protagonistas, próceres.

Frente a ellos, junto a ellos, permitiendo que ellos sean, están siempre aquellos seres que –siguiendo a Miguel de Unamuno, o, aun antes, a Benito Pérez Galdós- podríamos llamar (¡sin sombra de mayúsculas!) las personas que viven, sienten, padecen, construyen la intrahistoria. Esa historia que va por dentro de la Historia, esa historia sin Historia que transcurre en el cada día de cada cual, saludablemente libre de héroes, de estatuas, de posturas y sentencias solemnes. Que habla el lenguaje simple de lo cotidiano; que no colecciona Grandes Frases, sino más bien se abochorna al oírlas; que experimenta un instintivo pudor frente a los hombres o mujeres de bronce; que escucha mejor las voces bajas, los medios tonos, y sabe de qué están hechos los momentos de intimidad, la angustia o la ternura.

La intrahistoria es presencia viva del vivir de la gente, presencia cuyo rastro tal vez, con el transcurso del tiempo, se perdería para siempre, si no quedara latiendo en la cultura. 

Cuando uno lee la Historia de Grecia, por ejemplo (escrita así, como Historia, con mayúsculas) verá que ella cuenta ciertas hazañas de Alejandro Magno, las grandes realizaciones de Pericles, o los aportes de Aristóteles a la filosofía y a la ciencia. O describe el valor de algunas leyes, tipos y estructuras sociales, y guerras; siempre muchas guerras. También diseños urbanos, obras portuarias, monumentos importantes.

Será una especie de vasto predicado sin sujeto. Con protagonistas, sí, porque la Historia aprendió de la epopeya el arte de narrar. Héroes, personajes egregios, y aun ellos más bien estatuizados. Sin embargo, ¿quién, cómo, será capaz de transmitirnos –de traer hasta nosotros o llevarnos hacia ellos- a los griegos y griegas comunes, que vivieron en Atenas, Tebas, Corinto, Mileto, Salamina? ¿Dónde podremos encontrar su pulso, latiendo; sus modos de ser, siendo; o en qué sitio nos será dado compartir con algunos su vida, mientras la viven y del modo en que la viven?

Ahí está la poesía. Ahí está la escultura. Ahí están las tragedias, las comedias, las piedras que esa gente hizo hogares. Ahí están, en nuestro idioma (y esto es como decir en el corazón de nuestro corazón) tantas huellas del idioma que los griegos hablaron. Por las entrañas de aquellos ricos testimonios discurre la intrahistoria, que aquí o allá, en complicidad con el arte, ha derrotado al tiempo para llegar hasta nosotros.

Si uno lee Dafnis y Cloe, por poner un caso, siente que convive con esos dos pastores que se amaron hace casi veinte siglos y continúan amándose, aun hoy, cada vez que alguien abre y lee las páginas de Longo. Leyendo se los siente jóvenes, actuales; y uno se les identifica en cierta forma. Experimenta, desde el interior mismo de ellos y en el ambiente que fue suyo, las experiencias que sufrieron o disfrutaron en aquella época que, con todo lo remota que la sitúe la frialdad del calendario, se nos aproxima por una especie de prodigio.

Es la fuerza de la intrahistoria, que viene a ser el alma, y a la vez el cuerpo real, con carne y hueso y sangre tibia, de la historia. En este universo de lo humano, que Miguel de Unamuno llamaba la intrahistoria, reside el qué de la literatura. Su desafío, por emplear una expresión más que obvia. Sin desdeñar el “Descubrimiento Histórico” (de nuevo con mayúsculas) de nuestro continente, a los americanos nos queda siempre por cumplir otro descubrimiento, escrito ahora con la grata sencillez de las minúsculas: el intrahistórico; descubrimiento personal e indelegable, que toca hacer a cada uno de nosotros. Que, para el escritor, será el ámbito donde nazcan sus temas. Lugar y temas dos veces suyos, por ser suyo aquel mundo y porque va a ser su palabra la que le diga a ese mundo al mundo.

Del qué no somos al qué somos

 Las potencialidades de que habla el título aparecen, entonces, prácticamente infinitas. Y ahora, ¿qué decir de los problemas, esos problemas que a los “latinoamericanos” nos provoca tanto deleite sufrir?

Voy a esbozar una visión bastante personal. Creo que, sin forzar excesivamente las palabras, podría afirmarse que los países de nuestro continente fueron hechos al revés. Lo normal parece ser que un país surja de ciertos acuerdos. En España, castellanos, catalanes, vascos, gallegos, andaluces, extremeños, después, por cierto de larguísimos y complejos sistemas de convivencia, llegan a un momento de su historia en que acuerdan, más explícitamente o menos, “hacer país”. Han descubierto que, dentro de sus amplísimas diversidades, existen suficientes elementos en común como para lanzarse a la empresa de ser uno.

En Francia ocurre lo propio con los antiguos francos, los occitanos, los normandos, catalanes, vascos, corsos. Y en Alemania y en Italia, y en Yugoslavia y en la Unión Soviética sucede tres cuartos de lo mismo.

Es cierto: hay momentos (y estamos viendo algunos) en que esas unidades crujen, se ven amenazadas o lisa y llanamente se rompen. ¿Por qué? Porque perdió vigencia el acuerdo. Que no es un mero pacto, un tratado, un formalismo escrito. No es pura Historia.

Es asunto mucho más profundo que la Historia sola. Es también, y quizá sobre todo, intrahistoria. Es coincidir en intereses vitales, es compartir determinadas tradiciones, es experiencia vivida en una comunidad amplia, que no anula ni suprime a las comunidades menores: las incluye en una unidad mayor. Y esta unidad, mientras respeta las diversidades que la constituyen, se enriquece con ellas. Se nutre de ellas. Es, en lo profundo de su ser, un organismo compuesto, en el cual partes y todo tienen funciones y entidad propias.

Hay coyunturas históricas en que desaparece el respeto mutuo entre las diversidades. O bien acontece que alguien levanta, para aplastarlas, esa trágica bandera-pretexto que es la unidad vertical, abstracta. Esta unidad hechiza, lo sepan o no sus promotores, busca (y a veces parece conseguir) una pobre y desnutrida uniformidad. Entonces la unidad real, la que se da en la vida y está viva, se tensa y en ocasiones llega a destruirse. Lo observamos hoy día en diversas naciones del mundo.

Desde el Descubrimiento Histórico, nuestra América empezó a vivir patas arriba. Los distintos conquistadores dividieron el suelo y a la gente según sus propias perspectivas. A veces coincidieron las fronteras de virreinatos o capitanías con los límites previos, entre pueblo y pueblo. Lo usual fue que no. Durante tres siglos, los naturales, sometidos, debieron aceptar linderos de artificio, que solían separarlos de los suyos y unirlos (por fuera y por encima) a otros.

Nuestros procesos de independencia nacional no dieron solución a este problema, sino tendieron a consolidarlo y agravarlo. Para empezar, y siempre haciendo la historia al revés, la voluntad de ser independientes no vino en las futuras repúblicas americanas desde la base, sino de pequeños grupos lúcidos que empujaron o condujeron al resto. El movimiento emancipador se inició bajo el signo de una negación: no queríamos seguir siendo súbditos de España o Portugal. No queríamos depender de esas monarquías. En esto hubo consenso entre los dirigentes. ¿Y cuántos habrán sido? ¿Un uno, un dos, un diez por ciento de los presuntos ciudadanos? Difícilmente más.

Nuestra independencia, así, partió de negar lo ajeno, en lugar de afirmar lo propio. Este fue, además, un negar de minoría, pronunciado desde arriba y no siempre entendido por la mayoría a la que en definitiva habría de afectar. Los países que fueron surgiendo de las sucesivas guerras entre patriotas y realistas tampoco respondían siempre a un ser común, a una comunidad nacional, ¡para qué hablar de un real acuerdo! Las fronteras se trazaron con líneas por lo menos tan arbitrarias como las que dibujó el imperio. A menudo, la ambición personal de un caudillo dio origen a un país nuevo. Seguíamos haciéndonos al revés: no a partir del acuerdo sino de sucesivos desacuerdos. Fuimos sabiendo más o menos bien lo que no éramos, no tanto lo que éramos.

Del “no somos” nos faltaba, y aun nos falta, pasar al “somos”.

Y ahora, ¿hacia una búsqueda?

Partimos con aquel pecado original: nacer para no ser tal cosa, en lugar de nacer para sí ser tal otra, que es como y para lo que se nace. Es muy probable que allí esté la raíz de una serie de actos y procesos a través de los cuales seguimos construyéndonos en gran medida al revés. Desde luego, los criollos recién libres no unificamos a nuestras patrias reconociendo la rica diversidad de las comunidades que la constituían y que tanto podrían enriquecerlas. Al contrario, los nuevos dueños del poder hicieron intentos nuevos –y a veces con mayor violencia que la de los propios conquistadores- para someter a esas comunidades a un padrón que ellos pretendían diseñar e imponerles aplicando el más viejo estilo del imperio, desde arriba.

Tuvimos así, entre nuestras paradojas de origen, la de cultivar un patriotismo de espíritu imperial.

Este proceso fue exigiendo variables grados de fuerza. Pero ¿acaso no era por la fuerza que nos habíamos hecho independientes? Durante las gestas nacionales americanas, con muy escasas excepciones, la fuerza se con-sagró: o sea, consiguió adquirir el carácter de objeto sagrado. A partir de tales gestas entramos a identificar nación con espada, patria con uniforme, heroísmo con charretera, amor a nuestro suelo con sangre ajena o propia vertida sobre él. Edificamos en esta forma toda una mitología laudatoria de la violencia.

Hicimos caricatura de la caricatura que pinta Anatole France en su Isla de los Pingüinos, y para nosotros, los pueblos libres de América, el patriotismo fue más bien odio a la patria de al lado que amor manifestado en generosidad hacia la nuestra. Siguiendo con las paradojas, llegó a ser frecuente hasta la rutina el que aquellos cuya profesión es defendernos de enemigos exteriores se convirtieran en ocupantes, y ocupantes por la fuerza, del territorio que estaban llamados a proteger. “Obedezca o aténgase a las consecuencias” es una de las formulaciones verbales que con desoladora periodicidad se escuchan en nuestro continente, y que se emplean para fundamentar la autoridad de quienes la ejercen porque llevan uniforme, espada, charreteras: o sea, son la patria según el concepto militarizado que heredamos de la gesta. ¿Y quién, si no un mal patriota desobedecería a la patria?

Podrían seguir las paradojas de este continente y hecho mantenido al revés en tantos aspectos y por tanto tiempo. Pero sinteticémoslas en una: la independencia es a menudo el peor obstáculo para la libertad. Los regímenes de fuerza, ya se sabe, son en extremo celosos de la soberanía nacional. Sobre todo cuando tal soberanía permite a aquellos que la usurpan operar sin trabas externas en el interior de estos pueblos nuestros, tantas veces independientes y tan pocas veces libres.

¿Qué esto es política? Sí, pero, ¿solo política? Y el escritor, ¿no es miembro pleno de la polis? Y cuando hay opresión, ¿no pasa a ser uno de los primeros sospechosos? Quienes hemos vivido en carne propia la irracionalidad de la censura; quienes hemos sentido el paso del miedo por las calles, cuando no por el interior de nuestras casas, y sin duda por nuestro cuerpo y nuestro espíritu; quienes sabemos no tan solo de oídas, lo que es el silencio de los toques de queda y lo que ese silencio oculta; quienes en tantos casos nos vimos forzados a acatar las “normas” siniestras de la anomia; quienes tuvimos que callar contra toda razón y escuchar las voces altaneras de la sinrazón; quienes hemos sido testigos de estas aberraciones y otras ¡en nombre de la libertad!, ¿podremos pensar que eso es “solo política”? ¿O, para citar fielmente a los que la hacen, que esa política no es política, y que sus vicios curarán de raíz y para siempre los vicios de la política?

¡Cuántas veces los mismos simplificadores de la vida nos han extirpado “de raíz y para siempre” esos benditos vicios connaturales con el ser de las personas y de las comunidades, y que apenas “extirpados” rebrotan y renacen y vuelven a enriquecer la convivencia!

Ahí, diría yo, están las perspectivas que se abren para el escritor de nuestro continente. Es cierto que de tiempo en tiempo la fuerza hace con nosotros lo que quiere. Nos quita la palabra, o la amordaza. Nos entrega “verdades” de mentira. Nos obliga a acatar lo inatacable. Suprime nuestra libertad, precisamente en nombre de una libertad que no se palpa. Todo esto, y tanto más es cierto.

Pero también es cierto que la palabra no muere, y en ella cabe el testimonio de la auténtica aventura humana. ¡Por Dios, cómo hemos aprendido en estos años lo que de veras significa libertad! Y cuánto más sabemos respecto a la justicia, al derecho, la solidaridad, la esperanza. También conocemos en persona los rostros del odio y la torpeza y la brutalidad, lo irracional.

La Historia con mayúscula, ese hilván dorado que pasa de estatua en estatua, y de versión oficial en versión oficial, no ahoga en definitiva a la intrahistoria, que es la vida viva de los seres reales. Ahí, en el hallazgo de la intrahistoria, en el descubrimiento de la América común y corriente, y rica y generosa: ahí yo creo que están las más grandes perspectivas que hoy se ofrecen a los escritores de nuestros pueblos. Recoger la vida en la palabra, hacer que esa vida nos sobreviva y pueda compartir y enriquecer otras vidas.

Me cuesta imaginar perspectivas tan incitantes, tan llenas de grandeza y alegría, y a la vez tan cargadas de urgencia.