Revista de Libros, El Mercurio
18 de noviembre 2005
Por María Teresa Cárdenas
Publicados a partir de 1947, sus relatos – así como sus novelas- han marcado a generaciones de lectores. Cuentos completos se suma este año a la aparición de sus Recuerdos no siempre cuerdos.
«Hasta aquí la acompaño porque esa grada es sagrada», dice al despedirse en la puerta de su casa, reafirmando con esa breve frase que, pese al susto que ha pasado en los últimos días, él está ahí, incólume. Ahí están su humor, sus juegos de palabras, su caballerosidad de hombre criado en la primera mitad del siglo veinte. Español por los cuatro costados y talquino de nacimiento, Guillermo Blanco Martínez pertenece a estas alturas a un mundo y a una especie en vías de extinción. ¿O todavía quedan hombres – y mujeres- cuya máxima aspiración consista en ser buenos? Ni cura ni místico, ha sido, por el contrario, un hombre metido en los problemas de su tiempo y de sus distintas – aunque inseparables- áreas de interés: el periodismo, la literatura, la política, la formación de nuevas generaciones. Un civil en el amplio sentido de la palabra, tal como lo ha dejado impreso en sus tarjetas de visita desde mediados de los años setenta, con ese clásico estilo suyo del «no decir diciendo».
Porque pocas personas son más enemigas de los títulos que Guillermo Blanco; sobre todo del título de escritor. Ya lo ha dicho varias veces: «Uno se recibe de escritor unos cientocincuenta años después de muerto, si todavía lo leen; yo por ahora soy un señor que escribe». Pero este señor de las letras lleva más de cincuenta años escribiendo cuentos y novelas, ensayos, artículos periodísticos y, como si fuera poco, sus recuerdos. Parte de ese trabajo ha sido recogido en Cuentos Completos (Alfaguara), un volumen de 700 páginas donde se reúnen sus ocho libros de relatos, tres de ellos inéditos: Gente de a pie, La canilla de Don Quijote y Por la patria (o algo así).
Desde el conmovedor e inolvidable Adiós a Ruibarbo, pasando por la violencia y el suspenso de los cuentos incluidos en Cuero de diablo, sin dejar de lado el humor y la sabiduría de la gente sencilla, las incongruencias de los católicos que se golpean el pecho, la traición, el desencanto, el amor, la muerte, la esperanza, estos cuentos muestran al mismo tiempo, sin que alcance a ser una paradoja, la fidelidad de Guillermo Blanco a sus grandes motivos y una evolución en la mirada.
Cuentos que «dicen» tanto de este escritor como Recuerdos no siempre cuerdos (Tajamar Editores), publicado en agosto.
«Para mí ha sido una coincidencia espectacular – comenta- , porque no había nada previsto. Empezó el año con la edición número sesenta de Gracia y el forastero (1964). Después vinieron los Recuerdos…, que se publicaron mucho más rápido de lo que yo había pensado y que no son memorias, pero son un recorrido de cosas que me ha tocado vivir. Y ahora los Cuentos completos; es como que hubiera dejado hecho el testamento».
Y no es broma. Hace sólo un par de semanas que salió de la clínica, después de que una operación al parecer sencilla lo llevara dos veces de vuelta a pabellón. Ha bajado de peso, se nota un poco cansado, sus frases son más cortas. Pero ya está de vuelta. Esperando el momento para corregir un próximo libro.
Ya en sus primeros cuentos y hasta ahora aparece el tema de la muerte, ¿por qué?
Ahí influye mucho mi educación española, como en tantas cosas. No voy a decir que «los españoles», pero en muchos españoles existe un sentido muy fuerte de la muerte, entonces eso se le pega a uno, sin que sea necesariamente miedo a la muerte. Yo ahora pasé unos ratitos en que anduve a punto de asomarme a la esquina, pero no con miedo, no para dármelas de valiente tampoco, sino que es la percepción de que el momento en que uno vive más intensamente es el momento en que muere. Por algo se llama agonía, lucha.
Incluso el título de uno de sus primeros libros es Los borradores de la muerte.
Los borradores… es el libro que más pasé al limpio, es el que más revisé, y me pasaron cosas como ésta: yo escribí un cuento que es de una mujer que habla y que está muerta y bastante después leí la novela de la María Luisa Bombal (La amortajada) y me morí de vergüenza. Ahora a ese cuento (Desde acá) le cambié algo.
En Los dos, ahora se produce el reencuentro de una pareja después de que los dos han muerto, ¿es la esperanza de un más allá?
Ese cuento más que ocurrírseme, casi lo soñé. Es un cuento que no tiene lógica y la verdadera idea es que donde ha vivido gente algo queda de ella, no tiene que ver con otra vida, no hay nada mágico, místico, es la percepción, que para mí es muy fuerte, de que uno deja algo donde ha estado. Hay una cosa muy fuerte: de repente me empecé a dar cuenta de que tenía cosas que eran, por ejemplo, de mi abuela materna, que era muy buena para la chacota, a veces yo sé que estoy en onda de ella, otras veces de mi papá, de mi mamá… Por eso en alguna parte yo digo que somos como un río y el río, contra lo que decía Heráclito, siempre es el mismo, lo que cambia es el agua, cambiamos nosotros. Hay cosas mías que van a estar en mis hijos, y ésa es una supervivencia. Uno deja algo.
¿Cree que sus últimos libros son más personales?
Es muy probable, porque en esos tres libros inéditos hay una visión un poco distinta de lo anterior. Una tendencia a irme a cosas más sencillas, son más ligados en general a la vida diaria.
¿Hay una búsqueda en los orígenes para entender la mirada del presente, por ejemplo en La canilla de Don Quijote?
Sí, esos cuentos me fueron saliendo de a uno, sin el propósito de hacer un libro. Pero son como revivir lo que viví, cosa que no me cuesta nada. Tengo una memoria muy fresca de muchas cosas de cabro chico-chico. Yo me vine de Talca a los ocho años y recuerdo una cantidad de cosas que viví allá. Supongo que fue porque fui inmoderadamente feliz.
En Gente de a pie hay cuentos que están totalmente ligados a los de Cuero de diablo (1966), ¿quiso mostrar otra mirada sobre esas mismas historias?
Exactamente. Eso se me ocurrió por casualidad un día que tuve que leer, no sé por qué, yo no soy autolector, uno de los cuentos de Cuero de diablo. Y me quedé pensando que todos estos cuentos están mirados desde un punto de vista muy sombrío, pero qué habría pasado si las cosas hubieran sido normales, si no hubiera estado esa presión de los bandidos apretando a la gente común. Entonces se me ocurrió Gente de a pie, que en este caso es la gente común y corriente que yo conocí en Talca, porque yo estuve un año viviendo en un fundo.
Una constante de su literatura es el tema de la dignidad; a veces con humor, a veces con más dramatismo.
El tema de la dignidad ha sido para mí uno de los más fundamentales en la vida. La libertad, la dignidad, el diálogo… Tal vez por la forma en que me crié. En mi familia siempre fue muy importante hacerse respetable, no necesariamente hacerse respetar, porque eso es ya otra etapa. Me acuerdo que mi mamá me repetía muchas veces tú eres tú, y era todo un tratado el que había ahí. Entonces esto de querer ser yo, primero le da a uno un sentido muy fuerte de la propia dignidad y después le ayuda a entender la de los otros, que es el momento definitivo, cuando yo sé que no puedo faltar a la dignidad del otro porque es tan buena como la mía.
Otro de sus grandes temas es el de la libertad, ¿también le viene por la sangre?
Sí. Los españoles, que han vivido gran parte de su historia en dictadura, son de los seres más libres que hay, en general. El tema de la libertad es el siguiente: si uno no es libre, no puede hacer mérito ni es digno de castigo. En el fondo es la personalidad de uno la que se reduce al no ser libre.
¿Es cierto que durante el régimen militar iba guardando sus cuentos en un cajón para no exponerse a la censura?
Sí, desgraciadamente no les puse fecha a todos, entonces no puedo identificar las fechas retrospectivamente, porque además escribí un cuento que fue a parar a un libro y después otro cuento que iba a parar a otro. No quise publicar, e incluso en ese tiempo elaboré una frase: que no sabiendo qué es peor, la rabia de que me censuren o la vergüenza de que me aprueben, no publico.
Hace ya varios años que terminó ese período, ¿por qué se demoró en «sacarlos del cajón»?
Me pasó el castigo de los soberbios, como los tenía guardados, creyendo que estaban listos, cuando me puse a verlos, pensando en publicarlos, algunos los reescribí enteros. Reescribí mucho, corregí mucho; de nuevo: son cuentos sin fecha.
¿Y los de Por la patria (o algo así) que aluden a situaciones vividas en dictadura, también los escribió en esos años?
No, son posteriores, e incluso me llamaba la atención que pasaba el tiempo y no me salía escribir nada sobre la dictadura. De repente me acordé de una situación. El cuento Simonetta al caer la tarde tiene que ver con algo que yo conocí, un chileno exiliado que se casó en Francia, se vino para acá, la familia no se acostumbró y se le deshizo todo.
En «Sombra de caballero andante» al protagonista «lo abruma la pequeñez de su lucha clandestina», ¿cómo recuerda hoy su propia lucha en dictadura?
Bueno, estaba casi todo el trabajo periodístico, las reuniones clandestinas, que eran para la risa, pero el hecho de reunirse clandestinamente ya era un desafío. Ahora, con los artículos me pasó más de una vez que yo escribí cuidándome, había que cuidarse, y después me encontraba con alguien y me decía, pucha, cómo te atreviste a decir esas cosas. Uno tenía que estar conteniéndose todo el tiempo, ésa es la pequeñez de la lucha y eso es lo terrible de la falta de libertad.
¿Cómo se controla para no «poner el aviso» en sus cuentos, para que sus ideas no aparezcan como mensajes?
Una cosa es no proponerse poner el aviso y otra cosa es que a uno le salga solo. Lo que hago, sobre todo ahora último, porque antes escribía más de sopetón, es que termino el cuento y lo dejo reposar, no vuelvo a verlo hasta unos tres meses, en que tengo una mirada más externa, y ahí me doy cuenta cuando me pongo predicador, y voy eliminando cosas. Es uno de los trabajos que tuve que hacer con los tres libros inéditos.
¿Por qué ha ido reemplazando al mítico San Millán, donde solían ocurrir sus cuentos, por Talca, una ciudad «real»?
Cuando yo empecé a escribir había ciertos críticos, dos o tres, que se fijaban mucho en los detalles. Entonces si fulano de tal ponía que en Chillán, en la esquina de la calle Chacabuco con Arturo Prat había una farmacia, el crítico, entre las cosas criticables ponía que no había farmacia ahí. Entonces yo dije aquí no me van a venir a poner farmacias y sacar farmacias, y le puse San Millán a un pueblo que es pariente de Talca, de la Talca que yo conocí. Ahora los críticos no se fijan en esas cosas.
Es curioso que siga encontrando material literario en esos escenarios.
Dicen que cuando uno envejece, la memoria retrocede… Algo debe haber de eso. Pero también hay otra cosa, yo creo que es la mirada, la mirada se aguza, se fija más en cosas que antes pasaban al galope del caballo que arranca, se fija más en cosas que están ahí y que pueden significar. Y además que estoy cada vez más talquino.
¿Quizás idealiza un poco el pasado?
Nada de raro, porque lo quiero mucho…
Es muy fuerte en toda su literatura la pérdida del padre, pero también su recuerdo como alguien idealista y aventurero.
Mi padre era así, era muy aventurero, quizás la palabra es exagerada, pero se atrevía a cosas. Trabajó en cosas muy distintas; en un tiempo se fue a una mina a buscar oro. Tenía ese espíritu. Pero hay otra cosa que es muy importante de mi papá, yo sostengo que es el hombre más bueno que he conocido. Mi mamá tenía más malicia, mi papá era ingenuo, casi sin remedio. Y eso es una muy buena combinación.
A estas alturas, también se podría decir de usted que es un hombre bueno.
Trato de ser bueno, deliberadamente, es como una de mis metas. Una vez me preguntaron qué le gustaría a usted que dijeran si se muere: que fui bueno. Porque yo creo que es natural ser bueno, que en el fondo no es ni una gracia, pero que uno puede mejorarla.
Parece que también el humor es natural para usted.
La ironía es una forma de expresión, no es que uno la busque, que uno trate de ser irónico, sino que me sale natural. Es mi lenguaje. De repente estoy escribiendo y le veo el lado cómico y me río yo solo.
Y la soledad, ¿la considera un valor?
Sí, yo fui hijo único, entonces vivía mucho solo y aprendí a sacarle punta a la soledad, a verle el lado bueno; también hay una soledad mala, pero hay una soledad que es muy buena y que es estar con uno mismo, no tiene nada que ver con la hostilidad a los demás.
Usted ha dicho que tiene mal carácter, ¿cómo logra dominarlo hasta el punto de que nadie le conozca esa faceta?
No me cuesta mucho enfurecerme y no me cuesta nada desenfurecerme. Suelto tres garabatos a veces y me desahogo, otras veces me dura un poco más. Lo que me resulta muy injusto es que la mayor parte de la gente que conozco no cree que yo pueda tener mal carácter. A mis alumnos de la universidad les decía ojo, si yo sé rabiar.
¿Le ha servido la rabia para defender esa máxima que también le viene por familia «nunca cedas en las cosas que importan»?
Claro, ése es otro valor, la porfía, hay que saber porfiar.
¿En qué ha porfiado hasta las últimas consecuencias?
No sé lo que podrán ser las últimas consecuencias, pero porfié en escribir, cuando no tenía mucho con qué vivir; he porfiado en el periodismo, he porfiado en defender ciertas ideas. En eso yo creo que tengo la hoja de servicio más o menos buena.