La Época
29 de octubre de 1995
Por María José González
La pasión de Guillermo Blanco por la palabra es su instrumento más eficaz para vincularse con el mundo. Desde esta perspectiva, la vida es un ir construyendo un diccionario vivo y personal.
La memoria de Guillermo Blanco está desde siempre colmada de palabras. Su pasado es indisociable de la afición que lo transporta al mundo del lenguaje, y desde el lenguaje a la realidad circundante.
Este amor se remonta a la historia antigua de su familia cuando su abuelo materno que tenía el gusto de escribir, presenta a las visitas ilustres de la ciudad de Talca. Su facilidad para el habla y la improvisación lo convierten en uno de los personajes memorables, que inculcan a Guillermo Blanco una pasión que perdura hasta el día de hoy. Otro personaje decisivo es su profesor de castellano Roberto Guerrero, quien lo estimula a escribir y es uno de los primeros en tomar en serio su trabajo.
Dos lecturas son especialmente importantes a la hora de entender su apasionamiento por la palabra: un texto sobre lingüística donde se retoma un viejo proverbio que dicta que en la lucha por la vida aquel que conoce el nombre de su enemigo, tiene poder sobre él. Además, un escrito de Pedro Salinas acerca de cómo el niño toma posesión del mundo en la medida en que aprende el nombre de las cosas.
La fascinación de Guillermo Blanco por conocer los nombres de las cosas tiene relación con el hecho de tomar posesión del mundo sin quitárselo a nadie. En su opinión, cuando se entiende el entorno, se es dueño de las ideas sin privar a nadie de ellas.
¿Por qué le parece tan importante aprehender el mundo a través de la palabra?
A mí me fascina descubrir la etimología de las palabras. No porque sea ningún tipo de mateo. Es como una especie de deporte. Me hace una especie de cosquillita descubrirla. Ahí pasa algo que yo llamaría entrar en contacto con el ser humano histórico. O sea el ser humano que ha vivido un larguísimo tiempo y va acumulando experiencias, y de alguna manera las lega en los nombres que les da a las cosas.
El deseo de nombrar los objetos del entorno parte de la necesidad de conocerse y de conocer lo otro. Para el escritor, el día en que se deja de tener interés por saber (en el sentido más amplio de la palabra), se empieza a sentir indiferencia por la vida. A este respecto, explica que la vida es como un ir construyendo un diccionario propio, que a diferencia del de la Real Academia, tenga denotaciones y connotaciones. Un diccionario vivo que no cese de ampliar cada uno de sus conceptos a medida que el individuo va acumulando experiencias. En este sentido, el proceso no para mientras dure la vida, porque los conceptos detenidos, aquellos que no permiten incorporación de matices, son un preámbulo de la muerte en vida.
A modo de ejemplo, Guillermo Blanco escoge el concepto de libertad, que inspiró uno de sus primeros poemas: “Libertad, hermosa palabra del bien que se labra… Lo que yo entendía por libertad era una cosa muy epidérmica, muy por encima. Fui muy libre como niño, a pesar de ser hijo único. Pero era un concepto muy por encima. Simpaticé siempre con la gente partidaria de la libertad, la defendía, que era perseguida por ella. Hasta que vino la dictadura y entonces supe mucho mejor lo que era la libertad, porque la había perdido. Entonces se me profundizó y se me redondeó el concepto de libertad. Se hizo mucho más amplio: no basta que yo sea libre, debo vivir en una comunidad que sea libre”.
Para Guillermo Blanco, esta actitud no es una voluntad de intelectualismo, es una curiosidad: la primera, tiene estricta relación con las palabras como tales, es decir qué son, de dónde vienen y qué dicen. La segunda, que denomina “curiosidad de bautizo”, tiene que ver con la denominación de las cosas del mundo y es indisociable de la experiencia vital del individuo: al nombrarlas desde su propia perspectiva, el hombre les imprime su sello. En efecto, Guillermo Blanco ve al “hombre en su palabra” y se pregunta hasta qué punto uno está en lo que dice. Mejor dicho, establece entre la palabra y la gente: “la palabra en la gente y la gente en la palabra”.
¿Se podría decir entonces que esta curiosidad de bautizo tiene que ver con una búsqueda de identidad?
Más que una búsqueda de la identidad es una búsqueda de qué es lo que nos rodea. ¿En qué estamos? No es ninguna cosa misteriosa o rara. Yo creo que a toda la gente le sucede igual (a unos en mayor grado que a otros). Como yo tengo esa vocación por las palabras, lo llevo más hacia allá (…) Yo no canto ni en la ducha porque soy desafinado. No me puedo desahogar cantando. Mi vía natural de salida es la palabra.
¿Qué es lo que gatilla en usted esa necesidad de expresión?
La vida es uno de los elementos. Y otro de los elementos es que yo soy muy vuelto para dentro. De chico era casi enfermizamente tímido. Después he descubierto que no es sólo timidez la cosa. Es sencillamente estar vuelto hacia adentro. Hay ciertas preguntas que yo no contesto. Preguntas sobre ciertas zonas de la persona.
¿No parece paradójico que una persona muy introvertida se vuelque tanto hacia afuera, por ejemplo en la literatura como en su caso?
Yo creo que no es paradójico porque, en el fondo, el tratar de hacer literatura es una manera de expresarse. Es como un camino distinto de expresión que el que uno se niega, o el que su propio temperamento le niega.
La extrema timidez e introversión del escritor lo convierten desde su infancia en un asiduo espectador del mundo y de sus habitantes. Esa observación le permite desarrollar un valor en él muy arraigado: el respeto por el otro. La capacidad de ponerse en el lugar del otro lo lleva a definir las relaciones humanas en términos de una proyección del yo de uno en el yo del otro. Además, la constante voluntad de vinculación con el entorno en su totalidad lo hacen particularmente sensible a los dones de la vida. De esta manera surgen para él frecuentes cantos a la vida en la vivencia de su cotidianeidad: una escena de viejos en la Plaza Mayor de Salamanca, una pieza de música barroca, la contemplación de algún cuadro original, la corrección de alguna composición de sus alumnos, la empresa de efectuar un viaje y el juego de tenis y del ping pong bastan para provocar en él una alegría indescifrable, un entusiasmo incontenible.
¿Cómo se expresa en usted ese amor por la vida?
Yo no tengo muchas maneras de expresarlo. Las veces que he estado enfermo, y veo que mi familia se preocupa, siento ganas de decirles “tengo esto, pero soy feliz”. Y siento que mi vida entera ha sido feliz. Ha habido sufrimiento pero es que la felicidad no es sin sufrimiento. Yo creo que hay dolores buenos y me parece que he tenido la suerte de vivir una vida en que el lado positivo es muy fuerte.
¿Esto le ha hecho a usted tener una relación particular con el sufrimiento, por ejemplo sentirlo como una redención?
No tanto, porque es instintivo. Instintivamente me pasan dos cosas, y aquí entra muy fuerte la sangre española que tengo por los cuatro costados, yo sufro a concho cuando me toca sufrir. Pero eso no logra dominar lo otro. La contraposición de sufrir es gozar. Pero en ninguna de las dos partes está la felicidad. Está en otro plano. Tú puedes sufrir, gozar y ser feliz simultáneamente.
¿En qué plano cree usted que está la felicidad?
Yo creo que está en el plano más alto. Está en el sentido de la vida, en qué sentido tiene tu vida.
A este respecto, las palabras recobran interés por cuanto permiten darle un nombre a ese sentido orientador de la existencia. También le permiten discernir lo que es realmente importante y lo que es secundario en la vida.
Por otra parte, su familia, venida directamente desde España para instalarse en Talca, le transmitió una particular visión de la porfía, del tiempo y de la muerte. La porfía buena que llama al escritor, es aquella muy española, que da la certeza de que cualquiera que sea la lucha que se emprenda, tiene sentido desde el momento en que proporciona la fuerza necesaria para seguir adelante.
En cuanto al tiempo, siente que tiene una tendencia hereditaria a que se le escape. Sin embargo, como se empeña en llevarle la contra a esa fuga, se vanagloria de haber conseguido hacer el tiempo más suyo, en el sentido de usarlo para hacer lo que quiere. En cuanto a la muerte, se alegra de haberle torcido la mano. No se trata de ninguna manera de lograr la inmortalidad, pero el hecho de dejarle a sus hijos sus obras permite que, por medio de la palabra, encuentren una porción de su humanidad. Guillermo Blanco no puede dejar de enorgullecerse de darle un “coscacho” a la muerte, al dejar en sus libros una huella que persevere más allá del atropello que ésta significa.