Mollera libre

Revista Hoy
13 de mayo de 1996
Por Antonio Martínez

Una vez dio vuelta a pie toda la ciudad de Salamanca; tenía 67. Otra vez salió de su casa a gritar por el nuevo Presidente. Era Pedro Aguirre Cerda; tenía 12 años. Guillermo Blanco ya suma 36 años como profesor, en la vida está por llegar a los 70 y todavía suma y sigue; su último libro se llama El humor brujo.

Es un Chile de provincia, son los años 30, resuenan los tiros, la invasión italiana en Abisina y España está en Guerra Civil, Guillermo Blanco es un niño de Talca. Sus padres son del partido radical, los profesores enseñan y despiden libertad, en la atmósfera se respira algo parecido: libertad. Después de más de medio siglo, la pregunta es la misma.

¿Qué es ser un hombre libre? El primer problema empieza en que la libertad se define ejerciéndola. Cuando era chico, escribí algunas poesías y una de ellas era un homenaje a la libertad. Libertad divina palabra, empezaba. A mí me hacía cosquillas la palabra, pero yo no sabía lo que era la libertad esencialmente hasta la dictadura, cuando la pierdes. Es lo que pasa con la gente, que empiezas a darte cuenta de cuánto la querías cuando la pierdes. No tengo una definición, sino una como al revés: uno no es humano sin libertad.

¿Lo que más se quiere es lo que se pierde?

No sé si tanto, pero sí que uno aprende a darse cuenta de cuánto lo quería. Eso sí.

Usted es un niño durante la Guerra Civil de España, pero eso no impide que esa guerra esté presente.

Está muy presente en mi familia, porque soy de familia española y tengo dos primos que viven en España y son españoles, ejercen de españoles; nosotros, los de acá, no ejercemos. Un hermano de ellos murió fusilado en la guerra; para mi familia fue una cosa muy directa y más todavía porque se juntaron cosas. Él y su familia era franquistas; mi familia y yo éramos republicanos; yo tenía 12 años, pero era republicano. Y cuando tomaron preso a Juanito, mi primo, mis padres hicieron gestiones, porque como radicales tenían conexiones con el gobierno de Pedro Aguirre Cerda, y se hizo todo lo posible por salvarlo. Imagínate, creo que el último poema que escribí de niño fue a la muerte de Juanito.

La idea que ha permanecido es que en esa guerra se peleaba por la libertad, que la libertad era la causa.

Claro, llegaron gringos, polacos, húngaros, qué sé yo, italianos, llegaron por la libertad, no entendían mucho de los españoles, que siempre han sido difíciles de entender, pero por la libertad sí, eso sí. Fue la gran pelea por la libertad que se dio antes de la Segunda Guerra Mundial.

Los españoles, dentro de lo que cabe, parecen más libres que los chilenos.

Es verdad, los chilenos somos menos libres que los españoles, entre otras cosas porque tenemos menos personalidad. Cuando uno ve a esos ejecutivos jóvenes agresivos, que creen que tienen que ser agresivos; pero lo creen porque se los dijeron los yanquis. Entonces están haciendo un papel, pero no están siendo ellos; el español siempre es él. Esa es la diferencia. Creo que nosotros también vamos a llegar a ser nosotros; vamos a llegar, pero no hemos llegado. En este libro trato de recuperar la sensación de un clima que yo conocí en Chile, en que eran tan libres que no podían aguantar a un cura a menos de cinco metros de distancia; y conocí gente que atravesaba a la otra vereda cuando se encontraba con un militar, porque era resabio de la dictadura de Ibáñez. No digo que eso esté bien, pero son manifestaciones de libertad. Entonces se creó un clima: creíamos que la libertad acá en Chile era una cuestión connatural y tanto lo creíamos que no la defendimos. Eso existió y yo de alguna manera traté de evocarlo.

Profesores de provincia con las ganas de transmitirle a los alumnos el conocimiento y la libertad.

Yo estudié en un colegio de curas, pero iban a tomar los exámenes profesores fiscales y la mayor parte de esos profesores eran radicales y/o ateos y/o masones y/o anarquistas, que es un poco lo que describo en el libro. A esa gente yo la conocí y era muy idealista; toda esa gente de provincia que por su esfuerzo llegaba a tener una profesión y la ejercía con heroísmo, porque, eso sí, eran tan mal pagados como ahora.

¿Los curas siempre están dando vueltas?

Sí.

Durante mucho tiempo se sentía que la Iglesia Católica apoyaba la libertad de cada hombre y ahora no se siente lo mismo.

Yo no lo siento realmente, no lo siento en el sentido de percibirlo; y lo siento en el sentido de lamentarlo. Hay una cosa básica para mí: de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, tú no te puedes ir ni al infierno ni al cielo si no eres libre. Así de categórico. Para que cuando haces algo malo sea pecado, tienes que haberlo hecho libremente; y para que algo bueno sea un mérito, tienes que haberlo hecho libremente, así de categórica es la cosa. La tentación de toda institución grande es el autoritarismo; entonces tenemos autoridades eclesiásticas –digámoslo bien vago- que gozan en dar órdenes y en prohibir, y ese es un error, es casi la negación del cristianismo.

¿Cómo se llegó a eso en tan corto tiempo? Porque hasta hace unos años, durante la dictadura, la Iglesia defendía la libertad y hasta la vida.

El tiempo de la dictadura fue el momento de gloria de la Iglesia chilena, porque ahí realmente defendió a gente que no creía para nada en ella y que empezó a creer, no necesariamente porque se convirtiera al catolicismo, sino porque creyó que de verdad era una institución bien intencionada y ese es el primer paso. ¿Lo que pasó después? De alguna manera se encontraron con un vacío muy grande, no tenían de quién defender a la gente y se empezaron a preocupar de los pecados de la carne, de toda esa cosa tradicional. Hay una vuelta atrás muy fuerte.

En España dijeron que contra Franco vivían mejor. ¿Se va a decir algo parecido en Chile: contra Pinochet vivíamos mejor?

No. Estoy todo el tiempo recapitulando y mi impresión es que había un ambiente muy sórdido y pequeño; es terrible estar gobernado por gente simple, no digo que no sean inteligentes, pero son simples. La gracia que tiene el computador es que funciona por el sistema binario, uno-diez, no hay uno, dos, tres, cuatro… no; hay uno-diez. Funcionan por el sistema binario, lo que les da mucha eficacia para una serie de cosas, pero son tan sensibles como un computado. Y creo que si se pone uno a pensar, por ejemplo, cuando yo escribía en Hoy, las cosas que me hacían sentir valiente, a mí me da vergüenza. Las cosas que no pudieron hacerse porque de repente si alguien era marxista se le cerraban las puertas. Un país no puede vivir contra, esa es mi idea; se mueve hacia un lugar.

Pero los gobernantes actuales no son muy complejos.

Inevitablemente; les toca seguir un camino tan marcado. Cómo no va a ser absurdo que la derecha, que ha perdido cuatro elecciones, y seguidas además, siga hablando como si hubiera ganado las cuatro elecciones. Ha perdido cuatro elecciones y no ha perdido mucho poder y sigue hablando con la misma soberbia que si las hubiera ganado. Eso obliga al gobernante a actuar en una línea muy simplificada.

Los temores hacia la libertad puedan ayudar a que la derecha parezca ganadora.

Hay que tratar de entender a la gente. Mucha gente de derecha es cerrada porque tuvo una experiencia muy fuerte en tiempo de la UP y de alguna manera eso le hace tener lo que Arguedas llamaba el miedo a la libertad. Yo no creo en eso, creo que eso es malo. Cada vez creo más en la libertad; si me dijeran qué es lo último que perdería: la libertad, clarísimo.

La historia de libertad de su libro no es la gran historia oficial del país, sino la de pueblo pequeño, de provincia, gente olvidada.

Es lo que Unamuno llama la intrahistoria, la historia que corre por dentro de la historia con “H” mayúscula. En este libro lo que hice fue soltarme las trenzas que no tengo, o cada vez tengo menos posibilidades de hacerlo. Había pensado plantearlo  como una especie de canto épico a esa gente sencilla y parto cada capítulo con una cita de La Araucana, que es faltarle el respeto a Ercilla, un poeta respetable. Yo siento mucha admiración por los griegos clásicos, pero no le perdono a Homero haber transformado la guerra en una cosa maravillosa, haber convertido en un poema precioso esas matanzas horribles. Ercilla hace algo parecido con la guerra de Arauco; y sin tener nada en contra de Ercilla, quise faltarle el respeto por el gusto de faltarle el respeto. Y en el fondo esta gente de mi libro tenía respeto por las cosas respetables.