Otra vez la crisis

Texto inédito, escrito en agosto de 2004

Se ha hecho un lugar común decir que la lectura está en crisis. “Se lee menos que antes”, comentan padres y maestros. Más maestros que padres, y eso es parte del problema. No faltan estadísticas que den validez mundial a esta afirmación. Hay quienes atenúan su alcance restringiéndolo a un acusatorio: “los jóvenes leen poco” (nosotros no: ellos). Y para redondear el cuadro de optimismo, recordemos una verdad no menos importante: “se lee poco, pero mal”.

De hecho, quizá tendríamos que enfrentar un doble desafío al leer un libro:  a) leer lo que está; y b) no leer lo que no está.

Recuerdo una experiencia personal. Hace años, en plena fiebre del estructuralismo, ofrecí en mi Universidad, y me aceptaron, hacer un curso cuya idea era propiciar la lectura inocente de cuentos o novelas que los propios alumnos elegían según sus intereses.

Por lectura inocente entiendo, precisamente, leer lo que está, sin preconceptos. Nada de investigar, como tanto se usaba entonces, motivos centrales o secundarios; protagonistas, antagonistas, deuteragonistas; clímaxes, metalenguajes, intertextualidades y otras formas de anatomía literaria. La anatomía trabaja sobre cadáveres. Al despresar a un ser vivo –y esto es un texto literario–, lo único de él que no se explica es lo más importante: la vida.

Sobre estas premisas basé la asignatura.

En una de las clases, ningún alumno supo qué proponer que leyéramos para la semana siguiente. Recurrí a un truco: “Si no se les ocurre a ustedes, se exponen a lo que se me está ocurriendo a mí”. La curiosidad pudo más que la tenacidad: “Ya, señor, diga usted”. Dije: “El Lazarillo de Tormes”. Una chiquilla gimió: “¡Me lo han hecho leer en siete ramos!”.

Le sugerí suponer que lo había hallado por azar, que no tenía otro libro a mano y lo leyera sin más fin que leer. A la clase siguiente, la chica llegó a contarme: “¡Señor, descubrí el Lazarillo!”. Es decir, leyó lo que había escrito el autor. A mi modesto entender, de eso se trata.

Apostaría a que ni Cervantes ni Balzac, ni Charles Dickens supieron nunca de motivos o intextualidades. Los componentes de ese tipo que algunos atribuyen a sus novelas no los pusieron ellos: se los encuentran otros.

Uno de esos investigadores de cosas que están en una obra pero que no son la obra, hizo hace tiempo una estadística del porcentaje de veces en que cada una de las cinco vocales aparece en el Quijote. Como curiosidad, pase. Sin embargo, saber eso no le ayuda a nadie a apreciar el libro en lo que es su índole. Ni se comprenderá mejor, ni se esclarecerá ninguna duda.

La pregunta nace espontánea: Si esto es leer lo que no está, ¿qué es leer lo que sí está? Quiero sugerir algunas reflexiones.

El acto de escribir ficción tiene dosis de encuentro y de mentira.

El encuentro creativo de ideas o imágenes con palabras se da en forma espontánea. La conciencia –la conciencia consciente, podríamos decir–  interviene muy poco. A veces ni siquiera percibe el proceso. Si me perdonan usar una figura fácil, en la obra literaria el lenguaje viene a ser un espejo de agua viva capaz de reflejar seres, lugares u objetos externos. Todos ellos asoman en la superficie y adquieren una forma que es y no es la real; que está, sin estar, en el agua que espejea.

Hablar de espejo podría resultar equívoco. Vale la pena precisar el alcance de la figura. Cuando en los cuentos medievales aparecía un dragón, era un ser inexistente. El narrador lo construía, por decirlo así, de manera arbitraria. Pero sus materiales de construcción venían de su experiencia real: escamas, garras, llamaradas… En la ciencia ficción los extraterrestres suelen ser enanos verdes, con los ojos en unas especies de antenas… De nuevo: enanos, el color verde (la idea de color, incluso), ojos, antenas, ¿de dónde los saca el autor sino de lo que él ha vivido?

No es, entonces, que una realidad remede a la otra. Son reales y distintas, y es esencial comprenderlo.

Vivimos en la realidad real, sujetos a normas que rigen lo que llamamos mundo. En él necesitamos, por ejemplo, respirar, comer, beber. Si dejamos un objeto pesado en el aire, se cae. Si hace calor acá y frío allá, sopla viento. Las materias opacas impiden ver a través de ellas. Nacemos con una sola certeza: la muerte…

En este mundo exterior a la obra de arte, no hay relojes derritiéndose, como en un cuadro de Dalí. Ni se resuelven problemas con varitas de virtud, como en los cuentos de Andersen o los de los hermanos Grimm. Tampoco es todo racional entre nosotros. Al revés. Nos rodea un espacio amplio (demasiado amplio) para lo irracional. En él caben la violencia, la injusticia, el absurdo. Y caben, curiosamente, coincidencias disparatadas que serían inaceptables puestas en una novela o en un cuento.

La realidad real es múltiple, compleja, a menudo literalmente increíble, y con frecuencia, arbitraria. Además de lo racional y lo irracional contiene un seductor espacio que, para entenderlo y entenderme, yo llamo a-racional; un microclima donde existen cosas como el amor, la música, el silencio, y sobre todo, los misterios que a veces nos atraen y otras nos angustian sin que ningún discurso racional logre explicarlos.

Obviamente, los habitantes de una obra literaria son ajenos a la realidad real. Viven solo en el texto, y por eso están sometidos a una lógica que mal pueden eludir sus creadores sin dañar la armonía interna de la obra. Y esto ocurre no a pesar de sino porque es un mundo inventado, que no existe sino en el lenguaje. Ya sabemos que la raíz de lógica es el griego logos: palabra. En la realidad que se construye por y en la palabra, opera una lógica interior sui generis.

Un detective de novela nunca pilla al criminal por un golpe de suerte, ni acude a un adivino para descubrirlo. Qué lector lo aceptaría. En este tipo de relato, lo lógico es que haya pesquisas, deducciones, y un final ojalá imprevisto. En los cuentos de hadas la lógica varía. Se admite que un niño llegue hasta las nubes trepando por una mata de arvejas, y encuentre un castillo. Y es igualmente lógico (no con la lógica de nuestra realidad) que un gato calce botas y pueda dar trancos de siete leguas.

Subrayo el contraste: en la realidad real, una coincidencia puede hacer que el detective dé con el asesino. O que un mendigo encuentre un número de lotería y le salga premiado. A los hechos les basta ser, por inverosímiles que sean. En esta realidad, la real, existe el fuero de lo inverosímil, del azar, o lo arbitrario.

Es un fuero vedado, en cambio, a la obra de ficción. Ahí impera una lógica distinta, no exigible al mundo real. Estirando un poco el término, podría llamarse a esta “la lógica de la mentira”. Toda buena mentira necesita ser creíble: se miente para ser creído. En la ficción, lo falso se viste de verdadero. El autor crea un contexto donde resulta real que sus personajes vivan lo que en el universo externo sería irreal.

¿Quién rechaza la presencia de los dioses de la Ilíada, porque no existen en el mundo real? ¿Quién se inquieta por la salud de don Quijote luego de los golpes que recibe cuando embiste a los molinos? Eso sucede en un ámbito “de mentira”. Mentir es decir algo falso tratando de hacerlo verosímil. Vero-símil: similar a la verdad. La verdad, en cambio, no siempre es verosímil. Es verdad, simplemente, y punto.

En La metamorfosis, de Kafka, aceptamos como verosímil que Gregorio Samsa amanezca convertido en insecto. Que no sea verdad al lado afuera del libro no nos impide seguirlo dentro del espacio que su autor logra crear. Tiene una lógica propia que lo justifica. Sería absurdo, en cambio, generalizar suponiendo que “el” mundo de la ficción es uno solo. Cada ficción genera el suyo. El barón de Münchhausen resultaría tan falso moviéndose en Los miserables como Hamlet en Los intereses creados.

Sabemos que la realidad literaria está edificada por la fantasía. Es un engaño que no engaña. Entramos, no caemos en él. ¿Qué se le exige a un cuento, una novela, una obra de teatro? Hacer verosímil lo falso. Que no es de veras falso: es ficticio.

Existe una frontera entre ambas realidades. Por muy convincente que sea Edipo Rey, nunca irá al oculista. Ni Scotland Yard subirá al escenario apresará para aprehender al criminal Macbeth. Ni los admiradores de Werther vestirán luto o llevarán flores a su tumba. Qué siquiatra pensaría recostar en su diván a Segismundo. Tampoco Eurípides tendría derecho a ponerle final feliz a Medea, ni es responsable legal de los infortunios que la pobre padece. Son orbes autónomos, que no se tocan.

La visa que nos permite entrar en las obras de ficción es nuestra capacidad de imaginar lo imaginario, y de imaginarlo como imaginario. Por eso no nos acongoja el personaje asesinado en una novela policial. No es hombre ni es mujer: es personaje y desde el principio tiene la función de morir. Uno lo espera, incluso. Para que ese tipo de historia se mueva hace falta que alguien asesine a alguien. A las cincuenta páginas sin cadáver, cualquier lector protesta. El crimen no lo horroriza ahí. Es que, dicho de una manera burda, ese cadáver está hecho de papel. Papel con palabras, más exactamente.

Uno podría, en cambio, dolerse con los enfermos de lepra que describe Gabriel Miró en su novela Del Vivir. Son más humanos y menos útiles que los difuntos que investiga Sherlock Holmes. No están puestos al servicio de nada (como a algunos exegetas les deleita decir). Están porque son. Están para ser. El estilo mismo lo indica. Gabriel Miró tiene una prosa más suave, más íntima que la de Conan Doyle. En ambos casos, en ambos mundos, la forma contribuye a llevarnos a realidades literarias dispares.

La lógica de un cuento o una novela implica lo que Dostoievski llamó la libertad de los personajes. Sin ella la lógica se rompe. No es libertad en lenguaje figurado; ni hay contradicción en que sean libres seres tan solo imaginarios. Desde luego, la imaginación los crea libremente. Ella no obedece a la voluntad de su aparente dueño, igual que lo soñado no responde a las órdenes de quien lo sueña.

Benito Pérez Galdós llamó a la imaginación La Loca de la Casa. Como buena loca, actúa con gloriosa autonomía. Un cuentista o un novelista puede concebir personajes, lugares, situaciones. Pero en algún momento se vuelan y su autor pasa a ser en parte espectador. Los ve en su fuero interno como quien sigue una película. No podría forzarlos a ser o hacer lo que le venga en gana, porque los destruiría.

Él y la Loca, su cómplice, generan una historia. Ella sugiere, él afina. Lo normal es que no salga hecha de golpe. Primero asoma uno o dos protagonistas. Se insinúa una relación (conflicto le llaman los manuales). Luego se definen ciertos rasgos de carácter. A medida que el autor da vueltas a la idea en su interior, y sobre todo cuando ellos comienzan a actuar en el papel, su identidad se precisa.

Ya van teniendo biografía.

A más de un novelista, “se le escapa” un personaje que él mismo hizo vivir. Le supuso un papel secundario, y de pronto lo ve tomar vuelo propio. Hay que insistir en este lo ve, sin atribuirle connotación mágica ni poética. Todos vemos cosas en la imaginación. Vamos a hacer algo, prevemos cómo y qué consecuencias traerá, y el pre-ver (ver antes de) es ponernos frente a una especie de pantalla, mirando una película que de algún modo no está en nuestra mano cambiar.

El escritor, cuando escribe, ve actuar a sus criaturas, y al traducir sus hechos en palabras, descubre rasgos diferentes de los que él mismo supuso. Supuso, no impuso, o lo suyo sería un producto meramente cerebral. Nada de raro tendría, por ejemplo, que Cervantes haya empezado a idear y escribir el Quijote con su atención centrada en el protagonista, y que Sancho, el comparsa, fuera adquiriendo cada vez mayor vitalidad, carácter, simpatía, hasta llegar a compartir el centro de la película con su amo.

Eso es libertad.

Y es muy real el papel de espectador que un escritor asume mientras se gesta en su mente lo que va a narrar. La autonomía de la imaginación es un hecho que todos percibimos, escritores o no. A veces, cuando soñamos alguna pesadilla, quisiéramos intervenir en ella, y no es posible. Se nos niega el acceso. Aun cuando aquellas cosas ingratas suceden dentro de nosotros, no las podemos desimaginar ni imaginarlas de otra forma.

En una obra literaria, la voluntad del narrador también tiene límites. Si él es honesto, lo que ve suceder  al soñarla depende más de su capacidad intuitiva que de su inteligencia fría o su voluntad de intervenir y enmendar. No es fabricante de muñecos: es creador de personajes.

Hay exegetas que buscan sentido aun al menor detalle. Si un protagonista sale a andar y llueve, escarban la intención del autor, qué quiso sugerir al poner lluvia. Es posible, y probable, que en el momento de escribir, al observar la escena él simplemente viera en su imaginación que llueve. De haber escrito en otro momento, pudo haber visto sol. No los pone, sino los ve y nos cuenta lo que vio.

El poder del escritor tiene vallas hasta cierto punto voluntarias. Cuando uno decide competir en tenis, acepta el rayado de la cancha y la lógica del juego. Al hacerlo renuncia a otras opciones (otros deportes, por ejemplo). Y ahí justamente está la gracia: en moverse dentro del espacio y las normas propias de esa realidad.

Si el novelista imagina a un personaje inicuo, destemplado, violento, no es lógico que luego él mismo (no la trama) lo convierta a la fraternidad universal. A cualquier lector le suenan falsos los arreglos “desde fuera”. No acepta desenlaces felices por injerto. En ese sentido, el autor nunca es dueño de obligar, por su arbitrio, a un malo a convertirse en bueno: lo cambiaría de cancha. Lo pondría a jugar fútbol con raqueta.

La voluntad, la deliberación, el cálculo suelen cumplir una función menos importante de lo que muchos exegetas suponen. Cuando el proceso creador emprende vuelo, el imperio de la razón sobre la facultad de imaginar es relativo. La lógica interna domina a la externa. No creo verídica la imagen del escritor que mide, calcula, busca efectos. Quizá los haya. Pero, a la inversa del cine, la pieza literaria  es una película sin director, y los actores gozan de natural autonomía.

Meter cerebro ahí sería artificio más que arte.

Para explicarnos mejor la diferencia, podríamos plantear el asunto en términos distintos, pero armónicos, con la idea de realidad real y realidad artística. Es obvio que si colgamos en la pared un paisaje donde salte una cascada, esa agua no nos va a mojar el piso. Ni subirá la temperatura mientras leemos Lawrence de Arabia. Ni se nos va a volar el pelo viendo representar La tempestad de Shakespeare.

Eso ya lo sabemos (aunque no siempre lo tengamos presente).

Repito: a un lado y otro de la frontera entre realidad real y realidad artística operan leyes de diversa índole. La de gravedad obviamente no rige dentro de las pinturas de Miró, ni en las de Marc Chagall, ni –mucho antes que ellos–  en las de Jerónimo Bosch. Tampoco en los cuadros (realistas, sin embargo), de Velázquez o Rafael. Podemos ver al manteado de Goya volando por el aire, pero jamás lo veremos bajar. En un cuadro, el movimiento es inmóvil. Ese instante, el  del manteo, será perpetuo. Ahí, Newton no manda.

Las obras de arte ocurren  en un tiempo que no existe fuera de ellas.

Si lo pensamos bien, hay algo de cosa bruja en que, cada vez que uno abre la página equis de La Odisea, presencie el encuentro de Ulises con Nausícaa, y pueda volver a seguir su peripecia. Todo lector posee el privilegio del regreso. Cuando re-vive un relato, hace que escenas y personajes surjan ante él de nuevo, de nuevo, de nuevo. Maneja el tiempo interno. Con solo que reabra el libro, la historia vuelve a comenzar.

Cuando se piensa en este mundo de maravilla que es lo arracional, duele ver que alguien se empeñe en racionalizarlo. Infligir esta noción a un estudiante puede tener un efecto de vacuna. Es más fácil objetivar, analizar, pero no acerca a la auténtica apreciación de una obra. Ningún análisis explicará el valor íntimo de una sonrisa o de un nudo en la garganta. Igual que la obra literaria, no pertenecen al ámbito racional, sino al misterioso recinto de lo arracional.