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9 de junio de 1996
Por Verónica Vergara
Guillermo Blanco Martínez, atrevido-tímido escritor y periodista de vida algo retirada de cócteles y farándulas. Comprometido con la palabra, con su porfía, con su cabeza, su estómago y su sangre española, sufre cada vez que uno de sus libros sale de imprenta. Su último “hijo“, El humor brujo.
“Tengo un libro que se llama la enciclopedia de la estupidez, un libro sobre grandes errores que han cometido los grandes generales. Tengo el libro de las listas donde aparecen, por ejemplo, diez artistas famosos que murieron antes de los treinta años, diez personas que murieron en la tina de baño. Tengo libros con esas cosas disparatadas que dicen los niños en los colegios. Libros de anécdotas, de planchas…”. Guillermo Blanco tiene libros. Libros que busca, encuentra, compra, lee y colecciona. Libros que escribe.
¿Usted también tiene dichos?
Me encantan, tengo refraneros para tirar para arriba.
¿Alguno que lo marque?
No, a mí no me marca nadie, las marcas son para el ganado. Hay dichos que encuentro clásicos. Uno que decía mi abuela materna cuando había problemas: “Éramos muchos y parió la abuela”. O, el colmo de la mala suerte es como el que cae y se aplasta.
Hijo único, nieto único de su abuela materna, bisnieto único de su bisabuela, que vivió hasta que él cumplió los treinta y tantos años. Sobrino único de sus tías por el lado de su mamá. Guillermo Blanco, único. Admirador de Sócrates. Escritor, periodista –cubrió la guerra de Vietnam-, profesor, miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua y del Consejo Nacional de Televisión…
¿”Sargento 1° efectivo, especialista en explosivos”?
Sí. Con ese puesto salí después de que hice mi servicio militar. Me lo dieron porque un día mis compañeros estaban construyendo un puente para dinamitarlo. Y con Lucho Larraín, un amigo, decidimos que eso no era para nosotros. Hacer un puente para deshacerlo, ¡imagínate! Así que nos fuimos a tender a unos matorrales. Estábamos tan bien que nos pusimos a cantar una ópera italiana que había inventado Lucho: “Fal-óooopio”. Cuando de repente miramos y había un sargento parado delante de nosotros. Bueno, de castigo tuvimos que colocar los explosivos, tender el cable y hacer volar el puente.
Arreglaban y desarreglaban el mundo. Grandes amigos nacieron durante el servicio militar.
“Con ese grupo hicimos la revista Amargo, que ahora celebraría sus cincuenta años”. Una revista que vendían y la compraban ellos mismos. “La imprimíamos en un taller de monjas porque nos salía barato. Hacíamos el diseño, yo me encargaba de la mayoría de las portadas. Diagramábamos y hacíamos la corrección de pruebas“. Escribían casi todo, el resto quedaba para los colaboradores: Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Jaime Eyzaguirre y… León Felipe. “Cada vez que leo sus versos me arrepiento”. De no haberlo ido a ver. De no haber ido por lo menos a darle la mano cuando vino a Chile. Su timidez fue tan egoísta que no le dejó ir con el resto de sus amigos que partieron a entrevistarlo. Él no se atrevió.
Valiente tímido liberal. Español de sangre, alma y acción. “Toda mi vida he sido un rebelde. Lo que pasa es que no lo cacareo… El fuerte sentimiento de culpa, eso viene de mi crianza a la española. A mí cuando chico se me apretaba aquí –muestra su garganta a la altura del nudo-. La palabra arrepentimiento era un proceso enorme, muy intenso. Pero mucho peor era no arrepentirse.”
No sólo se compromete con la palabra escrita. “Para los españoles dar la palabra es una cuestión que compromete a concho. Aquí los chilenos no le hacen mucho caso”.
Nació en Talca en 1926. Y sólo hasta los ocho años le duraron sus paseos al río Claro con sus amigos, sólo hasta los ocho años le duró su vida de braseros y pan amasado. Sus padres decidieron venirse del campo.
Fue así como este “trasplantado” llegó a Santiago a estudiar al Instituto de Humanidades Luis Campino. “En arte me sacaba puros sietes. Pero en matemáticas no me iba bien por una razón que he descubierto después: soy malo para los números, se me dan vuelta. El 72 se me vuelve 27. Soy disléxico para los números”.
No para las letras. Fue en el Luis Campino donde conoció a Roberto Guerrero, su profesor de literatura. Ahí donde le presentaron el Diálogo de la muerte de Sócrates. Ahí donde nació su amor por el porqué de las cosas. Ahí donde empezó su incontrolable necesidad por escribir. A los nueve años escribió su primera poesía. Sesenta años después, con un computador y el pelo blanco, escribió un nostálgico retrato de los años 30, El humor brujo.