Discurso al recibir el Premio Nacional de Periodismo
Santiago, octubre de 1999
Quiero compartir con ustedes algunas reflexiones en torno a dos puntos que me conmovieron, y me conmueven, muy especialmente desde que leí el fallo del jurado. Al fundar su decisión de darme el premio, se alude a mi labor docente y a mi defensa de la libertad y los valores democráticos. Habría sido difícil encontrar otra mención capaz de llegarme tan adentro y de echar a volar, juntas, mi gratitud, mi imaginación, la raíz misma de mi condición humana.
Sobre esos ingredientes del fallo pretendo hablar ahora.
Primero, la libertad. Siempre primero la libertad.
En este tiempo nuestro, en que la vida en común parece convertirse en un juego de egoísmos conjugados, no es raro que se considere la libertad de expresión como una especie de privilegio individual que recibe, más o menos, por gracia, el periodista. Así, de algún modo, la sociedad a cuyo servicio trabajamos, nos dejaría hablar de puro amable que es. “Diga no más. Esta es su casa”.
Falso.
Un país se forma, entre otras cosas, de opiniones, visiones, sueños de su gente. Empezamos a ser y a hacer país al compartir algunos fundamentos esenciales. El amor a la tierra, por ejemplo, está al principio y empapa nuestra historia. También reconocemos huellas que el pasado nos lega, y sin sentirlo, y de nuevo con amor, vamos aguachando las que han de convertirse en tradiciones y raíces.
Por dentro, o por debajo, el proceso de hacer país es obra del amor, aunque a veces pueda pasársenos por alto y solo percibamos la epopeya. Muy en el fondo, uno ama a su país por instinto, con esa maravillosa motivación no razonada, ni racional –tampoco irracional- de los amores grandes. ¿Por qué quieres a Chile? Porque sí. Pero, ¿por qué? Porque Chile es Chile y yo soy yo.
No hay otros argumentos, y de haberlos, jamás serían mejores.
Quizás si el ser humano nazca con el instinto de amar más allá de lo obvio.
¿Amar qué? En la patria se ama un algo donde se siente que hay algo de uno mismo, que podrá ser una forma semejante de mirar la vida o de sentirla, o quizá de ser un indefinible modo de ser que compartimos.
Frente a lo inexplicable de este amor y de este modo de ser, la facilería engendra cúmulos de lugares comunes: da título de chilenidad al hecho de necesitar cordillera, o al de experimentar nostalgias si no la tienes frente; a la picardía típica del criollo (que no es menos típica del español, del francés, del vietnamita: que es picardía típica del ser humano). Y sigue la facilería describiendo al chileno como un valiente inevitable, ingenioso, y por cierto hospitalario, además de venir provisto de una estupenda virtud: lo “sufrido” que es…
Creemos en todo eso, aunque no sea enteramente cierto. De algún modo, por creerlo, comienza a estar menos lejos de ser cierto. Vamos haciéndolo verdad al responder nosotros, en los actos, a la idea que en los mitos cultivamos de nosotros mismos.
¿Cómo se forman las “Imágenes”? ¿Cómo hicimos nación de lo que solo era un territorio y grupos de personas?
La opinión libre es, más que todo, lo que hace hacer país. Un río no es lo mismo visto con ojos de agricultor que de ingeniero, o de poeta o de ecologista. Sí, esa agua puede usarse en el riego. Y tal vez convenga construir un puente para cruzar de una ribera a la otra. Pero a cambio del puente o del riego, ¿vamos a perder la belleza que discierne la visión del poeta? ¿O vamos a desoír al ecologista y a perder aquella agua, consumiéndola como si fuera eterna?
Chile se ha ido haciendo país por y en la libertad de intercambiar ideas y de sabernos unos a otros. Un país siempre será producto de información que se trasmite y opiniones que se cruzan. In formación y opiniones que deben circular libres, como circula libre el aire que respiramos todos. Nadie posee la verdad: la construimos en común.
El periodista, cuando comprende y ejerce bien su oficio, es eficaz intermediario de las ideas que luego de enfrentarse en el debate, pasarán a construir la manifiesta voluntad de su nación. Ni la bandera ni otros emblemas o entidades abstractas podrán jamás reflexionar por nosotros. Tampoco los abanderados. Acaso simbolicen lo que sentimos, pero ¿cómo podrían traducir lo que pensamos o lo que deseamos? Tampoco existen concesionarios de la patria, capaces de interpretar la casi infinita variedad de ideas que enriquecen el espíritu de un pueblo, a fuerza –y a causa: nunca es sano olvidarlo- de la diversidad de quienes le dan forma.
Un país es hijo de sus hijos, realmente.
Entonces no es porque sí, ni para sí, que el periodista ha de ejercer en libertad: su libertad está en la base del servicio que presta. Lejos de ser un privilegio personal, el que sea libre es garantía de eficacia de un servicio que presta. Para que el país pueda saber, reflexionar y decidir por sí mismo –para que ejerza su soberanía, y no que se la ejerzan-, no deberían interponerse trabas en el acceso a la información, ni deberían existir opiniones proscritas.
Si el mundo de hoy acepta que la oferta y la demanda regulen los precios y los sueldos, ¿por qué no permitir que las ideas se ofrezcan con igual libertad, para que la demanda elija con independencia entre ellas?
Extraño es que, cuando ya acaba un siglo que ha demostrado porfiadamente lo contrario, algunos quieran radicar la libertad solo en el precio y la circulación de artículos para el consumo, y olviden la primicia de lo humano. Podemos comprar y vender como nos dé la gana ¿pero no pensar según nos dicten nuestra razón y nuestra opción de vida, o como nos sugieran otros que ven algo distinto? ¿Qué libertad viene a ser esa? ¿Dejaremos libres la codicia, el capricho, el egoísmo o, más sencillamente, las ganas de poseer, y no nuestra capacidad de aportar al bien común y de soñar futuros distintos, y proponerlos, y discutir sobre ellos, y al final resolver?
La libertad, la grande, es una invitación a ser humanos. Se sabe de animales que se asocian. No se sabe de animales que discutan. Quizás por eso, las hormigas construyen siempre los mismos hormigueros y juntan siempre las mismas provisiones, y en definitiva, serán siempre las mismas hormigas.
Sí; en un momento oscuro de nuestra historia, algunos de nosotros defendimos la libertad de expresión y los valores democráticos. Pero no fue para nosotros. O, seamos justos: también fue para nosotros. Queríamos ser libres para vivir en un país libre. Durante años trabajamos por conseguir que Chile supiera del resto del mundo y de sí mismo, incluso a pesar de… Trabajamos por que fuera capaz de pensar y decidir su destino aunque… Trabajamos por ilustrar su libertad interna en medio del silencio y de la sombra, para cuando ya no hubiera sombra ni silencio.
Y en cuanto pudo, el país dijo: no.
El otro punto que deseo tocar, brevemente, es el ejercicio de las docencias: me alegra el comprobar que ella resulta inseparable de la misma noción de libertad. Si algún mérito hay en mí es haber comprendido muy pronto que enseñar es abrir diálogo, y diálogo entre libres.
Se dialoga, además, de persona a persona. Nunca hablo con un curso: hablo a, con y para cada alumno. Lo haré bien o mal, pero lo hago así, y estoy cierto de que es bueno. Entiendo que cuando uno enseña, lo que hace es ofrecer caminos. Enseñar en su origen, consiste en eso: entregar señas. De ahí en adelante, la decisión escapa al profesor. Siempre será acto libre del alumno. Va a ser ella o él quien elija.
No podría ser de otro modo. Cuando uno ayuda a aprender la que es por esencia una profesión de libertad, ¿cómo podría hacerlo sin tener una actitud de respeto hacia la autonomía ajena, ni reconocer de partida que lo que vayan descubriendo es un bien poseído en común por el alumno y quien trabaja junto a él?
La docencia y el periodismo son vocaciones fuertes. Es más bien obvio que pocos serán los que la sigan por razones de lucro. Es otra cosa. Es siempre una de esas cosas que enriquecen la vida. Periodismo y docencia comparten su enorme cercanía con lo humano. Cada una a su modo son formas de servir, ni en una ni en la otra es posible servir de rodillas. Dejarían de ser simplemente. De rodillas no es posible el servicio en ninguna de las dos.
Por eso me conmueve que el jurado discerniera en mi trabajo periodístico lo que ha sido, no diré mi propósito porque estaba antes de existir propósitos. El amor a la libertad y a la docencia era y es un modo de ser quien soy. Cuando en un tiempo oscuro la libertad se vio encogida, arrinconada en nuestro país, no pude no poder trabajar por ella con todas mis fuerzas.
No deja de maravillarme que el jurado descubriera esto que tuve por una especie de secreto. Maravilla que me lo pillaran y maravilla mayor que hayan creído, además, que lo hice bien.
Para colmo de bendiciones, recibo el premio en compañía de personas tan merecedoras de los suyos, tan apreciables y apreciadas, que para mí constituyen un honor de yapa el estar aquí junto a ellas y que mi nombre figure junto al suyo. ¿Cómo no dar las gracias? ¿Cómo no agradecer profundamente el que a uno lo premien por hacer aquello que era imposible no poder hacer?