Revista de Libros, El Mercurio
24 de abril de 1994
Por Pedro Pablo Guerrero
Una sutil y cariñosa mirada a la infancia ofrece la más reciente novela del escritor Guillermo Blanco En Jauja la Megistrú (Editorial Los Andes, Santiago, 1993). Talquino de nacimiento (1926), el autor de obras tan inolvidables como Gracia y el forastero -que sólo en 1993 vendió más de 100 mil ejemplares- y Cuero de diablo, evoca en su nuevo libro recuerdos de provincia.
Aunque vive en Santiago desde los ocho años, Guillermo Blanco aún se siente un trasplantado. “Soy provinciano de adentro”, confiesa en su casa de Ñuñoa, acogedora y fresca como caserón de campo, rodeada de árboles entre cuyas ramas todavía canta los pájaros. Su último libro, En Jauja la Megistrú, es un saludo nostálgico y lleno de ternura a esa infancia talquina que nunca ha podido olvidar. En la obra viven el recuerdo de sus padres, la presencia de los ancestros españoles y un cariño por los animales que persiste hasta hoy.
Un inesperado origen tuvo esta novela, según su autor: Quise hacer un cuento en torno a la erupción del volcán Quizapu en Talca, allá por el año 1931, la más grande que se registra en la historia de Chile. Como estaba en un fundo próximo a la cordillera, me tocó verla desde relativamente cerca. Fue un espectáculo maravilloso. A medida que averiguaba datos para completar mis recuerdos, se me fueron ocurriendo más cosas y en una de éstas la historia creció y se convirtió en novela. Tanto aumentó, que debió quitarle casi un tercio de páginas antes de publicarla: Me había engolosinado mucho con los recuerdos. El libro está escrito con nostalgia, aunque se trata de una nostalgia muy alegre. Esta palabra tiene la etimología “algia”, que es “dolor”: significa, por tanto, “dolor de lo nuestro”. Pero este sentimiento es al revés. Habría que inventarle un término sin “algia”. “Nosteia”, podría ser. Refiriéndose al amor casi franciscano por los animales que siente el niño protagonista de la novela (Lute), Guillermo Blanco explica: Es que yo me crie con ellos. Mis padres eran muy querendones de los animales. Tuve perros, gatos, queltehues, una cabrita. La gallina que adopta el niño en la novela es real. Yo hasta ahora, cuando voy caminando por la calle, le converso a los perros y de repente me dan ganas de pedirle permiso al dueño de alguna casa para que me deje jugar con el que tiene. Aclara, en todo caso, que no se trata de una niñez idealizada: Mi infancia fue absolutamente feliz. Eso existe y hay gente que tiene el prejuicio de que la literatura sólo debe contar cosas tristes. No es que en este libro no pasen, pero la felicidad no consiste en la ausencia de hechos penosos, sino en una cosa más de fondo, una especie de armonía básica. Yo la viví de niño y la quise reflejar: una infancia feliz incluso en medio de los temblores del volcán, cuando yo estaba entretenidísimo mirando las luces en la noche. Así es la invulnerabilidad de la infancia.
Descendiente de españoles “por los cuatro costados” –todos sus abuelos-, el autor recuerda especialmente a la abuela paterna, retratada con gran nitidez en la novela: Esa parte es casi ciento por ciento autobiográfica. Ella era un verdadero pozo de refranes. Sabía montones. También era muy toscota de trato, aunque yo era su nieto regalón. Tenía el aspecto de una reina sentada en su trono. Su presencia en la obra es lo que yo llamo un acariciar con la memoria. Acerca del papel que juega la realidad en su libro, asegura: No la necesito. Hay escritores que investigan la realidad; yo no lo hago nunca. Creo que uno debe escribir con los recuerdos, no con lo que ve. Luego esa verdad tiene que convertirse en cuento, en mentira. Si yo narrara todo lo que me pasó cuando niño, serían memorias y resultaría algo muy latoso para alguien que no fuera yo. En este libro, en cambio, traté de construir una historia. No es una historia de suspenso, pero creo que tiene cierto argumento y ahí está la diferencia: la vida no tiene argumento. Respecto de la curiosa deformación de los vocablos ingleses en el texto, explica: Hablo de “jol” y no hall porque me pongo siempre en la perspectiva del muchacho protagonista. Eso es lo que él oía. Lo ismo el “ti-rum”, que era una institución en Talca: el tea-room del Palet. El niño es analfabeto. Además, el lenguaje de la gente de campo era distinto y me llamaba la atención. Por todo esto, me pareció razonable transcribirlo fonéticamente. Consciente de que sus temáticas no son las mismas que abordan los narradores chilenos más jóvenes, afirma diciendo: Yo hago lo que me sale y voy a seguir haciéndolo. Si resulta pasado de moda, qué le voy a hacer. Uno tiene que ser como es, nomás. Eso lo tomo con mucha naturalidad, no me complica. Sonríe poniendo cara de suspendo cuando se le pregunta si piensa abordar literariamente la experiencia de las últimas dos décadas: Eso ya viene, ya viene. Tengo algunas cosas por revisar. No es que me haya ido atrás en el tiempo. Me interesa mucho más explorar los “porqués” que los “qué”. Alguna vez, haciéndole el prólogo a un librito de cuentos que nunca publiqué, yo sostenía, al contrario de la frase evangélica: “por sus obras no los conoceréis”; los conoceréis por sus razones”. Esa es la parte que a mí me interesa: los motivos, el mundo interior. No soy un contador de peripecias. Asume que en sus libros cuesta encontrar personajes extraordinarios o heroicos y, para explicarlo, Guillermo Blanco recurre nuevamente a las etimologías, que tanto le gustan: La palabra “héroe” viene del griego. El héroe entre los griegos era un semidiós. Entonces, cuando nosotros llamamos “héroe” a un hombre estamos haciendo mitología y eso lo rechazo. Dicho de otra forma: yo empecé a sentirme cerca de Bernardo O’Higgins cuando supe que tenía defectos.
Siguiendo a uno de sus autores más admirados, resume su concepto de humanismo: Creo que la grandeza del ser humano no está en matar a otros ni en morir por la patria, sino en “vivir por la patria”, como decía Miguel de Unamuno. Dar la vida por la patria no es dejarse matar; es entregar cada día. Creo que si no tuviéramos tantos héroes a lo mejor no seríamos tan violentos, pues tendemos a identificar el heroísmo con la violencia. Respecto de su propia experiencia en el periodismo y de relación con la literatura, el autor sostiene una opinión decididamente favorable: No creo que la vocación de periodista se oponga a la de escritor. Tampoco pienso que la dañe. Si uno empieza a leer a los novelistas españoles del siglo XIX, la gran época de la novela, se da cuenta de que muchos de ellos fueron también periodistas: Benito Pérez Galdós, Leopoldo Alas (Clarín), Juan Valera, Pedro Antonio de Alarcón, Ramón del Valle-Inclán, Pío Borja. El mismo Ortega y Gasset escribió casi toda su filosofía en artículos. ¡Su filosofía! La literatura y el periodismo tienen elementos comunes, partiendo por el lenguaje referido a la vida, que es muy fuerte. Embarcado en el proyecto de escribir una crónica sobre los últimos días de Miguel de Unamuno –gracias a una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores de España-, Guillermo Blanco permaneció dos meses investigando en Salamanca. La razón de su incansable actividad la da él mismo: En el fondo, creo que escribir es siempre pelearle a la muerte, llevarle la contra. Yo voy a morir pero ahí están mis libros. Es maravilloso encontrar jóvenes que sienten afinidad con Gracia y el forastero, una novela que escribí a los venintitantos años, pensando en los adolescentes de mi tiempo, al como En Jauja la Megistrú la hice pensando en los niños de cuando yo era niño.