Clase Magistral Universidad de Talca
En el acto de recepción de la medalla Abate Molina
Talca, 7 de abril de 2004
A veces le preguntan a uno por qué escribe. El preguntado se sorprende, casi siempre. Escribir –piensa– es un acto sin porque. Tampoco es fácil dar respuesta a ¿por qué vive? Ni razonar una sonrisa; ni explicar por qué A se enamoró de B y no de otra persona; o por qué a algunos nos gusta escuchar la música del agua en instrumentos como una cascada, un estero entre piedras, o la lluvia.
¿Por qué escribe?
Si lo arrinconan, uno busca la ficción de una respuesta: «Como me cuesta abrirme a los demás, le hago mis confidencias al papel». O: «Escribo porque siento». O: «Porque tengo la vocación de la palabra». Y/o: «Porque me importa lo que pasa” (y para evitar que pase, en el sentido de irse sin dejar un rastro).
En fin, viene la tentación de contestar a la española: «Porque me da la gana» (que es más sabio de lo que aparenta, siempre que no sean ganas nacidas de soberbia o de capricho, sino esas ganas amables que nacen del anhelo, la energía interna; de no aguantarse los impulsos, de urgencia de parir lo que te crece dentro)…
Todo esto es verdad, y sin embargo no contesta a lo que busca la pregunta. Contestaciones así dejan intacta la curiosidad que les dio origen. No era lo que el preguntador quería saber. Quizá ni él mismo sepa qué quería.
Replicar sabiamente «porque sí» podría abrir algún resquicio para aclarar la parte que esto tenga de aclarable.
Revivir las correhuelas
En mi caso, escribo porque y cuando algo interior golpea a la puerta tratando de salir. El primer –no sé si llamarle intento– lo hice a los nueve años, en la pieza de pensión donde vivía con mis padres. A esa edad se sueña cualquier cosa. Yo soñé unos versos. Muy malos: no hace falta decirlo. Los guardo para ejercitar la modestia:
Yo tengo un hermoso caballo alazán…
Nunca tuve un caballo alazán. ¿De dónde, entonces? ¿Por qué escribí eso? ¿Por qué escribí, siquiera? A los buscadores de porqués tal vez podría explicarles que viví un tiempo en el campo. Me asignaron un caballo; ajeno, por supuesto (no mi caballo). Era muy manso y muy viejo. En él salía a recorrer, simultáneamente, sitios reales y la aún real comarca de mis sueños.
Esto me ocurrió en Talca. Ya en Santiago, en la ciudad hostil, eché de menos lugares, nombres, olores, el sabor íntimo del aire. De ahí habrán venido los versos. No evocaban “cosas de verdad”; sí contenían la verdad de la nostalgia, mal dicha, pero en fin. Lo que soñamos no es menos experiencia que “las cosas” que nos pasan. En parte, escribir es volver a soñar, pluma en mano (tecla en mano hoy día) algo que puede ser un sueño o un hecho que el tiempo ha vuelto sueño.
En el caso de mi caballo, sería absurdo creer que conscientemente me haya dicho: «Voy a recrear esa imagen «. Era muy chico para usar palabras tan grandes. Pero podría llegar a los noventa y nunca escribiría un cuento por razones explicables. No son razones las que empujan: son motivos (motivo es lo que mueve). Desde entonces creo que escribir es el sencillo, casi autónomo encuentro de algo que vive en el interior de uno con una forma de decirlo.
Una forma, no la forma, porque hay muchas posibles.
También habré escrito aquella vez porque estaba y me sentía solo. Vivíamos en una pensión, ya dije. Mis padres llegaban tarde del trabajo. La timidez me impedía jugar con otros niños: En cambio me encerraba en una pieza donde apenas cabían tres camas, dos veladores, un ropero.
Éramos familia pobre, aunque no me faltaron juguetes: durante años no solo fui hijo único: también sobrino, nieto y bisnieto único. Suena a metáfora barata –y lo es, pero es más que eso porque expresa una verdad–: hubo otro juguete, de esos que nadie le regala a uno y nadie, tampoco, sería capaz de quitarle: la imaginación.
Jugaba con ella ya desde el tiempo que pasé en la afable Alameda de Talca. Ahí fui explorador, guerrillero de Manuel Rodríguez, cowboy… Y quizá si hasta dueño de un hermoso caballo alazán. Después emprendí unos vuelos parecidos a esos, cruzando paredes de la pensión santiaguina; y los mismos y otros sueños rompían un poco la soledad del cuarto triste.
De cuando en cuando, mi imaginación y yo volvíamos a nuestra ciudad de origen. Revivíamos una Talca secreta en su sosiego. Repetíamos viajes por el Maule. Explorábamos las orillas de mi íntimo río Claro (ese sí que era mío). Éramos niños, mi imaginación y yo. No los niños que habíamos sido allá. Nadie se repite, nunca. Era distinta y la misma la mirada al mar crespo de Constitución, y al campo donde pasé algunas de mis primeras experiencias con la libertad.
Experiencias, palabras forman parte del trío que es vivir, revivir, escribir.
Recuerdo –revivo– un hallazgo que jamás pierdo de vista. Caminando hacia el colegio (un poco a la rastra, al principio), me fijaba en unas flores blancas, silvestres. Crecían en esa Alameda ingenuamente tosca, sin jardinear ni urbanizar aún. Las veredas eran de alquitrán y el alquitrán se agrietaba, y entre las grietas vi con frecuencia aparecer alguna de esas plantas. Su vitalidad se abría paso a través y a pesar del asfalto. Algún día pregunté a mi madre:
–¿Cómo se llaman?
–Correhuelas.
Desde entonces me pertenecen con una propiedad secreta, no privada ni excluyente. Me hice dueño del nombre, la música, el aire, la apelación al vuelo que el sonido trae en sí. Correhuela; corre, vuela: disfrutaba al decirlo. La Alameda latía en la palabra. Me llevé a las dos de contrabando a Santiago. Usando una metáfora algo impúdica, podría decirse que viajé con la maleta llena de correhuelas. Después, me impresionaba verlas brotar en mis recuerdos, dentro de aquella pieza de pensión. Sin yo ponerlas aparecían también, porfiadamente, en mis composiciones escolares.
No poetizo. Cualquiera puede tener experiencias semejantes: La magia existe, aunque (o porque) no podemos medirla, tocarla ni pesarla.
Adquirían importancia las palabras. Además de bautizar cosas, lugares, o personas, eran partes de vida que se quedaban a vivir en mí. Me era posible revivir lo vivido. Nunca tal cual, repito: revivir no equivale a vivir: la memoria nunca lo guarda todo. Elige. No hace volver a ser al ser que fue. Al recordar lo resucitamos a nuestra manera. Recordar es traer de vuelta al corazón, y el corazón pone su parte en el recuerdo. Lo retoca sutilmente desde su afecto o su nostalgia.
El nombre de las correhuelas se me hizo uno con la flor. Sin darme cuenta, escribir la palabra era una forma de llamarlas. Mucho después, al hojear cuadernos viejos, mis imágenes de Talca venían a verme (y a que yo las viera), en respuesta a un conjuro del cual entonces no tuve aún conciencia. Correhuela, abracadabra.
La Loca de la casa
Ya entonces la Loca de la casa, como llamó Pérez Galdós a la imaginación, se entretenía y me entretenía insinuándome invenciones al oído. No es que yo «me inspirara” en todo eso, como dicen algunos aficionados a concretar, por no decir mecanizar, lo abstracto. En latín, inspirare (“infundir, soplar en o sobre”) implica intervención externa.
Estar inspirado fue lugar común muy común en una época. El escultor, el escritor, el pintor, el músico, esperaban el descenso de la inspiración. Algunos se la pedían a las musas. Inspirarse y sus derivados olieron cada vez más a Olimpo de cartón piedra, y ya en el siglo XIX –al empezar el ocaso de la fórmula– sugerían una intervención divina sobre cuya eficacia tenían serias dudas incluso los usuarios.
A ojos de los exégetas del utilitarismo, inspirarse es adquirir o ir a buscar tema en algún sitio. Del modo en que lo dicen suena a acto frío, fabril (abastecerse de materia prima con que elaborar el producto). Los estudiantes que preguntan dónde se inspiró un autor parecen hablar con voz ajena. Se sospecha que un ventrílocuo les mandó buscar algo sin explicar qué, y por boca de ellos lanza la frase:
–¿Qué lo inspiró para?…
¡Inspirarse para!
Si alguien con sensibilidad quisiera inspirarse, ¿lo movería un para? ¿Tan poca cosa somos que ni siquiera escribir es desinteresado? Inspirarse no puede ser obra deliberada de la voluntad ni de la razón, ni existe un método que lo consiga. ¿Habrá algún escritor que se siente ante el computador y resuelva: “Ya: voy a inspirarme”? Y el paso siguiente ¿será acudir a Internet?
De la interpretación espiritista hemos pasado sin mucha pena y con escasa gloria a la interpretación mecánica de inspiración. El problema no es con cuál tesis quedarse: es decidir cuál de las dos tiene menos que ver con el auténtico proceso creativo.
Una pregunta de rutina que suele acompañar a ¿en qué se inspiró? es:
–¿Corresponde este cuento, esta novela suya, a una experiencia real?
¡Qué más real que escribirlos! ¡Qué más experiencia que sentirse solo, soñar, y de pronto (como quien dice) ver suceder o sentir que la fantasía le gesta dentro una historia; vivir por un tiempo imaginariamente entre seres humanos que no importa un pito si existen o no existen: acompañan!
Una verdad “de mentira”
El acto de escribir ficción tiene dosis de encuentro y de mentira.
El encuentro de ideas o imágenes con las palabras se da en forma espontánea, o se trataría de un artificio. La conciencia no interviene (está, observa). A veces ni siquiera percibe el proceso mientras está ocurriendo. Vuelvo al ejemplo de las correhuelas. Si me perdonan la figura fácil, el lenguaje viene a ser un espejo de agua viva capaz de reflejar seres, lugares u objetos externos. Rostros, sentimientos, sensaciones, historias, paisajes se copian en la superficie (en este caso, la hoja de papel) y adquieren una forma que es y no es la real. Una forma que está, sin estar, en el espejo.
Tampoco una es remedo de la otra. Son realidades distintas, y es esencial comprenderlo. Comprender con la intuición; y si la razón pide entender, dejarla con las ganas, por intrusa.
Vivimos dentro de una de estas dos realidades, que nos sujeta a normas propias de lo que llamamos mundo. Necesitamos, por ejemplo, respirar, comer, beber. Si un objeto pesado se deja en el aire, cae. Si hace calor en un punto y frío en otro, sopla viento. Las materias opacas impiden ver a través de ellas. Nacemos y nos criamos con la certeza de la muerte…
En este mundo –llamémosle exterior a la obra de arte–, no hay relojes derritiéndose, como en un cuadro de Dalí. Ni se resuelven problemas con varitas de virtud como en un cuento de hadas. Tampoco es todo racional. Al revés. Existe un amplio espacio (demasiado) para lo irracional. Caben la violencia, la injusticia, el absurdo. Caben, curiosamente, coincidencias disparatadas que serían inaceptables en el universo imaginario, pero no arbitrario, de una novela, un poema o un cuento.
Así es la realidad: compleja, múltiple.
También existe, sin embargo, un espacio que llamo a-racional; un universo dentro del espejo del que hablé, donde actúan el amor, la música, el silencio. El amor no tiene normas ni obedece a razones; la música nos atrae sin que logremos entender por qué: el silencio a veces nos seduce y otras nos angustia. Y no existe explicación racional para ninguna de estas y tantas otras percepciones que, sin embargo, son la sal de la vida.
Quienes habitan una obra literaria son seres de ficción, y por eso están sometidos a una lógica que sus creadores no pueden eludir sin dañar la armonía interior. Y esto no ocurre a pesar de sino porque es un espacio inventado, que solo se da en las palabras. Sabemos que la raíz de lógica está en el griego logos: palabra. O sea, en la realidad que se construye por y en la palabra, opera una lógica interior que concierta al conjunto.
Un detective de novela nunca pilla al asesino por un golpe de suerte, ni acudiendo a los servicios de un adivino. Qué lector aceptaría algo tan ilógico. En este tipo de relato, lo lógico es que haya pesquisas, deducciones, desenlace ojalá imprevisto. En los cuentos de hadas funciona otra lógica. Se admite que un niño llegue hasta las nubes trepando por una mata de arvejas y ahí encuentre un castillo. Y es lógico (no con nuestra lógica de uso diario) que un gato calce botas y pueda dar trancos de siete leguas.
Subrayo el contraste: en la realidad real, una simple coincidencia puede hacer que el detective descubra al asesino por chiripa. O que un mendigo encuentre un número de lotería que le salga premiado. Por inverosímiles que sean, a los hechos les basta ser. En esta realidad existe lo que podríamos llamar el fuero de lo inverosímil.
El mismo privilegio está vedado a la imaginación creadora. En una obra de ficción es ineludible que impere una lógica que no sería cuerdo exigir al mundo real. Estirando un poco el término, podría llamarse a esta la lógica de la mentira. Toda buena mentira necesita ser creíble: si se miente es para ser creído. Lo falso se disfraza de verdadero cuando se intenta engañar.
El autor crea un clima, un contexto, donde resulta real que sus personajes vivan situaciones que en el universo externo serían irreales.
¿Quién rechaza, en la Ilíada, la presencia de dioses solo con el pedestre argumento de que no existen? ¿Quién se alarma por la salud de don Quijote luego de los golpes que recibe cuando embiste a los molinos? Esas cosas suceden en un universo “de mentira”. En su acepción más elemental –no olvidemos–, mentir consiste en decir algo falso tratando de hacerlo verosímil. Verosímil: similar a la verdad. La verdad, en cambio, no siempre es verosímil. Es verdad, simplemente.
En La metamorfosis, de Kafka, es verosímil que Gregorio Samsa amanezca convertido en insecto. Sin eso no habría novela. El que no sea verdad, y lo sepamos, no nos impide seguirlo en el espacio que su autor logra crear. Tiene una lógica propia que lo justifica. Sería absurdo, en cambio, generalizar suponiendo que “el” mundo de la ficción es uno solo. Cada ficción genera el suyo. El barón de Münchhausen resultaría tan falso en Los miserables como Hamlet en Los intereses creados.
Frente a la realidad literaria, los lectores “víctimas” del engaño sabemos que es fantasía. Ese engaño no engaña. Es leal. Entramos voluntariamente, no caemos en él. ¿Qué se exige a un cuento, una novela, una obra de teatro? Hacer verosímil lo falso. Que no es de veras falso: es ficticio con la mayor honestidad.
Existe una frontera entre ambas realidades. Por muy persuasivo que sea Edipo Rey, ningún lector irá después hasta el templo de Zeus a ofrecer sacrificios. Ni Scotland Yard apresaría a Macbeth en el escenario, acusándolo de algún delito. Ni los admiradores de Werther vestirían luto o llevarían flores a su tumba. A qué siquiatra se le ocurriría tratar a Segismundo por sus problemas existenciales.
Los dos mundos no se tocan.
Ni el mismo Eurípides tendría derecho a ponerle final feliz a Medea; luego tampoco sería justo hacerlo responsable legal o moral de sus infortunios.
La paradoja real
Para explicarlo mejor, vuelvo un momento a mi propia experiencia.
Allá por los dieciséis, diecisiete años, leí un libro de Gabriel Miró. Del Vivir. Una novela deliberadamente lenta, donde la mayoría de las peripecias fundamentales ocurre dentro de los personajes. Estaba escrita en la mejor prosa castellana que hasta entonces conocí: riqueza verbal, ritmo en las frases, música en las palabras (la prosa no tiene por qué ser prosaica).
–Acabo de terminar un libro estupendo –comenté con uno de mis compañeros.
Pregunta pragmática:
–¿De qué se trata?
No me fue fácil responderle. Se trata de Sigüenza, “hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes caseríos”: hombre apartadizo, no de acción. A fines del siglo XIX o comienzos del XX, Sigüenza recorre algunos pueblos del levante español, sin mejor causa que el gusto de andar y ver. En esos lugares viven leprosos. Él los observa nada más. Es un Quijote que no desface entuertos. Advierte, y lo conmueven, la podredumbre corporal, el dolor, la impotencia…
–¡Puchas! –interrumpió mi compañero–. ¿Y eso te gusta?
–No –dije–. Eso no.
Ni a Sigüenza ni a mí nos gustaba la lepra o el dolor que él vio y yo leí. Me sedujo su forma de contar. Recuerdo un momento mágico dentro del libro. Sigüenza divisa de lejos a una joven leprosa. Sabe que, por pudor, ella nunca permite que la mire alguien sano. Cuando ve que él la ve, corre a su casa a esconderse. Pasa un rato, oscurece, ella reasoma. Creyéndose sola, se expone sin recelo a la mirada intrusa. Canta una canción de amor. En ese momento no es leprosa: es mujer.
Así la siente Sigüenza: se reconoce avergonzado, igual que si la hubiera visto desnuda.
No había que ser sádico, como insinuó mi amigo, para disfrutar de aquella escena. Lo que me atrajo como lector fue el hilo tan fino; ese dejo de amor casi etéreo ¡y a la vez tan creíble! Si la leprosa hubiera pertenecido a la realidad real, la reacción espontánea sería de lástima, condolencia (en el sentido de dolerse con el otro). Aquí, lo bello no era enemigo de lo triste. Al revés, lo expresaba de un modo muy profundo.
Son diferentes el placer estético ante el arte y los placeres de que disfrutamos en el mundo que llamamos “de verdad”. En rigor, no habría que decir de verdad, sino de otra verdad. Existe una frontera entre la realidad real y la literaria. Aunque sea intenso el tráfico de un lado al otro, son distintas. Cada cual habla su idioma.
La visa que nos permite entrar en las obras de ficción es nuestra capacidad de imaginar lo imaginario, y de imaginarlo como imaginario. Por eso, en una novela policial, no nos acongoja el personaje asesinado. No es hombre ni es mujer: es personaje, y desde el principio tiene por función morir. Uno espera, incluso, que así ocurra. Para que ese tipo de historia se mueva hace falta que alguien asesine a alguien. A las cincuenta páginas sin cadáver, cualquier lector protesta. No lo horroriza el crimen. Es que, dicho de una manera burda, ese cadáver está hecho de papel.
Papel con palabras, más exactamente: literatura.
Uno podía, en cambio, dolerse con los enfermos de lepra en Del Vivir. Son más humanos y menos “útiles” que los difuntos de Sherlock Holmes. No están “al servicio” de nada (como a algunos exégetas les deleita decir). Están porque son. Están para ser. El estilo mismo lo indica. Gabriel Miró tiene una prosa más suave, más íntima que la de Conan Doyle. En ambos casos, la forma contribuye a llevarnos a realidades literarias dispares.
A propósito, nota al pie: cuando hace unos días releí Del vivir para comentarlo acá, lo sentí menos próximo. Estaban intactos, sí, la misma música; el ritmo, la admirable riqueza del vocabulario. Pero esa prosa, ahora, me sonó un poco elaborada, consciente de sí misma, en ciertas partes. Han transcurrido tantos años desde que Gabriel Miró escribió su obra; y hace tantos también desde que yo la leí por primera vez. ¿Qué podría haber cambiado de entonces a hoy? ¿El momento, el lector, los dos?
Quien relee un libro, lo que hace –por lo menos parcialmente– es leer otro. Él mismo es otro lector. Leer de verdad es vivir la lectura, y releer, revivir. Pasa igual que con las demás experiencias. Ninguna se repite tal cual. El tiempo influye. Se dice tanto que la memoria es selectiva. Cada recuerdo late dentro de quien recuerda, y eso lo tiñe a la hora de evocarlo. Quien leyó María, de Jorge Isaacs, a los quince años, si lo relee a los treinta se topa casi inevitablemente con una María muy otra que la suya. Ahora, el que fue arrobo romántico se acerca peligrosamente a la vergüenza ajena.
No habrá cambiado el libro: el lector sí, y con él cambia la experiencia nueva que es cada nueva lectura.
Un mundo de seres libres
La lógica de un cuento o una novela exige lo que Dostoievski llamó la libertad de los personajes. Sin ella, la lógica se rompe. No se trata de libertad en lenguaje figurado; ni hay contradicción en que seres imaginarios sean libres. Desde el momento en que la imaginación los crea libremente, ni ella ni ellos obedecen a la voluntad de su aparente dueño –el autor–, igual que lo soñado no responde a las órdenes de quien lo sueña.
El autor y su cómplice, la Loca de la Casa, inventan una historia. Ella sugiere, él la escucha, traduce, afina. Lo normal es que no les salga de golpe. Primero asoma uno o dos protagonistas. Entre ellos se insinúa una relación (conflicto le llaman los manuales). Poco a poco se definen ciertos rasgos del carácter que cada individuo va a tener. A medida que el autor da vueltas a la idea en su interior, y sobre todo cuando ellos “comienzan a actuar”, su identidad se precisa, se perfila.
Ya van teniendo biografía.
Es muy usual que a un novelista “se le escape” un personaje al que él mismo dio vida. Le supuso un papel secundario, por ejemplo, y de pronto lo ve tomar vuelo propio. Hay que insistir en este lo ve, sin atribuirle connotaciones mágicas o poéticas. Todos vemos cosas en la imaginación. Vamos a hacer algo, prevemos cómo y qué consecuencias traerá, y el prever (ver antes de) es ponernos frente a una especie de pantalla, mirando una película que no está en nuestra mano cambiar.
Que un personaje se escape es para un escritor la mejor prueba de que es libre. Casi diría que así es real. Mientras escribe, lo ve actuar, y al dibujar sus hechos con palabras, descubre rasgos diferentes de los que él mismo supuso. Supuso, no impuso, o lo suyo sería un producto meramente cerebral. Nada de raro tendría que Cervantes haya empezado a idear y escribir el Quijote con su atención centrada en el protagonista, y que Sancho, el comparsa, fuera adquiriendo cada vez mayor vitalidad, carácter, simpatía, hasta llegar a compartir con su amo un papel estelar dentro de la película.
Es muy genuina la actitud de espectador que en cierta forma asume un escritor mientras se gesta en su mente lo que va a relatar. La autonomía de la imaginación es un hecho que todos –escritores o no– percibimos porque es parte de la vida. A veces quisiéramos desviar el curso de una pesadilla, por ejemplo, y no es posible. Se nos niega el acceso. Aun cuando esas cosas ingratas sucedan dentro de nosotros, no las podemos desimaginar ni imaginarlas de otro modo.
En una obra literaria, la voluntad del narrador tiene sus propios límites. Si él es honesto, lo que ve suceder depende más de su capacidad intuitiva que de su inteligencia o que su voluntad de intervenir y enmendar. No es fabricante de muñecos: es creador de personajes.
Hay exégetas que buscan sentido racional hasta al menor detalle. Si un protagonista va a encontrarse con otro y llueve, escarban una sutil intención detrás del hecho. Se preguntan qué quiso sugerir el autor al “poner” lluvia. Es posible, sin embargo, y es lo más probable, que al observar la escena, al ver el sueño que ocurre dentro de él, descubriera en su imaginación que llueve. Si hubiera escrito en otro momento, pudo haber visto sol. No los “pone”: los ve y nos cuenta lo que vio.
El poder del escritor tiene vallas que hasta cierto punto él mismo elige. Cuando alguien decide jugar tenis, se somete al rayado de la cancha y a la lógica del juego. Renuncia a otras opciones. Y ahí justamente está gran parte de la gracia. Ahí está gran parte de la gracia de escribir, también.
Si el novelista imagina a un personaje inicuo, destemplado, violento, no es lógico que luego él mismo (no la trama, no la Loca de la Casa) lo convierta a la fraternidad universal. Cualquier lector rechaza por falsos los arreglos “desde fuera”. No acepta desenlaces felices por injerto. En ese sentido, el autor no es dueño de obligar a un malo a volverse bueno: lo cambiaría de cancha y –aún más grave— de deporte.
El tercer ámbito
Quiero volver a un punto al que aludí recién.
La voluntad, la deliberación, el cálculo –el Plan se llamaba antes– suelen cumplir una función menos importante de lo que muchos exégetas suponen. Cuando el proceso creador emprende vuelo, es muy relativo el imperio de la razón sobre la facultad de imaginar. La lógica interna domina a la externa. No creo realista la imagen del escritor que mide, calcula, busca efectos, si no es como función muy secundaria en su acto de creación. A diferencia del cine, la pieza literaria es una película sin director, y los actores gozan de natural autonomía. En cierto modo, tienen que actuar como quienes son.
Meter cerebro ahí sería artificio más que arte.
Para explicarnos mejor la diferencia, podríamos plantear el asunto en términos distintos, pero armónicos, con las ideas de realidad real y realidad artística. Es obvio que si colgamos en la pared un paisaje donde salte una cascada, esa agua no nos va a mojar el piso. Ni subirá la temperatura a nuestro alrededor mientras leemos Lawrence de Arabia. Ni se nos va a volar el pelo con el viento que sopla sobre el escenario durante La tempestad, de Shakespeare.
Eso ya lo sabemos (aunque no siempre seamos capaces de tenerlo presente).
Repito: a un lado y otro de la frontera entre realidad real y realidad artística operan leyes de diversa índole. La de gravedad obviamente no rige dentro de las pinturas de Miró, ni en las de Marc Chagall, ni –mucho antes que ellos– en las de Jerónimo Bosch. Tampoco en los cuadros (realistas, sin embargo), de Velázquez o Rafael. Podemos ver al manteado de Goya volando por el aire, pero jamás lo veremos bajar. En un cuadro se da la paradoja de que el movimiento, a menudo esencial, es inmóvil. Ese instante, el del manteo, será perpetuo. Ahí, Newton no manda.
Las obras de arte ocurren en un tiempo que no existe fuera de ellas.
Si lo pensamos bien, tiene algo de cosa bruja el que, cada vez que uno abre la página equis de La Odisea, presencia el encuentro de Ulises con Nausícaa, y puede volver a seguir su peripecia. Todo lector posee el privilegio del regreso. Cuando revive un relato, hace que escenas y personajes surjan ante él de nuevo, de nuevo, de nuevo. Maneja el tiempo interno. Con solo que reabra el libro, la historia vuelve a comenzar.
Suelen citarse dos ámbitos de lo humano: el racional y el irracional. Yo agrego un tercero, al que aludí recién: el a-racional. Son racionales un teorema, las causas del funcionamiento de un motor, la formulación de una ley física. Todo eso pertenece al universo de lo razonable, donde a cada por qué responde un porque. ¿Por qué huye un fugitivo? Porque lo atacan. Un enfermo transpira porque tiene fiebre. Hay relaciones de causa a efecto. En lo irracional no, o no siempre resultan perceptibles. Me retó el jefe, llego a la casa y pateo al perro. Voy atrasado al banco y paso por alto las luces rojas. Un acto es consecuencia, pero no es la causa del otro. Obro contra lo que me dice la razón. Cervantes habló de sinrazón.
El que llamo tercer ámbito ni está sujeto a la razón ni se le opone. No es racional ni irracional. Enamorarse no obedece a un raciocinio (quizá al revés). ¿“Ella es así o asá, luego la amo”? Absurdo. Y más absurdo en este caso porque es lógico. El “¿Por qué te enamoraste?” no tiene un porque capaz de responder de veras. Cuando en el amor intervienen razones, suelen ser, según se ha dicho tanto, más de pesos que de peso; luego no son razones en aquello de lo cual se trata. La gracia de un chiste no se explica. No nos reímos porque.
El arte, como el humor, es esencialmente a-racional.
En el caso utópico de que lográramos decir por qué nos atrae El entierro del conde de Orgaz, nuestro porque sería de índole ajena a lo artístico. Si decimos, en cambio, que dos más dos son cuatro, o que la Tierra es redonda, estamos en condiciones de demostrarlo con argumentos y aun de convencer a otros. Pero, ¿será alguien capaz de reunir pruebas fehacientes para establecer que Bach es superior o inferior a Beethoven, o Mozart a Vivaldi, o al revés? ¿Qué silogismo ayudaría a experimentar y disfrutar la gracia de Las cuatro estaciones o la feroz elocuencia del Guernica?
Hace poco, un grupo de intelectuales de distintos países del mundo eligió al Quijote como el mejor libro escrito desde el comienzo de la historia. Cada cual dio sus razones. Inevitablemente, era razones de otra índole. Las razones no son lo que hace al Quijote, ni lo que lo explica. Podría argüirse, imagino –y sería cierto–, que es la primera novela moderna, con personajes populares, llena de proverbios; que en los protagonistas se da un contraste entre el idealismo y el pragmatismo… Etcétera.
Sin embargo, si otro escritor se propone crear a su vez una obra grande y, dispuesto a ir a la segura, escribe una novela moderna, con personajes populares, y refranes y todo lo demás, ¿tendrá por eso calada la sandía? Un químico es capaz de explicar las características del ácido nítrico y el modo de prepararlo, y quien lo escuche y siga el procedimiento, obtendrá también ácido nítrico. Es racional que suceda.
El Quijote pertenece al ámbito a-racional y es inhomologable.
Que se sepa, Cervantes ni siguió cursos de creación literaria ni recibió diplomas. Se tituló leyendo y escribiendo, sin aprender ni aplicar técnicas. Imaginemos una sesión espiritista donde algún exégeta de nuestro tiempo le pregunta por el motivo central de La gitanilla, o dónde está el clímax de El licenciado Vidriera, o quién es el deuteragonista del Libro de Persiles y Sigismunda, o por qué usó un narrador omnisciente en La española inglesa. Apostaría doble contra sencillo a que el buen don Miguel respondería algo así como:
–No tengo idea –y quizá agregara–: Ni me importa.
Ninguna de esas racionalizaciones atañe a la naturaleza literaria. Todas son exógenas, ajenas a ella y a su índole. Lo que le es propio pertenece al ámbito a-racional.
Entre lo mucho que se ha escrito alrededor del Quijote hay estudios sobre los platos que comen sus personajes (hace poco, una revista publicó la receta de los célebres “duelos y quebrantos”); y recopilaciones de los proverbios que ahí se dicen; y quizá el do de pecho de esa erudición, acaso interesante aunque no pertinente: una estadística de las veces en que Cervantes emplea cada una de las cinco vocales a lo largo del texto.
Ni las recetas, ni la enumeración de adagios, ni la contabilidad de letras contribuyen a la comprensión de lo literario del libro en cuanto tal. El Quijote no es un refranero que deba estudiarse, aunque se pueda; ni su autor puso los refranes para hacer colección de ellos: él ve cómo les salen espontáneos a sus personajes –¡esa es, literalmente, la gracia!–, y habría que leerlos con igual espontaneidad. Las anatomías de textos podrán interesar en otro campo, no cuando se pretende algo tan liso y llano como leer lo que está escrito. Una lectura así debería figurar entre los derechos del autor.
La literatura está hecha de ideas, sueños, palabras; no de consonantes y vocales, ni de refranes o ingredientes comestibles.
¿Matar por la anatomía?
Se ha dicho –aunque no lo suficiente, parece– que la anatomía opera sobre cadáveres, y que conocer sus resultados miembro por miembro no explica la vida que animó a esos miembros. O sea, se salta lo esencial. La literatura es una forma de vida: en ella vuelan ideas, palabras, imágenes; no vocales ni consonantes, ni ingredientes comestibles.
Cuentan que en un banquete, el cardenal Spellman quedó al lado de un general ateo. Discutieron el tema de la fe. El general quiso poner punto final al debate: “¿Usted puede demostrarme racionalmente la existencia de Dios?”. Respuesta: “En cuanto usted me demuestre teológicamente la existencia del átomo”. Igual de grotesco podría ser demostrar científicamente la poesía de un poema o la seducción de un relato.
En su estimulante libro El lenguaje y la vida, Charles Bally compara una expresión humana al vuelo de los fuegos artificiales. Los químicos podrán analizar qué ingredientes componen el cohete, y medirlos, y pesarlos, y describir las características de cada uno. Nada de eso da cuenta del hecho vivo de la luz y los colores, ni de la alegría que provocan. No dudo de que sobre eso, el más especialista de los especialistas sabe lo mismo que cualquier espectador que ha hecho niño para disfrutarlo.
Una cita más sencilla, pero no menos a propósito: don Ramón de Campoamor, poeta de las trivialidades, escribe en una de esas estrofas suyas, breves y bienhumoradas:
Si quieres ser feliz, como me dices, no analices, amiga, no analices.
Podrá sonar majadero (quizá lo sea): no es posible explicar ni entender racionalmente la belleza. Se la siente, siempre que asignemos a sentir una acepción no sentimental sino intuitiva, sensorial quizá. En el arte ponemos los sentidos. Oímos, vemos, absorbemos. Y no hay método más eficaz para generar y percibir lo artístico que la confabulación entre naturalidad e ingenuidad.
La palabra ingenuidad me pena desde hace un rato. En su origen, ingenuo (in genuus) significó nacido en, nacido entre nosotros. Tenía la connotación de alguien amigo, en un mundo en que los enemigos eran frecuentes y ladinos. Después, por sus propios méritos, la palabra se ganó otra acepción: designa a quien actúa sin doblez. Libre de malicia, podríamos decir. Libre, tal vez, de prejuicios. Libre.
Con esa ingenuidad-sencillez de alma, sin preconceptos ni eruditerías, es posible acercarse a una obra de arte.
Cervantes no conoció el sida, ni la televisión. Ni el estructuralismo que a veces pretende racionalizarlo aun a él, contra viento y marea. Desde ese punto de vista, por lo menos, escribió ingenuamente. Dejó vivir dentro de sí a don Alonso Quijano, a Sancho Panza, al bachiller Sansón Carrasco, y tomó nota de sus hechos y nos los contó. No habría sido el glorioso ingenuo que fue si –manual del exégeta en mano– hubiera puesto adrede motivos, clímaxes protagonistas, deuteragonistas…
Si él no los puso, ¿por qué atribuírselos y para qué buscarlos? ¿Por qué creer que el libro se comprende mejor si se escarmenan, y se hallan y detallan, datos extraños a su índole real? Quizá haya aparatos capaces de medir la fuerza con que se unen los labios en un beso. Pero sería locura creer que eso ayuda a comprender ni la gracia ni el misterio de besar. Ayudaría tanto como el itinerario de clímaxes para captar una novela.
Escribir es una estupenda manifestación de ingenuidad; uno de aquellos actos –no el único, por suerte– en que la libertad se mueve con la soltura y la falta de segundas intenciones con que sopla el viento. No es que el autor quede fuera, o que el proceso se limite a su puro subconsciente: está él, entero, con todo el vigor de su inocencia.
La creación de las palabras
Es obvio que la literatura se hace con palabras. Son los materiales de construcción de un poema, un cuento, una novela. No se trata de un material sencillo, sin embargo. Para empezar, sería utópico que alguien quisiera lograr belleza usando “palabras bellas”. Hubo una época en que se creyó así: sonaba menos literario azul que azur, ósculo que beso, lecho que cama. Allá por los años treinta, casi no había escritor que no buscara pretexto para decir sabana, telúrico, calígine, raigambre.
Igual que en arquitectura, en literatura la belleza no radica tan solo en las unidades que integran la armazón: lo bello está a la vez en la armonía del conjunto y en sus partes.
Es verdad, por otro lado, que la literatura se hace con palabras, nunca con los puros conceptos que esas palabras expresan. Desde ese punto de vista, una obra es imposible de traducir completamente. La traducción puede entregar de manera muy limitada lo que traía el original. Un buen ejemplo es la primera frase del monólogo de Hamlet: “To be or not to be: that is the question”. En unas partes he visto traducir question como “cuestión”. En otras, “problema”. En otras, “dilema”… No sé si hay más. That is tiene una versión literal, “ese es”, y otra no tanto: “he ahí”. ¿Cuál vale?
Ninguna de las frases castellanas que he podido encontrar tiene el ritmo, la música, del texto inglés. Se pierde, entonces, una parte esencial de la forma. Traducir, casi siempre, es informar de lo que el autor dijo; no entregarlo íntegramente.
Al comienzo de su Platero y yo, Juan Ramón Jiménez escribe: “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos”. Lo que el poeta ha dicho en esta frase no son solo ideas. Si no, daría igual que en vez de lo que acabo de citar hubiera dicho: “Platero es un burro chico, de pelo largo”, etcétera. No se puede prescindir de la música envuelta en las palabras, porque ella forma parte indudable e integral de la belleza literaria.
¿Quién no imagina la mano, o por lo menos la mirada del poeta, acariciando el lomo de Platero y sintiendo algo muy fino al leer el ritmo estas palabras y el ritmo que transmiten: “Platero es pequeño, peludo, suave”? Lo dicen, juntas, la frase y la armonía con que suena.
Exagerando un poco, si leemos Edipo Rey en castellano sabremos que el rey pidió a Creonte que no se fuera y lo dejara solo. En una traducción, lo que dijo fue: “¿No me dejarás y te marcharás de aquí?”. En otra: “¿Te irás y me abandonarás?”. En otra: “¿Piensas partir sin mí?”. La idea, intacta. Pero, ¿alguna de las frases traduce fielmente lo que es literario? ¿Cómo podría saberlo quien no sepa griego? La traducción ¿para qué sirve sino para dar una noción borrosa de lo que es el texto?
Son pocas las palabras ciento por ciento congruentes al pasar de un idioma a otro. Stupid, en inglés, es mucho más suave que estúpido en castellano. Igual nonsense no es propiamente tontería como suele traducirse: se acerca más a sinsentido. Soir, en francés, abarca una parte de la noche. Si en nuestro idioma decimos: “Estar atontado es distinto de ser atontado”, la versión al francés o al inglés debería acudir a circunloquios: Sus idiomas no disponen de verbos distintos para las ideas de ser (connatural, permanente) y de estar (ocasional, limitado).
Si reconocemos que la obra literaria es un juego de vivir, revivir, escribir, debemos reconocer, junto con eso, una serie de problemas. Al leer a un griego clásico, nunca podremos comprender cabalmente en qué momento, en qué cultura, con qué valores, juicios o prejuicios fue escrito su texto. Tendríamos que inculturarnos, vivir entre ellos.
Cada dios griego, por ejemplo, no era lo que nosotros entendemos por dios: era algo así como una de las fuerzas que actúan en la naturaleza. El daimon de Sócrates, no es lo que hoy entendemos por demonio: ese “demonio” era bueno. Solo como una especie de ejercicio intelectual podríamos tratar de entender qué significaba, en ellos y para ellos, el que los romanos proclamaran dios a algunos de sus emperadores o, incluso, a un caballo. Cuando un traductor traduce zeus o deus por “dios”, está entregando una visión remota, cuando no engañosa, de la palabra original.
Pero no hay que ir a lenguas o pueblos extranjeros para encontrar vallas verbales. En una novela del siglo XIX, escrita en castellano, la palabra amante significó lo que significa en su raíz: “el que ama”. No llevaba implícito ningún pecado contra ningún mandamiento. Ni envolvía ninguna relación prohibida. Era posible que un hombre “hiciera el amor” a una mujer por carta, o por miradas. Existieron, incluso, amantes platónicos: tan poca connotación sexual teñía a la palabra. Hasta hace muy poco, “tener sexo” significaba ser macho o hembra. No había la insinuación gimnástica que hoy se atribuye al término.
Las palabras viven, cambian, y al cruzar el tiempo reflejan a quienes las usan; se amoldan, buscan expresar. Sería mezquino suponer que solo dicen lo que registra el diccionario. Ahí figura únicamente su denotación. Perro es un “mamífero de la familia de los cánidos, de tamaño, forma y pelaje muy diversos, según las razas”. Pero uno va por la calle y los que le ladran o le mueven la cola no son mamíferos de la familia de los cánidos. Para algunas personas se trata de amigos. Para otras, de seres peligrosos.
Gran parte de las palabras va más allá del simple connotar en su sentido literal; además denotan. La denotación es objetiva (depende del objeto del que se habla); la connotación, subjetiva (depende del sujeto que habla). “Cada quien habla de la feria según le ha ido en ella”, dice un adagio español. Hay amantes de los gatos y hay odiantes de los gatos. Mafalda detesta la sopa; muchos de nosotros no. Un diccionario no podría definir al gato como un animal odioso, ni la sopa como un guiso detestable.
Ni amigos ni enemigos se equivocan, sin embargo, respecto a los significados oficial y personal de sopa o de gato, aunque el otro, el íntimo, los acompañe.
Pero, ¿cómo saber si el autor que escribió caballo le sentía a la palabra una connotación amable o adversa? Para él, caballo es sin duda un cuadrúpedo con tales o cuales rasgos de identidad. ¿Y qué más? ¿Lo botó un caballo cuando era muy niño y aún se acuerda? ¿Tuvo un caballo regalón que lo llevó a muchas partes y no olvida? Parte de eso es lo que él dirá (aunque sea inconscientemente) al escribir la palabra.
¿Y qué lee en ella el lector? Pocos se quedarán en el cuadrúpedo, mamífero o felino al ver escritos caballo, perro, gato. En muchas palabras esenciales, la connotación es tan fuerte como la denotación. Si la connotación del escritor es distinta de la del lector, se comunicarán parcial o incluso equívocamente.
Las palabras tienen su historia. Los seres humanos también la tenemos, al vivir y al revivir. El perro de la infancia revive en nuestro interior al leer su nombre, y lo tiñe. Igual pasa con profesor, madre, amigo, estero, noche… Sería eterna la lista de términos en que nos penan experiencias previas. En que, al vivir la lectura, nos revivimos en parte a nosotros mismos.
Las memorias, la memoria
Vuelvo a la experiencia real del escritor y su relación con lo que escribe: es verdad que algunos hacen su autobiografía, o parte de ella. André Malraux habló de Antimemorias. Thomas Mann reunió unos apuntes autobiográficos en La novela de un novelista. Georges Bernanos consignó su experiencia personal de la guerra civil española en Los grandes cementerios bajo la luna. Otro tanto hizo Arthur Koestler en Un testamento español.
Son obras de novelistas pero no son novelas. Aspiran a fotografiar lo que fue, no a crear sobre su base.
Existe en cambio un amplio género intermedio: la autobiografía novelada, o novela autobiográfica. El propio Malraux tiene un clásico: La condición humana, donde combina la ficción y ciertos hechos reales en los que le tocó participar en China. En igual categoría puede situarse la Crónica del Alba, de Ramón Sender, que desde el destierro novela sus años españoles. Pariente de ella es La forja de un rebelde, de su compatriota Arturo Barea.
Estas novelas autobiográficas buscan, y consiguen, lo mejor de ambas opciones. Logran contar lo real con soltura, manteniendo a la vez un hilo conductor que la vida no ofrece. En ella los hechos rara vez se nos dan hilvanados. Por decirlo en términos de la antigua retórica, no vienen con introducción, nudo y desenlace. Ni tienen el toque de verosimilitud que da la mentira, la ficción creíble.
Crónica del Alba toma al lector y lo amista con un grupo de personajes de enorme vitalidad. Eso es posible porque Sender no se enredó tratando de ser fiel ciento por ciento a los hechos. Se confabuló con la Loca de la Casa para inventarlos de nuevo. El suyo es ejemplo de una de las paradojas literalmente maravillosas de la literatura: al inventar, o, si quieren, al mentir lo que fue verdad lo hace ser más verdad.
¿Cómo ocurre el invento? ¿Con qué se arma la seudo mentira? En la época ingenua de la ciencia-ficción el autor describía a sus extraterrestres como enanitos verdes, cubiertos de escamas, con antenas de las que salían ojos… Seres imaginarios, pero ¿imaginados en qué forma? Todas las piezas que componen a esos extraterrestres vienen de experiencias terrestres: enanos, color verde, escamas, antenas, ojos. El invento no está ahí, en las unidades, sino en la combinación inusual.
La imaginación no saca nada de la nada. Saca de lo que vivió.
En ese sentido, la respuesta a si lo que el autor cuenta corresponde a una experiencia real siempre debería ser “Sí”. Cada elemento de su fantasía es real. No así el conjunto. Ese lo genera el creador. Ya sucedió con los dragones, las brujas, los hechizos, y quizá siga sucediendo. Ojalá. Mientras seamos capaces de engendrar mentiras creativas, nos será posible aproximarnos a las verdades más ricas.
Abrir la puerta a lo a-racional es permitir que entre oxígeno. En una hipotética –e imposible– novela completamente imaginaria, bien puede “penar” en el subconsciente del narrador una abeja que vio cuando niño y que tal vez haya olvidado; y en un momento del relato inventará la abeja, a veces sin percatarse. O usará palabras que acaso oyó sin escucharlas. Olerá viejos braseros, golpeteo de lluvia en ventanas que se tragó el tiempo, voces de pájaros que empiezan a vivir el día.
El escritor puede recordarlos sin saber que recuerda (o qué recuerda). No es que ponga experiencias anteriores, como afirman algunos exégetas: le salen. Por ejemplo, al describir un lugar inexistente lo construye con pedazos de lugares conocidos y con frecuencia olvidados. Es que forman parte de su yo; de lo que ha vivido y, escribiendo, revive. No vienen solo del cerebro, ni de la voluntad, sino de su él humano entero. Y salen a buscar a otros seres humanos, para que también ellos vivan en la lectura y, al hacerlo, quizá revivan algún momento propio.
Vivir, revivir, escribir: el viejo ciclo siempre nuevo.
Escribir, entre otras cosas, es un acto de amor. No amor sentimental, ni mucho menos romántico: amor vital. Se escribe porque se ama, aun antes de que nazca, aquello que se ayudará a nacer. El autor se enamora del tema, de cada personaje, del ambiente en que se van desarrollando. En la medida en que las halla, empieza a enamorarse de las palabras con que al fin va a expresar lo que fue imaginario. Vive horas de enamorado mientras «está escribiendo».
Y este «estar escribiendo» suyo incluye los ratos de almuerzo y de sueño, ¡la ducha!, y a menudo las horas de rutina (cola en el banco, viaje en un bus, sala de espera al médico). No deja de “escribir” mientras no ha puesto el huidizo punto final, a veces sorpresivo para él mismo. Es un vasto acto de amor. O, si se prefiere, es un tiempo de amor. El hombre o la mujer está amando lo que escribe y también lo que en algún momento no puede escribir porque es preciso hacer cosas concretas.
A la vez que actor, es espectador. Ama las ideas que le vienen, las palabras para expresarlas, que encuentra en su pieza, en la calle, en el sueño, en el aire. Actor-espectador, se ve a sí mismo –como en un espejo– en el acto de amar. Vive de una manera particularmente intensa, sin que sus pies toquen mucho la tierra. Qué más da que le duela el trocánter o le pique la piel. Escribe. O sea, ama.
Está enamorado de seres que no existen, ¡y les está ayudando a que existan, y ellos a él! Nacen de su interior poco a poco, tratando de existir (¡Qué lejos de esto las estructuras, los protagonistas, antagonistas, deuteragonistas!). Los personajes son hombres y mujeres que el autor se muere de ganas de conocer, y para encontrarse con cada una de esas criaturas, escribe.
Del amor siempre nace algo nuevo.
Y no, no es algo racional.
No se ama para, ni porque: sencillamente se ama.