Lector y lectura

Ensayo inédito, escrito en junio de 2003

«¡Se lee tan poco!»

En cuanto asoma en la conversación el tema de los libros, no suele faltar quien eche el balde de agua fría:

–¡Se lee tan poco!

–¿Quién lee, ahora?

–La juventud actual…

La juventud y sus defectos son moda muy antigua. Quizá venga desde que Adán y Eva empezaron a sen­tir que ellos deja­ban de ser jóvenes y a escu­dri­ñar con estrictez los actos de sus hijos.

–¡Ah, los jóvenes! –se quejan muchos adultos no necesariamente lectores ellos mismos–. Los jóvenes no leen.

Otros críticos más entusiastas amplían el campo:

–¡Es que hoy nadie lee!

¿Será verdad que no se lee?

Según lo que uno entienda por leer. Usted des­pierta, desayuna, probablemente lee el diario. Sale a la calle, va a tomar un bus y lee para saber el que le sirve. Lee letreros de tiendas y de calles, publici­dad. Lee los pisos que marca un ascen­sor. En su ofici­na, lee pape­les, informes, cifras. Quizá traba­je en un computa­dor, y lee. O se aventura en Internet, ¿y qué hace?

Leemos resultados del fútbol, cotizaciones del dólar, precios del super­merca­do. Hay prospectos que nos interesa conocer. Otros que no, y leemos unas líneas para botarlos a sabiendas. Nombres de medi­camentos, instruc­cio­nes de uso para tal o cual produc­to, conteni­do de este, duración de aquel, adver­ten­cias…

El problema no está, ciertamente, en que leamos poco.

Está en qué pocos son los que leemos, entre los muchos que podríamos leer.

Y, si se quiere, en qué pocos –o qué muchos– desdeñamos. Perdón: para cuáles «no tenemos tiempo», que es la excusa consagrada.

¿Cuáles son los pocos que se leen?

Sí, es un hecho que leemos. Y un hecho, también, que no se está hablando de eso cuando se habla de lo poco que leemos.

Es que hay lecturas y lecturas.

Si tuviéramos que clasificarlas de algún modo, po­dríamos dividirlas en dos grandes grupos. En el primero entrarían aquellas cuyo  propó­si­to se limita a indagar ciertos datos, conceptos, informaciones que alguien escri­bió antes. Nada literario, artístico. Lenguaje y comunicación. Esas lecturas van desde el libro de filosofía hasta el manual de uso de una cámara fotográfica, y son miles.

Miles de veces leemos inconscientemente.

¿Quie­res saber el precio de un pro­ducto?: lees la etique­ta. ¿Los resul­tados de una elec­ción, una confe­ren­cia de paz, o una rueda de la bolsa?: los buscas en el diario. Pasas frente a un reloj y lees la hora. Igual los letreros del tránsito. Lo haces con el piloto automático: la forma, la disposición de las palabras, el hábito, te indi­can lo que dice sin necesi­dad de una acción deliberada, ni menos de un deleite.

La mayoría de estas lecturas es más bien mecánica.

Equivalen, por lo demás, a las «lecturas» que hacían los hombres primitivos, o hacen aún los animales, cuando interpretan (en cierto modo, leen) indicios en su entorno. «Sa­ber leer» la huella de un depredador, la presencia del agua, el riesgo de arena movediza, puede constituir la diferencia entre la vida y la muerte.

A falta de selva y signos naturales, la humanidad ha creado una enorme cantidad de avisos, advertencias, que nos ayudan a mantenernos vivos o a vivir mejor.  Estas lecturas responden, con mayor o menor intensidad, a un para qué con­creto. Busco algo: interrogo a lo escrito (igual que mis ancestros olfateaban el aire o escru­taban la espesura).

La tenta­ción sería llamarles lec­tu­ras úti­les. Pero eso –por simple oposi­ción– situa­ría a las otras en la ca­tegoría de inúti­les, lo cual sería falso. Más exacto sería lectu­ras de utili­dad inme­diata, o direc­ta. O, en términos algo rebuscados, lectu­ras prag­má­ti­cas.

Despidámosnos de ellas, por ahora, y pasemos al otro gran grupo, que es del que se habla cuando se habla de que se lee poco.

¿Y qué nombre le pondremos?

Sí: ¿qué nombre le pondremos a este grupo en que, o se lee para nada o se lee para un  algo que es difícil precisar, o que tememos precisar, porque podríamos destruir su hechizo.

Sería fácil, y no injusto, referirse a ellas como Lecturas Desinteresadas, siem­pre que entendamos que aquí el desinterés no es falta de interés.

El factor desinterés es importante.

Hay padres de familia que toman a sus hijas clases de ballet «para que tengan buena figura y se muevan con gracia». No es ese el ser del ballet. Esbel­tez y soltura podrían considerarse –a lo bestia– subproduc­tos. La índole de la danza es armonía de forma y sonido, de músi­ca y movimientos; esa complicidad maravi­llosa entre el arte y la figura humana.

En otras palabras, no es gimnasia reductiva.

Y una de las cosas que distinguen a los ejercicios de adelgazamiento de la danza es el desin­te­rés. O un interés distinto. Digámoslo, a riesgo de que haya quien no entien­da: un interés desin­te­re­sa­do.

Como el del amor, por lo demás. Cuando alguien se enamora de alguien, no iremos a negar que ese alguien le interesa. Pero no se interesa en él, o en ella, por causas razo­na­das, como las que obran en el caso del ba­llet y los papás utilitarios («To­mé­mosle clases, a ver si baja unos ki­los»).

El amor no sólo no es razonado: a veces, ni siquie­ra es razo­na­ble. Casi nunca tiene causas, en el sentido tradi­cio­nal y prácti­co de la pala­bra. Aunque suene a para­doja, sería absurdo que la gente tuviera razones para enamorarse.

No. Se enamora por impulsos, por motivos (motivo es: lo que mueve; algo los mueve hacia el amor). Nada medible, evaluable. Nada que sirva, tampoco. En las fami­lias reales –las de la realeza, que suelen o solían vivir en algún grado de irrea­li­dad– se estila­ban «los amores con razo­nes». Así les ha ido a ellas y a sus pueblos.

Una puntada con hilo

El ejemplo del amor no es puntada sin hilo. Al contrario, nos lleva hacia un punto muy intrínseco al tema:

La lectura de que hablamos es un acto de amor.

Esto puede sonar engañosamente simple, y lo sería, si creyéramos que se trata de una metáfora. ¿Qué significaría entonces? ¿Que leer es bonito? ¿Que suele apasio­narnos?

No: aquí la lectura es un acto de amor tiene un sentido literal.

Tratemos de explicarlo. Es normal, por ejem­plo, encon­trar en la Biblia una frase que debie­ra resultarnos sugesti­va. Des­pués de un nombre femenino, o de otra identi­fi­ca­ción del perso­naje (como «la hija de…») se afirma que ella «no conocía va­rón».

            Conocer, en ese lenguaje y en ese contexto, significa algo más que: haberlo visto, saber quién es, salu­dar­se los dos cuando se encuentran. Alude a lo que nues­tros abuelos llama­ban cono­ci­miento carnal y nosotros, relaciones sexuales. De algún modo, conocerse era ser juntos.

Y del conocimiento nacían hijos.

En muchos pueblos antiguos, esta mani­festa­ción máxima del amor se identifi­ca con el cono­ci­mien­to. Es lógico. Recordemos que lógica viene del griego logos (arte de la pala­bra: es decir de la razón).

Otra raíz griega puede ayudarnos a entender. Está en términos como filóso­fo, filán­tro­po, filatelia, Felipe. Filia es una forma de amor (aunque no dice todo lo que podemos decir cuando decimos amor). El filósofo ama la sabiduría. Es decir, quiere ser sabio. ¿Y qué hace para conseguirlo? Trata de conocer. No quiere adquirir cono­ceimientos: quiere ser sabio.

Amar y conocer se encuentran también entre los griegos.

Y entre nosotros, por supuesto. Un muchacho ve a una niña y, ahí, cuando recién ha empezado a conocerla, se siente atraído por ella. La atracción lo mueve a conocer­la mejor: la ve de nuevo, y al conocerla algo más, aumenta la atrac­ción —amor— que ella le inspira.

Es un círculo vicioso de inexplicable riqueza: el conocimiento inicial despierta un principio de atrac­ción; esa atracción genera un deseo de ahondar en el cono­ci­mien­to; y a medida que se logra ese mayor cono­ci­miento, mayor va siendo la intensi­dad del amor, que a su vez ayuda a cono­cer mejor a la persona amada y, por lo mismo, a amarla por motivos (no razones) nuevos…

Probablemente alguien lo ha dicho: No se ama lo que no se conoce.

Lo sorprendente es que tampoco se conoce lo que no se ama.

Para los estu­diantes esto es claro: ¿A quién le cuesta menos aprender química, o gramática, o física? ¿A aquel a quien «le carga el ramo» o al que siente por él cierto interés, curio­si­dad… ganas de conocer? ¿No es además verdad que aquellos que ya cono­cen parte de las materias les tienen más aprecio que los que apenas logran enterarse de que existen?

No se ama lo que no se conoce ni se conoce lo que no se ama.

La literatura es un ejemplo gigantesco.

Racional, irracional, arracional

Aceptando que el amor no es racional, entonces ¿qué es? ¿Irracional?

No, si llamamos irracional a lo que es contrario a la razón.

Supongamos que uno tiene un total de equis pesos en el banco. Paga la cuenta del gas y la del teléfono. Si quiere saber cuánto le queda, resta sucesiva­mente estas dos canti­da­des a su saldo.

Es una manera racio­nal de averi­guar­ de cuánto dispone ahora.

Imaginemos que alguien, al salir de su oficina, se resbala, cae y se hace un chi­chón en la frente. Vuelve a su casa de malas, como es obvio, y se pelea con la familia o patea al perro. ¿Hará falta decir que así no va a reme­diar nada?

Está ac­tuan­do en forma irra­cio­nal.

Pero la misma persona puede pensar que, en vista de que el chichón ya está y no hay forma de des-sucederlo, más vale por lo menos no amargarse. Resuelve echarlo a la chacota, entra contando el chasco, hace una caricatura de sí mismo y logra que los demás se rían con él. O incluso de él.

¿Esto qué es? Racional, no: ningún razonamiento demuestra que chaco­tear es lo que corres­ponde en un caso semejante. La risa no deshace la hincha­zón, ni evita que nos duela. Tampoco es irracional bromear con el asunto: nada, en la broma, va contra la razón.

Haría falta una palabra que describiera ese campo diverso de los otros. Lla­mé­mos­le arra­cional: lo que, sin dependencia directa de la razón, no va contra ella. Lo que sin ser propiamente lógico tampoco es absurdo. Ni cuerdo ni loco. Ni sensato ni insensa­to.

Si nos paramos a pensar, veremos que este ámbito de la actividad humana es vastísimo. Y muy rico. Aquí sucede el amor (y por eso el que nos enamoremos «sin razo­nes» no es irracional). Es, tam­bién, el territo­rio de lo cómi­co (explica –sin expli­carlo, por supuesto– por qué se nos alegra el ánimo al oír un chiste).

No hay relación de causa y efecto en ninguno de ambos casos.

Una cosa provoca la otra, no por deducción, ni por la suma de tales o cuales facto­res. La provoca… porque sí.

Pero este nunca será el porque sí de la irracionalidad. Es un porque sí distin­to, sin nada de arbitrario. Uno podrá conjeturar motivos, no averiguar causas. Y menos conseguirá que los efectos se produzcan siempre que se den presuntas cau­sas. El mismo chiste no provoca la misma reacción en distintas personas. O en las mismas personas en distintos momentos. Ni todos los muchachos de tales característi­cas se enamoran de muchachas con cuales otras.

¿Será que este ámbito, de lo arracional, carece de lógica? ¿O será que res­ponde a otra lógica?

¿Dónde está la gracia?

Comienza a oscurecer. El ratoncito niño se asoma a la boca de su cueva. Mira hacia el cielo. De pronto pasa un murciélago frente a él. El raton­cito entra gritando:

     –¡Mamá, mamá! ¡Vi un ángel!

Hay personas que oyen contar este cuento y se ríen. Otras se ríen y se enter­necen. O se ríen porque se enternecen. Algunos permanecerán imperturbables, y a esos, nin­gu­no de los que cele­bra­ron la histo­ria podría probarles que es diverti­da, o que su gracia está en la inge­nui­dad (la gracia es lo gratuito; no se compra con razo­nes ni se logra por razones).

Quizá nadie, tampoco,  rechazaría el cuento objetando:

–Los animales no hablan.

O:

–¿Quién dijo que había roedores religiosos?

Cualquier intento de racionalizar destruiría al cuento. Para aceptar la situa­ción en que se basa, no es necesario creer que haya lauchas parlantes, ni estudiar la teolo­gía ratóni­ca.

Y por si alguien siente que estamos lejos de los libros: es posible leer y disfru­tar La Ilíada sin creer en Zeus, Atenea, Poseidón; ni aun en Menelao, Aquiles u Odiseo. Pudo, incluso, no existir la guerra de Troya y permanecería inalterado el valor litera­rio de los poemas homéricos.

Su gracia es independiente de la realidad.

Y es gracia: nace del ingenio o la creatividad que se da gratuitamente a quien escri­be, y des­pués llega, no menos gratui­tamente, a quien lee. Si existie­ra algún modo de expli­car por qué un poema, un cuadro, una estatua es genial, habría tam­bién métodos para produ­cir obras maestras. Se trataría de una decisión voluntaria, y uno podría estudiar y recibirse de genio. Pero quien entiende aunque sea un poco de estas cosas sabe, para empe­zar, que lo incierto de la creación es al mismo tiempo un miste­rio y una mara­vi­lla.

No hay modo racional de explicar la gracia.

No hay técnica que la compre o la consiga.

Es gratis. Por algo los griegos atribuían estos logros a un soplo de las musas. Ellos, tan racionales, atribuyeron la intuición artística a una influencia divina. Un soplo: como si el profesor –desde el Olimpo– le soplara la respuesta al alumno aventajado.

Volviendo al tema del humor: un mismo chiste, contado con idénticas palabras por personas distintas, puede producir también efectos muy dispares. Puede influir, igual, la situación en que se cuenta. El ánimo de quien escucha. La relación entre ambos.

La gratuidad hace imposible, por cierto, convencer a alguien de que deter­mina­do chiste es divertido, y debe reirse al escucharlo. En el ámbito arracional no hay deber ser: hay ser.

«Si quieres ser feliz…»

             Si quieres ser feliz, como me dices,

            no analices, mi amiga, no analices…

Los versos son de don Ramón de Campoamor, poeta extraordinariamente popular a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Cambiemos «ser feliz» por «dis­frutar», o incluso «comprender», y quizá la reflexión podría aplicarse a eso que esta­mos lla­mando lo arracional.

Con permiso de las damas, volvamos al ratoncito.

¿Qué pasa si alguien dice: «No le veo la gracia»? O peor, si, porque él no se la ve, deduce:

–No tiene gracia.

Uno podría explicarle, ¿no es cierto?:

–Mira. La idea es que un ratón-niño ve a un ratón con alas. No ha visto nunca a otro. Y como es niño, y se supone que ha oído historias de ángeles, deduce que es un ángel. Y va y…

Para qué seguir.

A estas alturas, no hay chiste ni hay nada. Razonar la gracia es una contradic­ción en los términos.

Razón y gracia pertenecen a ámbitos diferentes.

En un número del Reader’s Digest de los años 80 aparece un artículo que se titula: «¿Cuántas calorías consume un beso?». Sí: alguien las midió, y en el texto viene una respuesta. Pero, ojo: quien la lea tal vez aprenda algo sobre calorías. Nada sobre el beso. Porque el beso es un signo de amor y, por suerte, todavía no hemos descubierto una forma de medir el amor.

Sigue perteneciendo al reino de lo arracional.

La esencia del beso no está ni en su valor calórico ni en las dinas de presión que ejer­cen unos labios sobre otros, ni en la duración del contacto traducida en segun­dos y décimas de segundo.

¿Nos alejamos de la lectura?

Nada. Nos acercamos desde un lado distinto.

Si de medir se trata, uno podría calcular cuántas veces emplea Cervantes la letra o en su Quijote. O la e, o la a, o la i. Es posible hacerlo. Y es posible cuantifi­car los adjetivos, los sustantivos y los verbos.

La pregunta es: ¿Para qué?

Sí, la relación entre sustantivos (objetos, seres) y adjetivos (cualidades) algo nos dirá sobre la mayor o menor concreción del estilo en que el libro está escrito. Y los verbos (movi­mien­to, acción) podrían llegar a ilustrarnos acerca de su mayor o menor dinamismo.

Conforme.

Pero no atribuyamos a esos datos la capacidad de hacernos comprender nada de lo que el libro es, como libro. Igual podríamos ponerlo en una balanza y saber cuántos gramos pesa, en tal o cual edición. ¿Y? O ponernos a contar las letras, las pala­bras, los signos de puntuación. ¿Luego?

Ninguno de esos ejercicios explicará la gracia.

Podemos descubrir doscientos setenta motivos centrales y mil ochenta y dos secundarios. Podemos analizarnos uno por uno, y quizá determinar las relaciones entre ellos. Y, habiéndolo hecho, podemos permanecer igual de lejos que antes –¡mucho más!– de sentir la riqueza del lenguaje, la musicalidad, la fluidez con que Cervantes comienza su relato:

En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, rocín flaco, adarga antigua y galgo corredor…

Esto es algo que uno se sienta a oír, saborear. A «ser feliz» con ello, para usar la expresión de Campoamor.

La gracia de ese y otros textos es la del agua que corre, y nos atrae no porque vaya a quitarnos la sed (aunque la quite), ni porque pase a una velocidad de tantos metros por segun­do (¿qué más da?), ni porque posea una fuerza de tantos o cuantos kilos (bueno).

Quedémonos un segundo ante el paisaje. Nos gusta ver un lago, una montaña, el mar. Pensamos: qué hermoso. En el fondo, esta palabra será lo más cerca que llegue­mos de explicar la alegría que nos nace al observarlos. Pero, ¿alegrarse porque uno mira un río? No hay razones reales. Mejor dicho: no hay razones racionales. Hay razones arracionales.

Eugenio D’Ors lo dijo hablando de una biblioteca que alguien calificó de demasiado grande (¿Quién iba a leer todos esos libros?):

L’aigua no sols es H2 O:

es H2 O i una cancó.

La razón del agua –lo hasta cierto punto medible y lo hasta cierto punto expli­ca­ble– está, ciertamente en que es H2 O. Sin saberlo y entenderlo, tendríamos menos poder sobre el mundo que nos rodea.

Pero, ¿cómo negar que la canción que hay en el agua nos ayuda a ser felices en ese mismo mundo? ¿Y quién podría explicarnos racionalmente esa canción?

Esta lectura es para la que escriben los escritores.

Y no es utilitaria. Quizá si en no ser útil reside su máxima grandeza.

Si un novelista nos describe la ciudad donde su obra transcurre, no lo hace para enseñarnos geografía. Un poeta no escribe para informarnos de nada. La poesía tampoco cabe en la mera comunicación. Hay una acción conjunta entre el poeta y el lector para construir el poema.