Literatura y periodismo

Exposición en la Universidad Adolfo Ibáñez
Santiago, 28 de agosto de 2008

Periodismo y literatura abarcan campos vastos, no siempre fáciles de deslindar. A veces parece que se disputaran derechos sobre los mismos territorios. Hay reportajes de calidad literaria suficiente para leerlos por agrado y no solo por enterarse de los hechos; y hay relatos literarios que, si “fueran verdad”, podrían publicarse en la sección informativa de algún diario.

A sangre fría, de Truman Capote, suele encabezar una lista de clásicos que, entre muchos, incluye El día más largo, de Cornelius Ryan; Ensayo general de Quentin Reynolds; Esta noche de libertad, de Dominique Lapierre y Larry Collins; Todos los hombres del Presidente, de Bob Woodward y Carl Bernstein; o los cuatro libros definitivos de Theodore White sobre las elecciones presidenciales norteamericanas de los años 1960 a 1972.

En su autobiografía, In search of History (“En busca de la historia”), White pisa la frontera –si existe alguna- que separaría a ambos géneros. El título trasunta su modo de trabajo: una primera etapa, en la cual busca la historia-suceso: y una segunda, que es ya la historia-texto. Para él las anécdotas no valen porque sean amenas: se ganan un lugar en el relato gracias a lo que significan y a que ayudan a entender ciertos puntos esenciales.

En In search of history, White cuenta que, durante una de las guerras que debió cubrir, un general “bautizó” en masa a sus soldados haciéndolos regar con manguera en vez de agua bendita. Este manguereo litúrgico sintetiza el respeto del jefe hacia sus tropas. Pero el episodio en sí, ¿será periodístico o histórico? Las dos cosas: la historia es vida y el periodismo, historia actual, no es algo distinto, ni viene después sino dentro de esa vida que comparte con la historia.

Desde el big bang a ahora, el tiempo es uno. Ni los minutos ni los segundos ni las horas se detienen.

Al aludir a su carrera, White jamás discrimina entre ayer y hoy: la contemporaneidad de un hecho no excluye su historicidad. Cuando conoció a Mao Tse Tung, el despacho sobre su encuentro con aquel líder huidizo y nimbado de misterio dio la vuelta al mundo. Pero nunca hubo un corte en que dejara de ser noticia y empezara a ser historia.

Suele inculcarse a los niños que la idea de que historia “son batallas”, fechas, cifras remotas, que un profesor les cobrará en pruebas o exámenes. A esta docencia, el modo de vivir de cada época le importa menos que las hazañas de tal o cual prócer fuera de lo común. ¿Por qué? ¿Por qué cifrar lo histórico en seres o actos extraordinarios? ¿Qué aporta ese sensacionalismo en pretérito? Muchos medios de comunicación, sin embargo, envían periodistas no en busca de la historia, como White, sino de lo vistoso, la peripecia, la pirueta. Van al lugar de los hechos y a menudo solo narran lo inusitado que logran escarbar.

El diccionario de la lengua, al incorporar la voz show, reconoce, aun indirectamente, la mentalidad de espectáculo que rige a menudo en las noticias. A fuerza de buscar, exhibir y destacar rarezas, este tipo de periodismo le da a lo anormal un pasaporte falso a la normalidad.

La prensa es poderosa, pero sus recursos tienen límites. La batalla de Omdurman fue ampliamente cubierta. No así, al comienzo, los campos de concentración de Hitler. Omdurman fue un suceso, llamativo por lo insólito pero sin proyecciones comparables a las del antisemitismo, que desencadenó un proceso sin fecha específica. El horror que vivieron millones a lo ancho y lo largo del mundo fue ininterrumpido y cotidiano.

A la historia que se mueve dentro de la realidad e, igual que un río, es agua viva se une la historia viva, que narra en el papel. A través de la prensa, las batallas pasan der ser vida a ser texto. Alguien las reportea y transmite. Luego aparecerán libros. Ninguna de las dos versiones nos saca de, sino, cada cual con sus medios, nos sitúan en la historia.

Para la primera Guerra del Golfo, la televisión satelital recién empezaba a captarse en Chile. Una feliz poseedora le contó a un viejo periodista cómo ahora se pasaba viendo la guerra.

Todos los días y el día entero –se extasiaba horrorizada-. ¡Es impactante!

A su amigo le pareció que todo tal vez fuera mucho.

-¿Qué todo?- preguntó.

-Lo que pasa.

-¿Quién va ganando? –quiso saber el periodista.

-¿Cómo quién va ganando?

-Quién va ganando –insistió él.

-Eh…

A esas alturas, acaso nadie habría sido capaz de contestar mejor. La zona de guerra hervía de periodistas y de puntos suspensivos. Por primera vez desde que el mundo es mundo, se podía ver y relatar bengalas, explosiones, incendios, bombardeos. En el segundo ataque a Irak fue igual: pistas llenas de aviones; soldados vistiendo uniformes de campaña (no combatiendo); y cohetes en vuelo, o –lo más impactante– destruyendo blancos indistinguibles en Bagdad o en  Basora.

Nunca existió una guerra con tantos testigos simultáneos.

Rara vez los árboles impidieron tan bien captar el bosque.

Ya durante la matanza de Vietnam, sin salir de su casa, los norteamericanos vieron caer a jóvenes compatriotas suyos. La televisión distribuía atrocidades de combates recién librados o aún en curso. La gente común, fuera de presenciar la guerra, vio a su país perderla sin remedio. Nacía lo que los idólatras de la redundancia llaman transmisión “en vivo y en directo”.

Desinformar sobre-informando no es una falla sino un logro siniestro del sistema. El alud de noticias, cifras, nombres, datos, crea la ilusión de estar delante de los hechos. El informado ve suceder, pero ¿qué ve? El informado ignora la respuesta. Al nutrir su curiosidad, la anestesiaron. La índole y la dirección de los sucesos quedan, así, fuera de su alcance.

La primera Guerra Mundial inundó los medios. Surgieron agencias noticiosas, diarios. Pocos dejaron de tomar partido. Pero el debate era externo. A alguien a quien las muertes no toquen en carne propia le es imposible discernir entre diez y doce bajas. Sabe la diferencia aritmética. La humana, no. Dos cadáveres más o dos menos nada significan así, a secas. Y qué comunicado los verá por dentro: edad, carácter, ilusiones, la polola, el perro regalón…

Además, pocos periodistas imaginaron como real la realidad que cubrían. Faltaba que la mentira rescatara a la verdad.

Erich María Remarque fue uno de los que consiguieron, literalmente, romper aquel hielo. El Sin novedad en el frente noveló la angustia de las trincheras. Sus personajes no figuraban en el registro civil; ni, al morir, dejaron viudas con carné de identidad. Todo era “ficción”. Pero, a diferencia de los partes oficiales, su modo de mentir conmovió en lo íntimo a millones de lectores.

Dafnis y Cloe, de Longo, traslució la vida en la Grecia del siglo segundo. La cabaña del tío Tom, la novelita sentimental de Harriet Beecher Stowe, testimonió la esclavitud que entonces parecía natural en Estados Unidos. Miles de dueños de esclavos la leyeron y empezaron a entender de qué ignominia usufructuaban.

En 1968, el viejo periodista del que hablé viajó a Vietnam, invitado por un gobierno norteamericano ganoso de mejorar su imagen: cada tarde, un coronel recibía a los reporteros, desplegaba mapas y citaba triunfos que, si lo hubieran sido, habrían ganado esa guerra que su país perdía porque era inganable.

También es este caso, las novelas pisaron el talón a las noticias. Las noticias siguieron mintiendo con hechos y las novelas las corrigieron con invenciones mil veces más veraces.

Paradoja es la palabra. El novelista, el ensayista, el poeta, disponen de mayor libertad que algunos informadores a sueldo. En Da Nang –recuerda el viejo periodista-, asistió a una conferencia de prensa que fue una lata de comienzo a fin. Al salir pasó junto a un reportero yanqui y lo oyó jadear por teléfono su versión del encuentro. “Pronto se anunciaran importantes decisio…”

En esa época, la televisión libró una lucha interna. La imagen del lívin a veces desmentía a las palabras en off. El “patriotismo” de los partes duró más, pero con menor efecto que las desgarradoras filmaciones. “Yo lo vi” convence en ocasiones. “Me lo dijeron” deja abierta la puerta a las dudas. Escuchar las bajas choca menos que ver en pantalla a un muchacho que muere.

Ahora, como último vejamen, la violencia se ha vuelto producto de mercado. La crónica roja logra un lugar de privilegio en los noticieros. Parece existir gente a la cual eso le atrae. En el mejor estilo del imperio romano, la sangre forma parte del espectáculo y sirve de recreo a miles de nerones de menor cuantía.

En su origen, divertirse es salirse del camino. Distraer viene del latín dis-trahere: llevar fuera, des-viarse. Literalmente: abandonar la vía. Al apartarse de lo real, la persona se entretiene. Y sin embargo, en el caso de las noticias –y no solo en ese-, el espectador se aleja progresivamente del mundo con la sensación opuesta: cree estarse informando, no aislándose de él.

Neil Postman, experto en artes y ciencias de la comunicación, ha escrito un libro incitante y, en ciertos aspectos, definitivo: Amusing ourselves to death, (“Divirtiéndonos a morir”). A propósito de los distintos lenguajes y sus soportes, Postman recuerda a los pieles rojas que –al menos según ciertas películas y novelas del oeste- usaban señales de humo para intercambiar mensajes a distancia. Había, añade, limitaciones inherentes al sistema. Desde luego, su imposibilidad de consignar razonamientos metafísicos.

Las pequeñas humaredas, “no son suficientemente complejas para expresar ideas sobre la naturaleza de la existencia, y aun si lo fueran, a un filósofo cherokee se le acabarían o la leña o las mantas, mucho antes de que alcanzara a pasar el primer silogismo”. Conclusión: “No se puede emplear humo para hacer filosofía”. En este caso, “la forma excluye el contenido”.

En televisión, agrega Postman, “el discurso se desarrolla sobre todo por medio de imágenes. El contenido que entrega es pictórico, no verbal. La aparición del administrador de imagen en el terreno político, y el paso a segundo plano del redactor de discursos, testimonian el hecho de que la televisión exige un tipo de lenguaje distinto de otros medios. No se puede hacer filosofía política en pantalla. Su forma atenta contra el fondo”.

El problema es de lenguaje: el escrito, por ejemplo, recibe y entrega más que el oral. Al oral lo apoyan la situación, el tono, los gestos. La mayor amplitud del vocabulario usable y el tiempo del que se dispone ayudan a acceder, y no solo una vez, al texto.

¿Cabrán dudas? Nos oralizamos hasta en los recados que tecleamos vía Internet. “A medida que se debilita la influencia de lo impreso”, anota Postman, “el contenido de la política, la religión, la educación, y todo lo demás que abarca la actividad pública debe cambiar y reformularse en términos más adecuados a la televisión”. Términos orales. La primacía audiovisual hace al actor político cada vez más actor y menos político. Quien busque comunicar por este medio queda sujeto a restricciones nacidas de juicios o prejuicios del que elabora el mensaje.

Aquí interviene una creatividad a la inversa. Danzas, disfraces y ademanes sustituyen a ideas, propuestas, o programas, aunque  (¿o porque?) no tienen relación con ellos. Desde el momento en que se ponen ante la cámara, los aspirantes a un cargo se sienten –están- en un escenario con masas de espectadores, y adecuan sus actitudes al espectáculo del que forman parte.

Por consejo o por instinto, simplifican; primero para que los transmitan; segundo para que los entiendan. Por su carácter, sus administradores, sus destinatarios, la televisión, como las señales de humo, soporta mejor ideas livianas. Abunda entre sus adeptos el que la prende y mira y escucha al pasar. Así evita el terror de estar solo, y a la vez cumple un ritual de la tribu.

Par él, las noticias traen más música que letra. No “lee” lo que oye. Las humaredas electrónicas nublan el sentido de lo que ocurre. Volviendo al ejemplo inicial, le da casi igual quién va ganando la guerra: basta entretenerse (¿a morir?) con aviones, cohetes, bombas. Cosas. Y solo las que alguien decide mostrar.

El interés del público se hace pasivo. Muchos espectadores dejan que otros les piensen, y no siempre eligen bien. El modo de ver imprime un fuerte sello a su modo de ser. La comunicación masiva simplifica el mensaje. Es forzoso entregar contenidos y usar lenguajes al nivel más bajo y menos excluyente. En las noticias, prima lo impactante sobre lo importante. Dominan la crónica roja y el deporte.

Hay un cambio sintomático que parecería meramente verbal. Hasta hace un tiempo era común llamar Pueblo al conjunto de ciudadanos de un país. El Pueblo chileno: nuestra comunidad humana, donde todos éramos un uno colectivo, un yo plural que incluía a cada individuo.

Ya no se habla de Pueblo, sino de Gente.

La gente va al cine, a la playa, a las compras. Un Pueblo, en cuanto tal, no va al cine, a la playa, a las compras. Gente es una multiplicación de lo particular. Colectiviza egoísmos. Divide, no une. Miles y millones de unos a granel no constituyen un uno mayor. Un Pueblo se articula en torno a intereses compartidos. Amplifica y conlleva generosidades.

El reclamón es emblemático de la Gente. Si pasa algo malo –terremoto, inundación, temporal-, sale a buscar cámara para enojarse con alguna autoridad a la que culpa implícitamente de que lloviera o temblara, y explícitamente pugna por cargarle el deber de arreglarle su personal situación. Tiene tribuna, porque la noticia es espectáculo, y un llorador es más espectacular que un hombre o mujer que trata de resolver sus problemas.

Recibimos información frivolizada, hecha de humo postmaniano. Nos insuflan, casi textualmente y por todos los medios, que somos Gente, no Pueblo. Ha llegado a gustarnos ser compradores en lugar de ciudadanos. A veces, algunos que se resignan a votar, es raro que lo hagan como Pueblo. Les molesta la connotación “de izquierda” implícita en la palabra y prefieren declararse apolíticos.

Los atenienses de la antigüedad tenían ideas claras sobre esto. A aquel de ellos que, reuniendo los requisitos para ser ciudadano, se evitaba el engorro de ejercerlos, le llamaban idiota: una especie de enfermo concentrado en el idios, lo suyo, lo estrecho; y no en las ideas, más amplias y sanas.

Estamos en una era hiper-comunicada. Cada vez hay más nociones y aspiraciones colectivas y menos espacio para lo propio. No en todo, por suerte. En literatura no existe obligación de uniformar. Al estudiante de periodismo, en cambio, hay quienes le inculcan que “tal cosa se dice así”, que mecanizar vocabulario es sinónimo de aprender estilo. El literario conserva con mayor fuerza las huellas de su creación. No es mejor uno que el otro: son distintos.

Un periodista va en esencia al objeto: narrar o describir. La literatura puede y suele operar de modo más complejo; necesita espacio amplio para lo subjetivo (el autor expresa y a la vez se expresa). El periodismo es servicio público entre dos polos preestablecidos: emisor y receptor. En literatura, el texto busca un espíritu afín.

Ciertos preceptores imponen al estilo límites que terminan por volverlo jerga.

En la vida real, si uno ve un choque en una esquina, es probable que llegue a su casa comentando: “Hubo un choque en la esquina tal”. No va a ser, quizá, lo que lea sobre el caso en el diario, ni lo que oiga en la televisión o en la radio. Ahí puede que le informen cómo “… dos vehículos colisionaron en la intersección de las arterias A y B”. Si hurga para conocer detalles, verá que el hecho “se produjo” porque uno de los choferes “guiaba en manifiesto estado de intemperancia según la versión que entregó Carabineros”. El responsable, procedió a darse a la fuga, señaló un testigo visiblemente conmovido”. “Entretanto”, el otro conductor “fue identificado como…”

Si quiere comprender, el receptor deberá destraducir.

“Se produjo una colisión” sustituye a chocaron. Las colisiones no son productos. El “manifiesto estado de intemperancia” quiere decir que el tipo estaba borracho. “Darse a la fuga” no involucra ninguna auto-donación: al revés: el bellaco arrancó, huyó. “Visiblemente alterado” nada agrega a alterado. Y para saber que estaba alterado es obvio que era visible y alguien lo vio.

No menos obvio es que el nombre del otro chocante se conoce porque en algún momento fue identificado (después, no “entretanto” ocurría el choque). ¿Habrá en una de estas un periodistólogo entusiasta que diga: “se dirigió a los católicos un papa identificado como…”

Pero, bueno…

Lo de “entregó Carabineros” es una mini pirueta. Sujeto plural (Carabineros), verbo singular (entregó), y no hay error porque “Carabineros” es aquí el Cuerpo de Carabineros; el, uno, aunque lo formen miles. Esta seudo falta de concordancia es evitable la mayoría de las veces, pero todavía debemos agradecer que no la amplíen y, si se enferma un coronel o se accidenta un juez, nos digan que “ejército fue hospitalizado por neumonía”, o “Corte Suprema resbaló en cáscara de plátano”.

Siguiendo la destraducción, “el testigo señaló”, no es que hizo señas: es que dijo. Los usuarios de esta metáfora juzgan inculto decir en el papel que alguien dijo lo que dijo.

Habrá quien afirme que este tipo de versiones es así porque está en estilo periodístico. Eso revela una noción muy pobre de periodismo y más pobre aún de estilo. Es falso el axioma de que lo escrito debe sonar lo menos semejante posible a lo oral.

Hace años, no decir decir acaso tuvo gracia. Hoy, cualquier programa de computación trae mil sinónimos: expresar, indicar, manifestar, señalar, declarar, especificar, aseverar, observar, recalcar, reiterar, enfatizar; y unos heroicamente traídos de los cabellos: subrayar (otra metáfora en lata), o ser claro en sostener…

Igual rango tendría “en horas de la tarde de ayer”, no ayer en la tarde (o aun ayer tarde), que suenan inicuamente sencillas. Otros logros del rebuscamiento: “Se produjo una interrupción en el suministro de energía eléctrica”, por: Se cortó la electricidad; “Hizo su ingreso” y no el proletario entró. Ah, y una universidad es “casa de estudios superiores”, donde se “imparte docencia”.

En el país del preciosismo barato, la administración pública está llena de “altos funcionarios”, independientemente de su estatura. El más modesto estadio asciende a “campo deportivo”, y escuálidas postas o policlínicas se encaraman a “establecimientos asistenciales”.

A un periodista de Time de los años 60 le irritó el afán de artificializar lo natural, que también causaba estragos en su país. Escribió un ensayo donde describe la jerga que algunos porencimistas llaman estilo, y la bautizó journalese (en castellano podría ser periodistés). La función base de esta lengua se asemeja a las máquinas de traducción automática, solo que opera sin pasar de un idioma a otro, sino de la cosa al nombre.

Una persona normal ve un caballo y en su mente se prende, automática, la palabra caballo. Con casi igual automatismo, los hablantes de periodistés rebautizan el mundo en vocablos rebuscados. Un médico se vuelve “facultativo”; un abogado, por lego que sea, es “jurista”, cuando no “jurisconsulto”; los accidentes no pasan: “se registran”. Y, por cierto, los nuevos términos hacen su ingreso en el diccionario cursi.

La función del periodismo está en la vida. Consiste fundamentalmente en indagar y dar cuenta de lo que ocurre, ayudar a saber en qué hora y lugar vivimos. Ahora: hablar de la vida exige –por la naturaleza misma del tema- emplear palabras que también estén vivas.

Leamos esta noticia típica: un avión “se precipitó a tierra dejando un saldo de 38 muertos”. Los muertos, ¿pueden ser saldo? ¿En qué balance espeluznante? ¿Ninguno de ellos era padre, hermano, esposo, de nadie?

En el tácito manual del lugar común, “precipitarse a tierra” se reserva para catástrofes aéreas y una que otra variante. Si alguien cae de un edificio muy alto, “se precipita al vacío”. El mismo periodista que escribe precipitarse, no diría, hablando: “Al bajar la escalera se me precipitó un cartapacio”. Aun en periodistés, los cartapacios, los ancianos y los precios de la bolsa, caen.

Sobran ejemplos de mecanización informativa: un incendio es “voraz” en las noticias. Si dos personajes se reúnen, fijo que “sostuvieron un diálogo franco y abierto”, como si al redactor le constara la franqueza, y como si, en este caso abierto significara algo distinto de franco. Toda mujer que muere en accidente, cualesquiera sean su edad y su fisonomía, es “hermosa joven”.

¿Estilo periodístico? Estilo no es jerga. El idioma debería ser castellano, inglés, francés, no coa. El periodistés tiene gramática propia. Su raíz explica la facilidad con que lo acogen. Británicos y norteamericanos fueron periodistas pioneros. Para muchas agencias de noticias, el inglés fue lingua franca. Sus traducciones a nuestro idioma, aun respetando la letra, dañaban el espíritu.

Fue el caso de la traducción a voz pasiva. Se construirá un puente fue: “un puente será construido”. Se presentó un proyecto para erradicar la malaria, “Ha sido presentado un proyecto para que la malaria sea erradicada”. Esta participiosis degenerativa subsiste en frases como: “Preguntado el ministro sobre el traslado de penados que había sido realizado…”

¿Por qué ahogar la vida con palabras? La construcción pasiva alude a lo que fue. Quien ha llegado no llega (dejó de llegar, precisamente). Quien ha expresado ya no expresa. El participio es un verbo que se detuvo. En castellano sale más natural decir las tareas se harán, que serán realizadas. Si quien debe hacerlo no contesta una carta, no la contestó; ¿para qué salir con que la misiva no sido respondida por el encargado?

En periodités no se apagó el incendio: fue extinguido, gracias, por cierto, a los esfuerzos que han sido realizados por (¿cómo no?) “los caballeros del fuego”.

Sintaxis ajena, cacofonía agravante.

La participiosis afecta al entendimiento. Estimula disparates como estos, que he tomado de casos reales, algunos reiterados en más de un medio: “la llamas no lograron ser extinguidas”, o “los cadáveres lograron ser rescatados”. Lograr es “conseguir lo que se intenta o desea”. ¿Qué intentan o desean las llamas y los cadáveres? Ni siquiera un cultor del periodistés pediría cita con el médico diciendo:

-Señorita, quiero ser examinado por el facultativo. ¿Qué hora podrá serme dada por usted?

No es pasiva la construcción gramatical únicamente: también suele serlo la actitud del redactor que se envicia, sin imaginar la realidad, o sin concebirla como real. Si escribiera como un gato, ¿le llamaría “mamífero carnívoro de la familia de los félidos?”. Ni el gato le entendería ni en la vida ocurre que a uno lo rasguñe un mamífero carnívoro, con todas sus credenciales.

Para los escultores del periodistés, el pan sería “alimento farináceo producto de la cocción de una masa en horno” y el vino, “licor alcohólico resultante de la fermentación de la uva”.

La construcción pasiva y el vocabulario artificioso no crean estilo. La diferencia es semejante a la que hay entre disfraz y ropa, o quizá entre vestido y piel. La jerga no es estilo, ni lo es la reproducción servil de maneras de otros. Tampoco las técnicas generan estilo: a lo más, manera; si es reiterada, termina siendo amaneramiento. En el uso cotidiano son amaneradas las personas que se expresan con afectación. Aplican maneras que juzgan atractivas, elegantes o dignas de copia.

En El lenguaje y la vida, Charles Bally sostiene que el habla humana vive. Cambia al buscar mayor expresividad. Queremos usar palabras que expresen tanto como se pueda. Por eso creamos metáforas si no nos basta el nombre literal de la cosa. El lenguaje popular está lleno de palabras y frases que buscan comunicar mejor valiéndose de imágenes. Justo la antípoda de lo que parece ser una de las normas más autoritarias del periodistés.

Es poco o menos que automático, por ejemplo, llamar “antisocial” a quien comete un delito. Robar no hace de por sí ser enemigo de la sociedad (eso es antisocial). Jean Valjean no era eso. Si todas las paradas militares son “vibrantes”, ¿no basta con decir parada militar? En la feria de los tópicos, ¿qué funeral no es emotivo? Usar con tozudez fórmulas prehechas es la antítesis de la lucha llena de enjundia y color que describe Bally, y que constituye una de las riquezas del acto de comunicar.

Lo que vulgarmente suele considerarse estilo periodístico no es estilo ni es periodístico. A lo sumo jerga, o manera. O ambas.

La palabra estilo es buen ejemplo de lenguaje metafórico en busca de expresividad. Quién ignora que empezó siendo instrumento para escribir, y que luego se aplicó a la forma en que el autor trazaba sus signos, para referirse enseguida a algo más abstracto y sutil. Expresarse bien por escrito era “tener buen estilo” y después “buena pluma”. Después, buen aspecto, y en fin, buena índole.

Entre Sófocles y Eurípides, Tirteo y Píndaro, había diferencias de estilos primero en el trazo de las letras, y –más esencialmente- en el modo de concebir y construir sus textos.

¿Solo eso?

En distintos autores existen también rasgos comunes. No todo el sello es exclusivo: Platón, también posee elementos comunes con los estilos de otros: clásico, por ejemplo (por la época en que escribió). O ático (por la escuela). O dialéctico (por el género). Así, al sello personal se unen, sin contradecirlo, sellos colectivos y menos individualizadores. El estilo propio diferencia, el común armoniza.

Todo ser humano tiene formas propias de andar, dormir, bromear. Esas son maneras, no estilo. Se habla de estilo cuando alguien logra cierta armonía de conjunto, coherencia interior. Entonces “tiene estilo”. No necesariamente Tal o Cual: estilo, entendido como altura, carácter, coherencia.

No hay expresiones que en sí mismas sean periodísticas, poéticas ni literarias. Basta recordar que una época se consideró poético hablar de “ojos zarcos”, “astro rey”, “ósculo casto”, “dulces ternezas”, “doncella impúber”, “aguas procelosas”… ¿Quién creería hoy que términos de ese jaez dan carácter poético a un texto?

Ya Aristóteles, siglos antes de nuestra era, sostenía que “escribir bien es escribir como se habla”. No se refería a hacerlo tal cual, reproduciendo vacilaciones o incluso errores usuales en la conversación, sino con la naturalidad, la espontaneidad, la soltura propias de lo coloquial. La rigidez, lo estereotipado, constituyen lo opuesto a un buen estilo.

En el caso del periodismo, hay una anécdota clásica. Por los años 20 o 30, un aprendiz de reportero hacía su práctica en el Chicago Tribune. Su jefe le encomendó cubrir un accidente de tránsito. Fue, vio… tradujo (al periodistés). El jefe leyó lo escrito y gruñó que no servía. “Hazlo de nuevo, y bien”. Segundo intento. El aprendiz relamió cuanto pudo su vocabulario: “En circunstancias que el bus con patente tal se aproximaba a las inmediaciones del edificio signado con el número…” El jefe arrugó el papel y lo tiró al canasto.

-No sirve.

El aprendiz no podía creerlo:

-¿Cómo? ¡Fue un choque enorme! El chofer quiso esquivar a un niño que se le cruzó en la calle, viró y se metió con veinte pasajeros en una vitrina…

-Ponlo así, y va.

Un estilo periodístico exige por lo menos tres atributos que no se discuten (en teoría): precisión, concisión, claridad. El periodités peca contra la precisión al hablar, por ejemplo, de un proyecto de ley que “dispone tal o cual medida”. Los proyectos, por ser proyectos, proponen, no disponen mientras no se aprueben y sean leyes. Igual falla cuando informa que un hecho ha ocurrido en “el país del norte” (que, visto desde Chile, puede ir de Perú hasta Canadá).

El “instituto emisor”, además de relamido, no es una forma concisa de decir Banco Central. “Al interior de” indica movimiento: se va, no se está al interior de. Con más palabras de las necesarias y menos precisión, trasmite la idea de en. No suele agregar nada escribiendo: “por su parte, el director de la institución tal decidió…” Por parte de quién va a decidir el señor ese. Si fuera por parte de otro, valdría la pena consignar el dato. Sería un dato.