En Conversaciones con la narrativa chilena, Editorial Los Andes
1992
Por Juan Andrés Piña
Considerado como uno de los inevitables integrantes de la generación literaria de 1950 —o 1957, si se quiere una clasificación más rigurosa—, desde sus primeros relatos Guillermo Blanco ha profundizado en un modo de enfocar las historias y sus protagonistas.
A través de un lenguaje íntimo, indirecto, elusivo y de suaves tintes humorísticos, sus cuentos y novelas se refieren casi siempre a personajes comunes y corrientes, desprovistos del carácter heroico o grandilocuente de cierta literatura más tradicional: niños de provincia, adolescentes retraídos, mujeres solitarias, creyentes silenciosos, hombres de aventuras interiores, son las creaturas preferidas por Guillermo Blanco.
En todos los relatos, un fino y firme cimiento de dignidad les sostiene. Habitualmente, sus creaturas resisten los embates de la injusticia exterior o la agresión de los otros, con una sólida fe en sus valores y en sus preferencias afectivas. El caso más significativo es el de Francisco Maldonado, protagonista de Camisa limpia, judío avecindado en Chile que persevera en sus creencias, por lo que es quemado por la Inquisición española en el siglo XVI. En esta novela, como en otros relatos, se ilumina el otro lado de la grandilocuente historia oficial, dando paso a personajes sin relieves aparentes, pero donde realmente ocurre el desarrollo de la humanidad. Esas preferencias están señaladas explícitamente en la presente entrevista, cuando Guillermo Blanco afirma que la mayor parte de lo que ha escrito «no es tormenta, sino vasos de agua». En las peripecias de estos héroes en sordina, la naturaleza y los animales tienen un protagonismo decisivo y forman parte de sus sentimientos y su relación con el mundo.
Las entrevistas a Guillermo Blanco se realizaron en jornadas separadas por los años: primero, en 1983 y 1985, y después, en 1990 y 1991. A través de esas conversaciones surgieron algunos aspectos inéditos relacionados con la creación de sus cuentos y novelas.
Su infancia transcurrió fuera de Santiago, en Talca. ¿Esta vida de provincia se debió a algún trabajo ocasional de su padre?
No: mis padres eran de Talca y la mayor parte de la familia también. Después, cuando yo tenía ocho años, tuvimos que venirnos a Santiago y ahí sí que fue por razones de trabajo de mi papá.
¿En qué trabajaba él?
En cualquier cosa, no tenía profesión. Por ejemplo, dirigió la construcción de un puente en Los Queñes, un puente que atraviesa un barranco. Trabajó en un fundo, trabajó acá en Santiago, en una tienda que unos tíos tenían en la calle San Diego, y hasta anduvo buscando oro en Talca, en unos lavaderos de la zona.
El murió cuando usted apenas tenía doce años y al parecer ese hecho se refleja en la visión del padre en algunos de sus cuentos y novelas. ¿Tiene recuerdos de él?
Claro, por supuesto. Mi papá era todo un personaje. Él tenía eso que llamaban el pronto, que es una rabia corta y fulminante que debe desahogarse. Yo lo vi, y no una vez, sino varias, sacarse el sombrero pajizo de la cabeza cuando le daba la rabia, y pegarle un puñetazo en el centro. Lo abría de lado a lado. Una vez había tomado clases con un boxeador que le dijo «A ver, trata de calarme un puñete», y mi papá se lo caló y le golpeó la nariz. El boxeador se quejó y empezó a golpear a mi papá científicamente, con los guantes puestos, y lo hizo recorrer todo el gimnasio, pegándole. Pero después el boxeador tuvo que recorrer el gimnasio de vuelta recibiendo golpes por todos lados, porque a mi papá le había dado el «pronto». Al final, mi papá se sacó uno de los guantes y se lo zumbó por la cabeza. Después le tiró un martillo, y si el boxeador no se agacha, a esta hora soy el hijo de un asesino. Era así el pronto. Mi papá movilizó a todo el liceo de Talca a desempedrar la calle, en tiempos del general Ibáñez, cuando hacían las barricadas. Pero era el hombre más bueno del mundo: yo no conocí un hombre más bueno, pero tenía esta cosa y tenía su amor propio, su sentido de la dignidad. Es un personaje que, a pesar de que murió muy joven, he ido revalorizando continua y progresivamente.
Hay un cuento muy emotivo, «Primeras veces», que trata precisamente de los días que siguen a la muerte del padre del joven protagonista.
Ese cuento es absolutamente autobiográfico. Incluso aparece un jarrón que él compró en un remate y que sigo conservando, a pesar de lo feo que es. Cuando él murió, vivíamos en la calle Lastarria, aquí en Santiago, al lado de la Iglesia de la Veracruz, en lo que había sido la antigua casa parroquial, que ahora es monumento nacional, y donde fue párroco Crescente Errázuriz. Mi mamá trabajaba en la Caja de Empleados Particulares y llegaba tarde, porque su jornada empezaba como a las doce y media y salía a las siete. Después de la muerte de mi papá, ella se venía por la Alameda y yo iba por Lastarria a esperarla. Cada vez que me veía se ponía a llorar, y no un mes ni dos meses, sino durante mucho tiempo. Ese es el recuerdo más fuerte que tengo de la muerte de mi padre: la época posterior a su muerte. Nunca traté literariamente el tema de él —al menos conscientemente— durante mi juventud, sino después, ya bastante maduro.
¿Cuál es su recuerdo más antiguo ligado a la escritura o la literatura?
Primero, en la infancia, la literatura está ligada a la palabra (la literatura es el arte de la palabra). Si me remonto al pasado más lejano, hay un recuerdo importante que tiene que ver con la palabra, incluso antes de trabajar esa palabra propiamente tal: es el nombre de las cosas. Recuerdo que cuando yo era chico todos los días me iba por la Alameda de Talca al colegio San Tarticio, y en el camino siempre había una florcita silvestre por la que sentía curiosidad de saber el nombre. Me puse muy contento cuando un día me dijeron que se llamaba correhuela. Así, de alguna manera entraba en posesión de esas flores, eran mías a través del lenguaje. Siempre me ha gustado saber el nombre de las cosas y es posible que la impresión poética que recibí cuando supe el nombre de esa flor, haya quedado en la memoria y después pasara a simbolizar algo más profundo.
Y después ya vino la lectura propiamente tal…
No, no exactamente: lo que vino en realidad fue la relación con los libros. Pasó que la crisis económica de 1930 pescó muy fuerte a mi papá y tuvimos que irnos a vivir a la casa de mi abuelita, que quedaba en la Alameda, en Talca. Era la típica casa de provincia, con la puerta de entrada al medio, un pasillo y dos piezas que daban a la calle. Una de esas piezas era la de mis dos tías, hermanas de mi mamá, y la pieza del frente, entrando a la izquierda, la biblioteca de mi abuelo, que había muerto hacía unos años. Era una biblioteca enorme que ocupaba toda la pieza, a pesar de que no eran muchos los libros que quedaban, porque después que murió mi abuelito la casa les quedó muy grande y tuvieron que reducirse, yéndose a esta, más chica. Con ese motivo, mi abuelita regaló a la Biblioteca de Talca todos los libros de mi abuelo que no estaban empastados. Y entre los que quedaron estaban La Ilustración Artística, que es una colección de revistas; además estaban la Biblia, La divina comedia, Las fábulas, de La Fontaine, todos ilustrados por Doré. En esa pieza había una alfombra ovalada. La recuerdo perfectamente: casi podría dibujar su contorno. Yo tenía cinco o seis años y me instalaba a jugar y muchas veces a hojear libros, sentado en el suelo, en la alfombra.
Un lugar mágico.
Lo que tengo en la memoria es la sensación de haber estado en una especie de santuario. Probablemente ahora le pongo nombre a esa sensación, pero sí había una paz muy grande… Era una pieza tranquila y este ambiente de los libros era muy acogedor, muy bonito, con un piano en un rincón. Hubo ahí una entrada visual, olfativa y táctil: reconozco esos libros a ojos cerrados por el olfato, por el olor del papel, por el tacto del papel brillante. Recuerdo que miraba un dibujo que me sugería una ilustración y esa ilustración me sugería algo y mi imaginación empezaba a volar, dándose toda esa mezcla de elementos. Para mí ésa fue una experiencia muy curiosa, porque con el tiempo descubrí que sabía cosas que no sabía que sabía, y que las había visto allí, hojeando estos libros. Algunos años después me llamaba la atención alguna foto o un grabado conocido, así como también me eran familiares nombres de pintores, a la edad en que un cabro chico no suele tener ese tipo de cultura. Yo vi ahí la Guerra del 14 como noticia, en los ejemplares de La Ilustración Artística, por ejemplo. Creo que esos años me dieron una sensación del libro como de un objeto sagrado. Sagrado en el sentido de que pertenecía a un santuario y de que las personas que escriben un libro son personas importantes.
¿Cuándo aprendió a leer?
El año 32 tuvimos que irnos a vivir al fundo de mi tío Eulogio, donde mi papá trabajó de administrador, y como no pude ir al colegio ese año, mi mamá me enseñó a leer y a escribir en el campo. Y tengo tan claro el recuerdo de la lata espantosa que me daba aprender a leer. Era algo atroz, como que uno piensa que no puede ser cierto: prefería que me leyeran El Peneca, la revista de aquellos tiempos. Hasta que un día, mi mamá me dijo: «Mira, o aprendes a leer, o no te compro más la revista». Fue un gesto autoritario, poco habitual en ella. Entonces aprendí y empecé a leer algunos libros de la Colección Araluce, que eran adaptaciones de grandes obras como La ilíada y La odisea, ilustradas. Recuerdo que el primer libro que leí completo fue Ivanhoe, que aún guardo.
La vida de infancia en ese fundo tuvo importancia, al parecer, porque muchos de sus relatos transcurren en ese ambiente y con esos personajes.
La anécdota del cuento «Adiós a Ruibarbo» tiene un origen real en ese fundo, precisamente. Cuando vivíamos ahí, cada uno de los niños tenía un caballo asignado. Naturalmente, los más grandes tenían caballos más vehementes, y los más chicos, más mansos. El más chico de mis primos tenía un caballo que se llamaba Píter, que era muy viejo y muy manso, y que yo montaba. Un día, mi tío simplemente lo vendió para que lo hicieran charqui, y me enteré después, cuando ya estaban los hechos consumados. El hecho debe haberme quedado impreso o haberme conmovido, aunque no a mis primos, porque como ellos eran criados en el campo estaban más acostumbrados a que estas cosas pasaran, eran más duros. Mal que mal ahí hay que comerse alguna vez a las vacas…
En cambio usted era un niño de ciudad.
Pasaba que me había criado en una casa donde tenía perro y gato propios, no como en el campo, donde hay muchos perros que son de todos y no son de nadie. Es decir, tenía una relación muy personal con los animales; entonces, la pérdida de alguno de ellos era una pérdida personal. Sobre la base de esta experiencia, en un momento vi el cuento, aunque es algo distinto que acordarse de la anécdota.
¿A qué colegio entró cuando se vinieron a vivir a Santiago?
Aquí entré a estudiar en el Instituto de Humanidades. En ese tiempo se me produjeron varias cosas juntas. Entre ellas, que llegamos a vivir a una pensión. Mi papá trabajaba, naturalmente, y mi mamá también se vio en la necesidad de hacerlo. Como yo era hijo único, pasaba mucho tiempo solo en esa pensión, que es más soledad que estar en una casa: aunque hay otra gente, es otro tipo de soledad. Entonces empecé a escribir unos versos muy malos que todavía tengo guardados para castigarme el ego cuando corresponda. Mi mamá, por supuesto, encontró que estos poemas eran una obra maestra y se los infligió a toda la familia. Este estímulo de mi mamá se sumó a que Roberto Guerrero, que era mi profesor de Castellano en el colegio, encontraba buenas ciertas composiciones mías. Se produjo, entonces, cierta complicidad entre ambos. Incluso mi mamá, superando su timidez habitual, le llevó algunos versos míos a Roberto Guerrero. En fin, ambos se aliaron para estimularme en esto de escribir. En todo caso, Roberto Guerrero fue de una importancia decisiva para mí, porque me siguió estimulando siempre.
¿Por qué algunas veces usted ha contado que el pueblo de San Antonio fue tan importante en su infancia?
Porque fue el otro recinto mágico de mi niñez. Sucedió que cuando aún vivíamos en Talca, mi abuelita sufría ese tipo de enfermedad que se llamaba genéricamente ataque al corazón, y que podía ser cualquier dolencia relacionada, claro, con problemas cardíacos. Se vino a Santiago y siguió teniendo molestias. Entonces le recomendaron vivir en la costa. Fuimos a veranear un año a San Antonio y a ella le hizo muy bien, se sintió estupenda; por supuesto que el médico le dijo que ese clima era bueno para su salud. Entonces mi tía Rosa, que vivía con ella y trabajaba en el Ministerio del Trabajo, consiguió que la trasladaran a la oficina del ministerio en San Antonio. Arrendaron una casa en la parte más alta, en la Avenida 21 de Mayo, que creo que todavía está en pie. Esa casa era inmensa. En la parte de arriba funcionaba la radio Onda Azul. A partir de esos años veraneábamos todos en San Antonio, aprovechando que ahí estaba mi abuelita.
¿Qué pasaba en San Antonio?
Que yo tenía absoluta independencia, libertad de movimiento. Imagínate tú a un chiquillo entre sus doce y sus 16 años que se metía en cualquier parte y nadie atajaba. ¿Quién va a parar a un niño y decirle «aquí está prohibida la entrada»? Entonces me iba a los muelles e incluso una vez estuve encima de una grúa y el gruero me la manejó para que viera cómo era. Mi mamá se pasaba muchos sustos con mis aventuras, pero nunca me las coartó. Estaba acostumbrado a esta libertad: cuando era niño de cinco o seis años, por ejemplo, salía con mis amigos en Talca a jugar a orilla del río Claro. A mí me dejaban hacerlo tranquilamente, y eso es algo que alguna vez me gustaría analizar más a fondo: la libertad por sobre todas las cosas, por sobre el miedo que le daba a mi mamá que su hijo único corriera peligro: primero estaba la libertad. Imagínate que un día amaneció en San Antonio el Patria, que era un barco alemán donde los alemanes de Hitler habían puesto toda su tecnología para ganársela al Reina del Pacífico, que era el barco de los ingleses que hacía el recorrido por estos puertos. El Patria vino a bajarle los humos al Reina del Pacífico, y literalmente, porque echaba menos humo que el otro. Los alemanes hicieron este viaje de «lanzamiento» y naturalmente recibieron visitas, organizaron tours para recorrer el barco. Y recuerdo que estaba en la orilla, en el Puertecito, donde llegan las lanchitas y los botes, y se estaba llenando una lancha con gente que subiría al Patria. Entonces, un lanchero me dijo «¿querís subirte, cabro»? Y me subí y conocí el Patria sin que nadie de mi familia supiera que andaba solo.
¿Paseaba siempre solo?
También hacía vagabundeos por las dunas de San Antonio, ese lugar que ahora está lleno de poblaciones, y muchas veces me acompañaba un par de amigas que eran hijas de la dueña de la pensión donde fue mi abuelita ese primer veraneo. A veces salíamos con esas dos chiquillas, pero la mayor parte de las veces solo. En ciertas ocasiones incluso me llevaba La Ilustración Artística para leerla sentado en la arena.
¿Tiene San Antonio alguna relación con la escritura, con la primera escritura?
Claro, con una composición que escribí a los doce años. En esa oportunidad yo tenía vacaciones de septiembre en el colegio y lógicamente mi mamá y mi papá tenían que trabajar. Entonces decidieron hacer la prueba de mandarme solo en tren a San Antonio, que demoraba casi tres horas. Un lindo, lindo viaje, porque el tren se mete por unos barrancos estrechos… Un viaje precioso que sueño con volver a hacer. Ese viaje solo de alguna manera fue una especie de hazaña para mí, porque a pesar de toda mi libertad, seguía siendo hijo único y nieto único y sobrino único y bisnieto único. De vuelta a clases, nuestro profesor Roberto Guerrero nos pidió que hiciéramos una composición sobre alguna experiencia de las vacaciones, y yo escribí una que se llamaba «Viaje en tren solo», que tuvo muy buena acogida de don Roberto y se difundió ampliamente en la familia… Mi tía Rosa la sacó a máquina en la oficina, y se leyó mucho. Para mí fue un estímulo.
¿De qué se trataba el cuento?
Recuerdo algo de ese relato, que no era realmente un cuento, sino una descripción de lo que había visto. Me acuerdo de que hacía muy poco que había leído Jack, de Alphonse Daudet, y había cierta influencia del estilo. Yo hablaba, por ejemplo, de un viejo de «rostro terroso», cosa que no se me habría ocurrido decir a mí espontáneamente si no hubiera leído antes a Daudet. Jack era un libro gordo, como de unas 300 páginas, que a esas alturas leía como descosido.
¿Tiene algún otro recuerdo de escrituras suyas en la infancia?
En 1938, cuando acababa de cumplir los doce años, había empezado a leer y disfrutar los Episodios nacionales, de Benito Pérez Galdós. Disfrutar significa aquí que yo era el protagonista de esos relatos y que viajaba por España, a caballo de las peripecias que ahí ocurrían. El 5 de septiembre de ese año, un grupo de jóvenes nazis trató de derrocar al gobierno, y los masacraron en el edificio del Seguro Obrero. Mi mamá tuvo que volver de la oficina a la casa en un taxi que no respetaba ni señales ni esquinas, y cuando ella le dijo «¡Va contra el tránsito!», el chofer le contestó «Señora, cuando hay revolución no vale el reglamento». Mi papá se vino en tranvía, pero tuvo que tirarse al suelo cuando atravesaron por el medio de un tiroteo en la Alameda. Yo mismo había salido antes del colegio, donde habían suspendido las clases. Entonces, recuerdo que ese día tuve conciencia, o preconciencia, de que la Historia no la constituye una exclusividad del pasado: también hay Historia en lo que sucede ahora.
Sentir que se vive un momento histórico…
Y, además, que los sucesos tocaban a personas comunes y corrientes y no solamente a personajes: mi papá y mi mamá pudieron ser víctimas de estos tiroteos. Cuando terminó la barahúnda inicial, tomé un cuaderno y comencé a escribir mis propios Episodios nacionales, que comenzaban ese día y a la hora en que el gobierno estaba amenazado por las armas. Por supuesto no pasé de la primera página en mi intento, pero revela este interés por la Historia. Aunque de manera confusa, creo que ese fue el punto de partida de un modo mío de concebir la Historia, donde lo importante es lo que le pasa a la gente.
¿Qué otras lecturas tenía en esa época?
En la adolescencia, ya había empezado a leer a Knut Hamsum. Fue un autor que me remeció hasta los tuétanos; probablemente es el escritor que más me haya influido, porque me pescó en una edad muy precisa: empalmó muy bien el temperamento de sus personajes, de sus novelas, con lo que yo llevaba dentro. Muchos de sus protagonistas tienen que ver con algunos valores que tengo, a pesar de que con otros hay una discrepancia casi violenta. Pero ciertos valores muy fundamentales, como la dignidad de la persona, son muy fuertes. Entonces, yo salía a caminar por las dunas de San Antonio, aun en la noche, y empezaba a vivir mis propias novelas, a verme convertido en personaje o a inventar otros. Estos paseos eran fantásticos: me daba vuelta por el universo entero, me fingía un mundo sin fingírmelo, lo vivía… Ese es un período en que empiezo a leer mucho más, como a los catorce años, siempre incitado por mi mamá. Por eso los paseos se pusieron muy literarios, porque miraba el puerto y mentalmente lo trasladaba a un libro. Iba transformando en tema eso que estaba viendo allí. Es un proceso en que la visión se mezcla con la imaginación y con la memoria, como tres cosas que confluyen.
Es decir, la lectura ya era parte importante de la vida cotidiana.
Con los años, la lectura empezó a ser una parte esencial de mi vida, en el sentido de que muchas novelas para mí eran más reales que la realidad misma. En ese espacio sitúo, por ejemplo, las novelas de Hamsum. Estamos hablando de los 15 o16 años, cuando ya la lectura se convirtió en un vicio indejable.
¿Qué pasaba con las lecturas del colegio?
De las lecturas escolares propiamente tales, o lecturas obligatorias, no recuerdo haber tenido alguna agradable, excepto María, de Jorge Isaacs, que no he querido releer nunca, para no borrar esa primera impresión. Yo me rebelaba contra las lecturas que daban en el colegio, porque a pesar de ser tímido y poco revoltoso, era muy rebelde interiormente. Cuando nos dieron a leer tres capítulos de El Quijote, por ejemplo, ciertamente me negué a hacerlo. En mi casa estaba El Quijote —en una edición de Saturnino Calleja y con ilustraciones de Doré— que yo había hojeado: no lo había leído porque era muy gordote, aunque me interesaba hacerlo. Pero a pesar de no leer esos capítulos, era el que más sabía en el curso sobre este libro. ¿Cómo ocurría eso? Creo que porque me entraba por osmosis, por el ambiente de la casa. Una vez conté los libros que teníamos: 300 en total. No es mucho, pero equivalía a una pequeña biblioteca. Además, se hablaba de libros, se leía bastante en mi casa. Por eso sabía de El Quijote, de La ilíada o La odisea, aun sin haberlos leído y sin que nadie me haya dado una conferencia al respecto. Esa era una cultura que me llegaba.
Una cultura asistemática, en todo caso.
Totalmente asistemática: las lecturas eran actos de amor sucesivos, donde no leía para aprender ni sacar ninguna conclusión, sino simplemente por placer.
¿Cuáles eran sus asignaturas preferidas en el colegio?
Yo era muy aficionado al dibujo. Tanto, que una vez pensé que podía dedicarme a la pintura. Un profesor me insinuó que estudiara Arquitectura. Otra asignatura que me gustaba, aunque más problemáticamente, era Matemáticas. Tenía un excelente profesor que se llamaba Jorge Canals, al que quise mucho. Don Jorge me mantenía siempre a punta de tres, que era la nota del pueblo, con la que se podía pasar. A mí me sucedía que sabía muchas veces cómo resolver los problemas, pero me equivocaba en los cálculos. Creo que yo tenía una visión de las Matemáticas, pero no así de la aritmética, del detallito, del cálculo. Y me gustaban las Matemáticas. Tanto, que incluso muchos años después, cuando trabajaba en una oficina, les hacía clases a muchos hijos de compañeros míos, que salieron todos bien en sus exámenes. Creo que pasaba porque un mal alumno como había sido yo, podía entender perfectamente a los malos alumnos. No había vocación para las Matemáticas, sino más bien una entretención. Recuerdo que una vez, cuando estaba estudiando Arquitectura, nos pusieron un problema: demostrar aritméticamente un teorema. Era tan raro, que todos protestaron indignados, pero lo resolví por lo extraño que resultaba: un juego.
¿Por qué entró a estudiar Arquitectura a la universidad?
Porque me gustaba su lado estético, no su parte de cálculo. Siempre decía que había dos tipos de arquitectos: los constructores de catedrales y los constructores de DFL 2. Yo soñaba con construir catedrales, lo que obviamente era muy poco práctico. Llegué a segundo año en Arquitectura porque, entre otras cosas, nunca estudiaba. Este era un hábito inveterado en mí, desde el colegio. Provocó muchas risas cuando conté esto al momento de recibir a don Roberto Guerrero en la Academia de la Lengua, en 1979. Dije que la relación con don Roberto había sido muy buena, a pesar de que a él se le habían puesto algunas ideas extrañas en la cabeza, como el hecho de exigirnos que estudiáramos. Esto causó mucha gracia, pero la verdad es que a mí me parecía aberrante que se nos pidiera estudiar. Yo en el colegio rara vez estudiaba, pasaba de curso así, raspando, y por eso en la universidad seguí igual. Pero, claro, ahí no se podía: fue un caso de incompatibilidad mutua.
¿Existía ya una relación con otros escritores en esa época, con literatos jóvenes?
A pesar de que nunca he tenido una relación con los escritores en el sentido de estar leyéndonos mutuamente, en esa época tuve varios amigos que sí escribían, y con algunos de ellos —Hugo Montes, Julio Silva— hice el servicio militar. También estaban Pepe Zañartu, Sergio Contardo, Juan Frontaura. Cuando se acabó el servicio militar, el hecho no nos pareció nada de lamentable, pero sí que tuviéramos que dejar de vernos. Entonces decidimos seguir juntándonos todos los jueves después de comida en la casa de Jaime Martínez. Uno de los que iba era Lucho Larraín, que después de algunas reuniones se retiró diciendo: «Me voy de aquí, porque esta huevada va a terminar en revista y no sirvo para eso».
Y tenía razón…
Tenía toda la razón, porque sacamos una revista literaria que se llamaba Amargo, que llegó hasta el número 12. Nosotros la escribíamos, la ilustrábamos, revisábamos las pruebas de imprenta, la vendíamos y la comprábamos.
Después de que no pudo seguir en Arquitectura, usted entró a trabajar.
Cuando salí mal en segundo año de Arquitectura, trabajé cuatro o cinco meses en una firma de revisores de Contabilidad. Después de eso entré a la Compañía Salitrera Anglo-Lautaro, donde estuve diez o doce años. Fue en esa oficina y en esa época cuando empecé a escribir, básicamente cuentos, aunque al principio eran solo para mí. Ya en ese período empecé la redacción de Gracia y el forastero: lo tuve escrito y guardado por más de siete años.
¿Escribía en la oficina?
Mientras era suche de esta compañía salitrera, escribía muchas veces ahí mismo, en la oficina, a pesar de que no era bien visto. Mi trabajo era un poco secretarial, donde a veces había mucho que hacer y otras veces, nada. En esos momentos, entonces, me ponía a sacar en limpio lo que había escrito. Sabía que si publicaba algo, en un libro, por ejemplo, pasaría a ser poco de fiar para la gente de esta oficina. Incluso recuerdo que una vez tuve un pequeño ascenso y mi jefe me mandó llamar. Me dijo: «Mire, usted puede hacer una buena carrera aquí y este ascenso es un estímulo, pero naturalmente va a tener que dejar la literatura». Me lo decía como si fuera un vicio…
¿Y cómo sabían de sus aficiones literarias?
Algo sabían, porque yo había ganado algún concurso de cuentos, que era la manera que tenía de abrirme camino: mandaba mis cuentos a varios concursos, por último para saber cómo encontraban lo que yo escribía. Uno de los que gané fue el auspiciado por el grupo Los Inútiles, de Rancagua, en que se convocaba a participar con un conjunto de cuentos que formaran un libro. Junté todos los míos y le puse «Un cuento y otros cuentos», título que yo encontraba brutal, pero nadie más, parece. El premio consistía en una cantidad de plata y en la publicación por Editorial Nascimento. Pero resulta que la editorial nunca lo sacaba, y un día me encontré con José Manuel Vergara, que era asesor de Editorial del Pacífico. Me preguntó si tenía algo para publicar. Me puse colorado, como correspondía, y le conté la historia de «Un cuento y otros cuentos». «Tráemelos, poh», me dijo, así, de manera bien al lote. Se los llevé, pasó el tiempo, y una mañana me encontré con Vergara en Moneda con Ahumada. Nos pusimos a caminar, aprovechando el solcito, y de repente me dice: «Oye, tu libro va». A mí casi me dio un infarto, porque que me publicaran un libro era algo…
Algo muy importante…
Claro, sensacional, y este me lo dijo así, como al pasar. Salió publicado en 1957, aunque con otro nombre: Solo un hombre y el mar. Hubo que cambiarlo porque el título original lo encontraban abominable: no entendían esto de que si había un cuento por qué los demás se llamaban «otros», y que si eran todos cuentos, que se llamara entonces «Varios cuentos». En fin, una cosa medio germánica.
De esa época es la Antología del nuevo cuento chileno que organizó Enrique Lafourcade y donde usted participó.
Yo había conocido a Enrique Lafourcade en 1952, cuando estaba preparando esa antología. Él publicó un aviso en El Mercurio llamando a todos los que quisieran participar en ese volumen. Era una manera un poco curiosa de hacer una antología, pero se trataba de revelar a autores nuevos que no tenían plata para publicar. Llevé un par de cuentos y uno quedó seleccionado. Después, Lafourcade organizó algo terrible: lecturas públicas de cada cuento. Casi me morí de susto cuando me tocó y por eso debo haberlo leído para adentro: seguro que nadie más lo escuchó. En esa época empecé a conocer a varios escritores. Había foros, debates, y no me perdía uno. Se crearon buenas relaciones.
Y surgió una polémica pública, tengo entendido.
Cuando salió la antología, Lafourcade hizo una «trampa», así, entre comillas, cosa que no es de asombrarse en Enrique, aunque sí del otro participante en esta trampa, un tipo seriote: Jorge Iván Hübner, que escribía en El Diario Ilustrado. Entonces, ellos se pusieron de acuerdo en armar una polémica y así dar a conocer a esta generación. Digo que era “trampa”, entre comillas, porque efectivamente ambos expondrían lo que pensaban; es decir, no habría nada de ficticio en el asunto. Jorge Iván escribió unos artículos duros, en que acusaba a los autores de esta antología de ser inmorales, amorales, exmorales, qué se yo. Enrique contestó estos ataques, Claudio Giaconi terció en el asunto y esta polémica se transformó en una especie de debate nacional, inimagible hoy día. Me acuerdo de haber asistido a foros en los salones de Honor de las universidades de Chile y Católica, y en el auditórium de la Escuela de Derecho. También hubo foros por la radio, y en la prensa intervinieron Alone, Raúl Silva Castro, Ricardo Latcham, que eran los grandes críticos del momento. Estos debates públicos eran tan reales, que recuerdo haber estado en uno en la Universidad de Chile, atestado, con gente de pie, y yo en un rincón: a pesar de ser uno de los aludidos, no cabía en otra parte.
¿Cuál era el tema de la polémica?
El centro de la discusión era que Jorge Iván Hübner decía que nosotros éramos un grupo desencantado, sin valores, en contra de la sociedad, pero incapaces de proponer nada positivo. Unas especies de anarquistas —aunque esa no es la palabra exacta— que criticábamos una escala de valores que en ese momento funcionaba. En esa opinión existía, obviamente, una simplificación, porque había gente de todo pelaje: desde Armando Cassígoli, que era comunista, hasta yo, que era católico, pasando por gente que creía en el arte por el arte, ateos, marxistas, qué sé yo. En fin, era muy difícil hablar de un grupo coherente, en medio de tanta variedad ideológica. Recuerdo que salió a defendernos Raúl Silva Castro, lo cual fue muy curioso, porque él estaba chapado como un crítico a la antigua. Dijo que esto era una especie de capote que se les estaba dando a los jóvenes que hacían sus primeros intentos; que se nos había dejado caer encima un grupo de gente censurándonos.
Ese fue el comienzo de la Generación del 50.
A partir de esta polémica, donde participaba medio mundo y sus tías, se produjo un fenómeno curioso: se vio que este asunto podía ser negocio. La Editorial Zig-Zag lo entendió de esta manera y empezó a publicar autores chilenos. Porque, claro, hasta ese momento ocurría un sinsentido: solo se publicaban autores nacionales consagrados, pero ¿cómo se podía ser conocido si nadie lo publicaba a uno? Entonces, Zig-Zag editó a cuanto autor chileno hubiera, más de lo que pudo vender. Vino a recoger cañuela, creo yo, unos diez años después. Mucha de la gente aparecida en Zig-Zag no tenía realmente una vocación literaria, sino solo ganas de ver su nombre en letras de imprenta, nada más, porque en ese tiempo se produjo el fenómeno inverso: casi cualquiera podía publicar.
En esa época en que empezó a surgir la Generación de 1950, el novelista chileno más asentado era Manuel Rojas. ¿Lo conoció, tuvo alguna relación con él?
Manuel Rojas era amigo de mi familia y lo conocí cuando yo era muy chico: tendría unos diez o doce años, y para mí conocer a un escritor era como entrar en algo sagrado, porque como en mi casa se leía bastante, las personas que escribían pasaban a ser figuras respetables. Cuando lo vi por primera vez me impresionó. Era un hombre enormemente alto, recio, que contrastaba con su manera de ser, suave, afable. Nos topamos con él en el verano del 39, y me llamó mucho la atención como andaba vestido: una tenida corriente, pero sin calcetines. Eso era muy raro, porque en ese tiempo la gente era muy empaquetada, muy formal. Por ejemplo, me acuerdo de haber ido a la playa hasta los 20 años, más o menos, con corbata. Una corbata sport, pero corbata al fin y al cabo.
Ya incluso en ese tiempo de su niñez, cuando usted lo conoció, Manuel Rojas era un escritor conocido.
Por aquella época había publicado Lanchas en la bahía y La ciudad de los césares. Estaba en una especie de primera etapa, y todavía indeciso entre poeta y prosista, pero a esas alturas se trataba de un escritor con prestigio, quizás no el más prestigioso, pero sí un hombre conocido. En algún momento, ya bastante después, mi mamá le contó a Rojas que yo escribía, y con mucho miedo lo fui a ver. Debe haber sido a los 20 o 22 años. Le llevé mi cuento «Adiós a Ruibarbo»; lo leyó y me dijo «Es lindo». Eso a mí me dejó muy fregado, porque en un escritor como él, de lucha social, decir «lindo» era casi como si me dijera «afeminado».
¿Sintió influencias de él en su trabajo?
Sí, fue muy influyente en un momento determinado, cuando estaba empezando a escribir cuentos, período en que leí Hijo de ladrón. Me fascinó el estilo, a pesar de que no sabía que lo que estaba conociendo era precisamente el estilo de William Faulkner, vía Manuel Rojas. Después me fui directo a Faulkner, quien tuvo una influencia muy fuerte en nuestra generación. Creo que nos ayudó a soltarnos, a cada uno a su manera.
¿Soltarse de qué o de quiénes?
De las dos vertientes de las cuales nuestra generación era heredera: la criollista, con Mariano Latorre y Compañía Limitada, y de otra no muy diferente, esa especie de criollismo urbano con intención social, de Nicomedes Guzmán. Lo que a mí me pasaba frente a esas lecturas era que aun teniéndole mucho cariño al campo chileno, encontraba que como tema estaba agotado. Se había convertido en una especie de retórica. Y en cuanto a la «novela social», por llamarla así, para mí no resolvía el conflicto entre «novela» y «social»: me parecía que era como filmar una película con los avisos dentro, porque su mensaje a veces resultaba demasiado evidente. Lo que uno quería era respirar aires distintos, liberarse un poco. Además, creo que como generación no nos gustaba esta especie de provincianismo, que no consistía en «Describe a tu aldea y serás universal», sino que más bien en «Escribe para tu aldea y no serás universal». Pienso que a todos los componentes de esta generación del 50, en mayor o menor grado, con mayor o menor conciencia, les pasó lo mismo.
¿Usted conocía bastante a los criollistas?
Yo no había leído mucho a Latorre, Durand o Guzmán, porque eran lecturas obligatorias en el colegio, y obviamente muchas de ellas me las saltaba. Pero sucedió una cosa curiosa: hace algunos años he releído a Mariano Latorre y con bastante agrado. Cuando Latorre sabía contar, lo hacía muy bien. Lo que pasa es que muchas veces se quedaba mirando el paisaje, no más, y se le iban páginas y páginas. Eso para nosotros era un exceso, porque en una época donde el cine ya era algo común y corriente, no tenían tanto sentido estas largas descripciones. Yo reivindico el derecho del novelista a describir el paisaje, pero haciéndolo de una manera distinta después de la invención del cine. Y Latorre escribía con un criterio anterior al cine. Se necesitaba un cambio de lenguaje que era indispensable, porque o si no tú eres redundante. Tienes que usar formas distintas. Todo esto a nosotros nos fue empujando hacia otras cosas y Manuel Rojas tuvo la intuición o la destreza de cambiar de rumbo en lo que ya parecía más de la mitad de su camino: era un hombre famoso y Lanchas en la bahía era un libro de mucho prestigio, pero de pronto apareció Hijo de ladrón y a muchos nos impresionó fuertemente.
Una escritura distinta, otro tipo de narración.
Esa lectura me ayudó a soltarme, a no estar haciendo frases, sino a escribir de un tirón, con mucha libertad. Rojas fue importante como trampolín y ya después uno empieza a caminar en otro terreno. El salto inicial lo di en buena medida por él. En mi caso se produjo una mezcla de tres corrientes. Por un lado Faulkner, a través de Manuel Rojas; otra que representa Gabriel Miró, y otra que no desapareció nunca más, que es Knut Hamsum, como te decía. Hamsum empalmó muy bien con algo que me venía de familia, que es el concepto de la dignidad de la persona, que no es lo mismo que el orgullo o la soberbia. Fue influyente en el sentido de que a veces llega alguien desde fuera y ayuda a descubrir algo que te está corriendo por dentro; da forma, precisa, ajusta el lente de una cámara: lo tienes, lo ves, pero no nítidamente, y esas influencias ayudan a clarificarte.
¿Recuerda algún caso concreto de la influencia de Rojas?
En mi libro Solo un hombre y el mar, hay un relato que se llama «Un cuento», y que está hecho casi de atrasito de la lectura de Hijo de ladrón. Si un estilista o estilógrafo los estudia, seguramente no va a encontrar la relación; sin embargo, sé que la novela de Rojas me ayudó enormemente a escribir ese cuento. Ahí está la historia de una persona que trata de escribir un cuento, y ese cuento, curiosamente, es «Adiós a Ruibarbo». De algún modo era yo buscando la manera de escribir, porque «Adiós a Ruibarbo» no me había podido salir. Lo tenía hacía mucho tiempo en la cabeza, no había podido dar con él, no podía entrar y ahí se relata la historia de esta búsqueda. Bueno: la encontré cuando leí a Rojas.
Antes se refería a la redundante descripción paisajística de los criollistas. Aparte del exceso y del detalle, ¿qué otra objeción le ponía a ese tipo de literatura?
Respecto de la naturaleza, sentía que en gente como Mariano Latorre aparecía con una función de primer plano y de alguna manera los personajes estaban al servicio de ella, vistos desde, sujetos a. En cambio en mi relato Misa de réquiem, por ejemplo, aparece la naturaleza, pero está vista y descrita desde el interior del protagonista. Me acuerdo de un galope, donde surge el bosque de acuerdo con el sentimiento que en ese momento tiene el personaje, ni siquiera desde el personaje, sino desde su sentimiento. En «Adiós a Ruibarbo», lo más importante que hace el caballo en el cuento es ser la percepción del niño, aparecer a través de los ojos de él, no como pura descripción. Quizás en mí hay un intento mucho más humanista que naturalista. Incluso la naturaleza se humaniza y se podría decir que, al revés, en el criollismo es la persona la que se naturaliza: es como un árbol más.
A propósito de Misa de réquiem, este fue su segundo libro, una especie de novela corta.
Claro, Misa de réquiem, que se editó porque también fue ganadora del Concurso Alerce, que nació por un convenio entre la Universidad de Chile y la Sociedad de Escritores. La idea era publicar un libro pequeño, una obra de teatro, una novela corta, un grupo de cuentos, por ejemplo; algo que no sobrepasara las 40 páginas. Supe del concurso porque un día me llamó Alejandro Magnet y me dijo: «¿No tiene usted una novela corta para mandar al Concurso Alerce?» (Todavía nos tratábamos de usted). «No», le dije, «no tengo nada». Pero la idea me quedó dando vueltas, porque recién había terminado de escribir un cuento que yo sentía que tenía que desarrollar más. Entonces, casi por jugar, me puse a ampliarlo, a reescribirlo, en un plazo muy corto, unos quince días, porque el tiempo para cerrar el concurso era escaso. Ahí nació Misa de réquiem.
Se publicó en 1959.
Fue publicado inmediatamente, porque Nascimento no estaba metida en el asunto… La Editorial Universitaria se portó doblemente bien, ya que no solo lo publicó, sino que hizo una cosa pintoresca: este libro tiene unas partes de monólogo interior sin puntuación, y otras partes en latín, porque la historia ocurre durante una misa, y en ese tiempo las misas eran en latín. Resulta que el sacristán le contesta al cura, pero en un latín muy malo, tal como yo lo había escuchado a los sacristanes de mi infancia. Entonces, el corrector se puso más papista que el Papa y corrigió todos esos latines defectuosos. Pero además le colocó una puntuación muy deficiente a los monólogos interiores, de tal manera que no se entendía nada. Venciendo mi timidez habitual, fui a hablar con Eduardo Castro, el gerente de la Editorial Universitaria, y le expliqué la situación. «Ni una palabra más», me dijo. «Los ejemplares que están vendidos no los podemos recuperar, pero el resto de la edición se retira y la hacemos de nuevo». O sea, Nascimento no me publicó ni una vez, y Universitaria, dos.
Y después viene Gracia y el forastero, en 1965, que es una novela algo mayor. ¿Cómo es la historia de su escritura?
Gracia y el forastero es una novela que tiene su propia historia y no me siento capaz de reconstituirla ahora. Recuerdo que en mi cabeza, antes de empezar a escribirla, iba a ser muy distinta; incluso existiría un personaje que después no apareció: Endrina, una mujer viuda vestida de luto, que algo tenía que ver con la doña Endrina del Arcipreste de Hita. La historia iba a ser mucho menos romántica, con tres personajes: la pareja que al final sobrevivió, y esta doña Endrina, que desapareció a medida que escribía la novela. La verdad es que yo tenía nada más que un embrión de los personajes y de una relación de amor que se establecía entre ellos. El resto era algo que surgiría en la medida en que los protagonistas fueran tomando un perfil más claro. No había una historia definida de antemano, no sabía si terminaría bien o mal. La historia original, la de la primera versión, se mantuvo, y las correcciones que le hice fueron a partir de ese estilo, es decir, solo un pulimiento, no cambios mayores.
Antes decía que la tuvo muchos años guardada. ¿Por qué no quería publicarla?
Gracia y el forastero la tuve guardada siete años y no se me ocurría buscar editor y tampoco tenía claro si debía publicarse, porque no estaba seguro del efecto moral que podría producir, si es que existiría algún daño con esa novela. Temía que pudiera causar un perjuicio entre la gente joven, es decir, inducirla a realizar ese tipo de acciones como las que se cuentan ahí, o al menos a justificarlas. Hasta que se me ocurrió consultarlo con un cura, que me dijo que no, que él creía que produciría el efecto contrario.
Usted estaba de acuerdo con la ética de los jóvenes, es decir, tener una relación sexual antes del matrimonio formal…
No, para nada.
¿No estaba de acuerdo con los protagonistas?
No, no me parecía bien lo que habían hecho los muchachos. Yo estaba de acuerdo con el cura, y no deja de ser ilustrativo, porque estando de acuerdo con él, pierde la pelea en la novela.
El lector se siente más identificado con los jóvenes.
Por supuesto. Lo divertido es que después de publicar Gracia y el forastero tuve una conversación con unas monjas que la habían leído, y que eran más partidarias de los chiquillos protagonistas que yo. Como te decía, yo era más favorable al cura que aparece, que sienta la buena doctrina. Después he matizado mi posición. La he humanizado y «desdoctrinado», creo…
Es decir, los personajes se movieron libremente, se escaparon a los designios del autor.
Todo esto prueba algo que para mí es muy real: la libertad de los personajes y el respeto que el autor tiene que sentir por lo que son y por lo que hacen. Primero por lo que son, y después por lo que hacen. El que a uno se le ocurran personajes no significa que tenga derecho a moverlos como quiera. Yo soy muy espectador de lo que hacen los personajes, no trato de llevar las cosas para el lado que me parezca. Jamás voy a forzar un final católico en una novela por el hecho de ser yo católico. Si siento necesidad de escribir algo, lo hago, y si eso va contra mis convicciones, lo que podría hacer es no publicarlo. Muchas veces la gente se pregunta que cómo se las arregla un escritor católico para escribir lo que escribe. No se las arregla: escribe lo que sale y lo que le parece legítimo, lo publica. Con el tiempo las cosas se van aclarando, y ahora pienso que me interesa el énfasis de los muchachos en el amor, no tanto las normas que infringen. Y eso es importante, porque el amor es central en el cristianismo.
¿Le sigue dando la razón al cura de Gracia y el forastero?
Sigo dándole buena parte de la razón, aunque actualmente veo un poco más equilibrada la situación. Ahora, el que cuenta la historia es un muchacho y desde su perspectiva, obviamente el cura es un personaje absurdo, porque él no lo entiende y, por consiguiente, el lector tampoco, ya que está viendo solo una parte del conflicto.
Es una novela que sigue teniendo gran éxito entre los jóvenes. ¿Cómo se lo explica?
No me lo puedo explicar muy bien. Solo en Chile se han vendido más de doscientos mil ejemplares, y en España otros cincuenta mil. Recuerdo que Alejandro Magnet había leído el libro antes de que apareciera. Una vez íbamos por Alameda al llegar a Tendirini y me dijo algo que me impresionó mucho: «Este libro no va a ser un éxito espectacular, pero se va a vender sostenidamente, acuérdese de mí». Fue exactamente lo que pasó. No tuvo para nada éxito de crítica: a lo más un comentario bondadoso por aquí o por allá, pero nada de crítica. Mi sueño dorado era que Alone encontrara bueno el libro, pero lo vino a encontrar bueno muchos años después, cuando se publicó un relato pornográfico que llevaba la portada de mi novela. Entonces él dijo que cómo se podía asilar bajo esa tapa una novela tan tierna… Pero hasta ahí le llegó el comentario. En cuanto a la venta, fue como dijo Magnet. Si hubiera que graficar esto con curvas estadísticas, pienso que esa curva tendría poco movimiento.
Me imagino que el hecho de ser lectura recomendada en los colegios tendría que influir en su éxito.
Lógicamente, ya que eso la hace mantenerse presente. De repente me encuentro con chiquillos que la han leído y que les ha gustado. Eso me hace una impresión muy grande, muy grata, independientemente de mi posición como autor y del halago que significa, porque en definitiva se recoge algo de la adolescencia de todos, y se produce una forma de comunicación. Obviamente que el relato está narrado desde la perspectiva de mi propia adolescencia, aunque no me ocurriera algo exactamente como lo que se cuenta. Pero los adolescentes que aparecen son los que conocí y los que yo fui, todo junto y mezclado.
Curiosa la vigencia, porque ese tipo de noviazgo o amoríos ya no se practica así entre la juventud.
Es importante la vigencia que Gracia y el forastero mantiene, a pesar de que han cambiado tanto los usos y las formas de relacionarse entre los jóvenes. Gabriel y Gracia, por ejemplo, comienzan tratándose de usted, tal como era en la época de mi adolescencia. Actualmente eso sería ridículo: ningún muchacho actual se trataría de usted, pero igualmente la historia sigue siendo válida. Hay un paralelo con eso: una novela española llamada La hermana san Sulpicio, que hacían leer en el colegio y que me había impresionado mucho, a pesar de no tratarse de una gran novela. La releí y volví a sentir la misma emoción, aunque ahí las formas y los códigos de relación entre los jóvenes no tienen nada que ver con hoy día. El noviazgo en esos muchachos de la Andalucía del siglo XIX era terriblemente formal, con muchos obstáculos: el muchacho le pedía permiso a la niña para poder conversar con ella, y que habitualmente hacían a través de la reja de la casa, en lo que popularmente se llamaba «pelar la pava». Y en la novela, entonces, hay un momento muy emotivo, cuando él decide pedirle conversación a ella. Y es emotivo porque tú, como lector, conoces las reglas del juego y sabes a qué normas está sometido el protagonista, aunque actualmente no sea de esa manera y nos parezca todo una pura lesera. Es decir, el relato mantiene esa vigencia a pesar de que hoy día sea todo diferente. Es posible que con Gracia y el forastero ocurra lo mismo, salvando las distancias, por supuesto.
Después escribió el volumen de cuentos Cuero de diablo, donde aparece un personaje repetido: El Negro. ¿Hay alguna referencia autobiográfica en él?
Claro. Fui yo el que le puse ese nombre, a pesar de que el modelo original no era así: se trataba de un tipo más bien pálido, muy joven, que era un cuatrero de Talca y a quien una vez mi papá capturó cuando administraba el fundo de un tío mío. Después que lo hubo pillado, mi papá lo llevó a la casa del fundo. Lo encerró en la despensa, y me acuerdo de haberlo visto a través de un ventanuco, en la noche. A la mañana siguiente, el tipo se había logrado escaparse por una acequia. Este es el antepasado remoto del personaje. Incluso hay otro cuento donde aparecemos nosotros, los chiquillos de la casa del fundo, mirando por una ventana.
Una de las preguntas que continuamente se formulan profesores y alumnos que han leído sus libros es qué perseguía usted al escribirlos, cuál era la intencionalidad. ¿Existió —o existe— realmente?
No recuerdo que con estos cuentos me haya propuesto hacer nada, sino más bien contar algunas cosas. Uno no sabe si lo que hace es bueno, si tiene calidad, asunto que difícilmente podría juzgar un contemporáneo. Entonces, lo que se hace es trabajar para ver si eso es bueno a la larga, y lo único que lo mantiene es el entusiasmo. Creo que uno escribe simplemente porque no puede dejar de escribir. Uno escribe con toda su experiencia y contra esa experiencia. Estoy seguro de que si escribiera ahora Gracia y el forastero, sería distinto, aunque contara la misma historia. Ahora, está claro que nunca voy a escribir una novela para pasar una especie de aviso en favor o en contra de algo: son cosas que salen. Lo que sí espero es que se note la visión que yo tengo del mundo, que eso es lo que quería contar, que a eso trataba de llegar.
Y entre los temas reiterados de sus cuentos y novelas, que también se le atribuye mucho a los componentes de su generación, está el de la soledad y la incomunicación. ¿Está de acuerdo con esa apreciación?
Creo que, en mi concepción, gran parte de los conflictos entre los seres humanos se producen no tanto por lo que ellos dicen, sino por lo que dejan de decir, por lo que callan. Su silencio. Hay ahí algo que es muy importante de explorar. Como te decía, he sido una persona tímida toda la vida, algo que he ido superando en ciertos aspectos. En esto influyó no solo ser hijo único y de personas tímidas, sino también el hecho de criarme en provincia. El primer día de clases, el primer día de trabajo en una oficina fueron para mí especies de catástrofes, experiencias terriblemente duras. Entonces, no es raro que eso se refleje en la construcción de mis personajes, en su contextura.
Entre los libros de cuentos posteriores, hay uno curioso: Los borradores de la muerte. Digo curioso, porque hay ahí una cierta exploración en los recursos literarios que al parecer no fue muy acogida.
Los borradores de la muerte es un libro sobre el cual nunca he sabido mucho qué pensar. Lo escribí como cualquier otra cosa mía, a medida que los relatos iban saliendo. Pero cuando llevaba el libro a imprenta, cometí el error de tomar un pequeño texto de Quevedo como epígrafe, que me pareció muy apropiado y que empieza así: «La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte: tiene la cara de vosotros, y todos sois muertos de vosotros mismos». Desgraciadamente eso indujo a mucha gente a pensar que yo había partido de ese epígrafe para construir los relatos. El texto de Quevedo es de estilo muy barroco y su idea es que nacer es empezar a morir, y vivir una forma de estarse muriendo. Curiosamente dos críticos, Alone e Ignacio Valente, juzgaron el libro como hecho a partir de ese trozo y lo encontraron malo. No digo que Los borradores de la muerte sea un buen volumen de cuentos, pero sí me dolió que me hayan atribuido un método que me es totalmente ajeno: un libro que parte de esa manera me parece absurdo, artificial. Cada uno de esos cuentos está escrito con un procedimiento un poco raro, no exactamente experimental, pero algo extraño iba saliendo, no eran relatos habituales. Les puse «borradores» porque llegó un momento en que fui incapaz de corregirlos, y estaban como borradores, porque tampoco eran cuentos en un sentido más o menos estricto. Lo que sucedió es que ese libro se benefició con el boom de la literatura chilena de los años 60, porque cuando lo llevé a Zig-Zag (ha sido el único libro mío que he llevado a una editorial, que no me pidieron), me lo recibieron, no lo leyó nadie y pasó directamente a la imprenta, cosa que creo fue negativa.
Entiendo que la novela Dulces chilenos, publicada en 1974, también la tuvo guardada mucho tiempo…
Sí, pero no por problemas morales, como Gracia y el forastero. Sucedió que le di a leer la primera versión a Alfonso Calderón, y él me dijo que el libro estaba muy adjetivado, que la presencia de los adjetivos era muy fuerte, poco menos que en cada frase. Esa novela es de ambiente, de atmósferas, de acontecimientos interiores más que exteriores, y para dar esa presencia, yo, sin darme cuenta, había metido muchos adjetivos. La releí y los mismos adjetivos que no había notado, me saltaron entonces como gatos. Me puse a rehacerla, porque en esos casos no es llegar y corregir.
La escribió de nuevo.
Entera. Ahí caí en algo que algunos me reprocharon: la frase corta. Porque tenía dos alternativas: describir para precisar y abundar en los adjetivos, o hacer que la frase fuera tan lenta, que el lector se situara cada vez más en cada momento o en cada situación, y para eso usaba el recurso del punto. Por ejemplo: «Silencio». Punto aparte. «Cruje una tabla». Punto aparte. Lo que pido es que el lector le dé a eso la categoría de párrafo, y no está colocado solo por llenar páginas. El efecto que se busca es darle a cada palabra el máximo de peso, suprimiendo otras palabras de los alrededores. Pero ocurre que no siempre el lector está en esa complicidad. Al parecer se me pasó la mano con lo de la frase corta, porque la releo ahora y creo se podría suavizar eso, que es muy brusco para un lector habituado a otro tipo de prosa.
¿Nacieron de una experiencia real los personajes de Dulces chilenos?
En ese libro se produjo un curioso ensamble entre los elementos de la realidad y de la fantasía. Yo me había imaginado una historia de personas que dejan de ser necesarias en la vida: el vacío de no tener obligaciones. Porque uno se siente muy complicado cuando tiene mucho que hacer, pero es más terrible cuando no tiene ninguna. En el fondo, cuando no le sirve a nadie, entendiendo la palabra servir en un sentido muy amplio. De repente, esto se ligó con el recuerdo de una señora viejita que vivía cerca de mi casa y que tenía una dulcería. Era de origen suizo, muy simpática y daba la sensación de ser feliz. Vivía con una empleada que también parecía bastante normal. Como soy aficionado a los dulces y esta dulcería estaba cerca de mi casa, yo pasaba metido ahí y me interioricé bastante de sus vidas. Es evidente que la novela no es un retrato de ellas, ni mucho menos, sino que un ensamble entre estos personajes reales, y esa idea mía de escribir sobre personas que han llegado a cierto estado de inutilidad.
Se ha dicho que en la reescritura de esta novela, en 1974, influyó el golpe militar de 1973. ¿Cuánto hay de verdad en eso?
Entre la primera y la segunda versión no hubo ningún cambio profundo que pudiera percibir y que estuviera ligado al golpe del 73. Aunque sí hay un detalle: el muchacho que aparece tiene dificultades con la familia y se dedica a la política. Ahí él es un personaje muy simpático, cosa que también ocurría en la primera versión, pero en la novela definitiva su dedicación a la política está entendida como una tarea de servicio al país. Es decir, de alguna manera introduje ese elemento como una respuesta a la estúpida campaña de envilecimiento de la política que se había lanzado en aquella época, en 1974 y 1975, sobre todo.
Nuevamente el tema de la incomunicación aparece marcadamente en esta novela…
Me carga reconocerlo, pero sin duda que uno de los temas de Dulces chilenos es la incomunicación. Digo que me carga reconocerlo porque está —o estuvo— tan de moda. Pero, claro, el problema básico es la incomunicación. Vale la pena hacer una reflexión a partir de lo que escribió Ignacio Valente sobre este libro. Él encontró que era una novela muy amarga, que no deja resquicio, donde todo es negativo, sombrío, y que yo me habría propuesto destruir a estos tres personajes. Y la verdad es que si da esa impresión, es un fracaso de mi parte, porque les tenía mucho cariño. La primera versión de este libro se la di a leer a Carlos Ruiz Tagle, y cuando él me hizo su comentario, se refirió a un personaje como «esa vieja de mierda». Lo increíble es que ese personaje era mi regalón. A pesar de eso me pareció que el comentario era positivo, porque significaba que aun cuando de mi parte se podía cargar la balanza hacia un lado, eso no lo entendía así el lector.
Esa crítica de Ignacio Valente, en todo caso, no era propiamente literaria. Moral, quizás…
Es verdad que esa crítica de Valente a Dulces chilenos no es propiamente una crítica literaria. Lo fregado es que después de eso he hojeado el libro y he encontrado que, por supuesto, hay elementos de amor y redención, pero dentro de un cuadro básicamente sombrío. En el proceso de escribir es muy difícil darse cuenta de todo, ser consciente de lo que se hace. Muchas de las explicaciones las doy a posteriori, una vez que me convierto en esa extraña mezcla de autor y lector. Cuando leo lo que hice, digo: «Esto lo debo de haber hecho por tal razón», y es muy posible que la sensación de encierro de los personajes de Dulces chilenos correspondiera a un estado de ánimo de aquella época: me sentía encerrado en el país, y eso me ha seguido afectando en mi vida personal. En la primera versión, el encierro se hacía más soportable debido a los adjetivos de que hablábamos. Por ejemplo, si tú dices «Estaba solo, sin ninguna compañía», es distinto de decir «Abrió la puerta. Nada». De alguna manera el adjetivo es un colchón que suaviza. Es muy posible que al estar metido yo en ese encierro haya puesto mucho énfasis en él, sin proponérmelo, y sin nombrar, además, esa palabra.
¿Siente que ha afectado su escritura lo que pasó en el país después de 1973?
Es imposible que no me haya afectado en lo que he escrito. Primero, porque soy uno de esos bichos raros a los cuales les importa el país, pero no al estilo de los tontitos que andan diciendo ¡La Patria! No: a mí me importan las personas. Lo siento como a una familia, quizás porque al ser hijo único ande buscando hermanos y hermanas, y de pronto me siento hermano de todos mis compatriotas. En segundo lugar, porque tengo un instinto político fuerte, para qué lo voy a negar. Me fascina como espectador, aunque no como actor directo. Me importa mi país y me importa el mundo: soy bastante ambicioso en materia de importarme cosas… Lo que pasó en Chile con la dictadura militar fue una desgracia que me pasó a mí. Lo siento en lo personal, como si hubiera perdido a un pariente o como si lo estuviera perdiendo todos los días. Si uno pudiera medir sus años de vida, los años que a mí me quedaban antes del golpe militar eran más de los que me quedan ahora. Estoy seguro de que he perdido años de vida por el sufrimiento, la angustia, el dolor, la rabia y la indignación. Eso no puede pasar sin consecuencia.
En la novela Camisa limpia, aparecida en 1989, se ve claramente un paralelo con la historia de la dictadura chilena, a pesar de que ocurre en el siglo XVII.
Fíjate que la historia de Camisa limpia empezó 20 años antes de su publicación, en diciembre de 1969 o enero de 1970. Había una liquidación de verano en la Librería Universitaria y escarbando entre los mesones descubrí un pequeño libro de título también muy modesto: Algunos antecedentes para la historia de los judíos en el Chile colonial. Lo compré porque me interesaban los judíos.
Esa preferencia parece ser uno de los sellos que marcó a su generación.
Por cierto que sí. Para mi generación fue uno de los grandes puntos de referencias éticos e ideológicos de definición del mundo. Cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial y terminada ya la hidrofobia hitlerista, los noticiarios de cine nos mostraron los campos de concentración con esos cadáveres vivientes. Nosotros, que éramos adolescentes, teníamos dos posibilidades: o de ser seducidos por el fanatismo que creía en razas superiores, o tomar la bandera del perseguido, volcando en ellos nuestro amor por la justicia. En todo caso, no podíamos ser indiferentes. Me acuerdo de que una vez en el patio del colegio exclamé: «¡Ojalá descubra que tengo sangre judía!».
¿Qué ocurrió con la aparición de ese pequeño libro sobre los judíos?
Su autor era Günther Böhm. Yo imaginé que sería un sabio profesor alemán que sepa Dios por qué razón se había preocupado de un tema tan poco estudiado y difundido. En realidad, el tema de los judíos en el Chile colonial sonaba a curiosidad histórica, pero por cierto que no era así: rápidamente me enteré de que se trataba de una de las presencias ineludibles en América. En el libro me encontré con uno de esos nombres embarazosos que deslustran la realidad mitificada: Francisco Maldonado de Silva.
¿Un personaje seductor?
Fue amor a primera vista. Me sedujeron ciertos hechos esenciales; entre ellos, su persistencia en la fe judía, aun en medio de su persecución. Aunque el caso había ocurrido en los siglo XVI y XVII, tenía toda la actualidad que los nazis le dieron al antisemitismo en el siglo XX. Después me llamó la atención lo largo del proceso: trece años; trece años, fíjate tú, durante los cuales sus captores parece que nunca lo torturaron, pero sí trataron de convencerlo de lo que ellos consideraban un error, enviándole sucesivos teólogos con los que sostuvo largos debates. Pero hubo un hecho que terminó de fascinarme: en un momento, Francisco pide que le lleven choclos a la celda. Como los prisioneros de la Inquisición se mantenían con sus propios medios económicos, se los llevaron. Entonces, él les sacó las hojas e hizo una cuerda con la que se descolgó por la ventana de la celda. Pero su fuga no fue hacia el exterior, sino hacia adentro: fue a las celdas de los demás presos judíos para conversar y fortificarlos en su fe. Imagínate: un acto de soberano albedrío en que decide permanecer en la cárcel. No pierde la libertad: la gana, y demuestra que es más libre que cualquiera de sus captores. Porque sus captores, sometidos a la rigidez del poder, están mucho más presos que él. Bueno, a partir de ese momento la historia de Francisco Maldonado se me volvió inevitable y sentí que tenía que contarla yo, con mis palabras. Quería hacer vivir a ese personaje y compartirlo con ese ser misterioso que es el lector.
¿Cómo fue la búsqueda de antecedentes para poder escribir la novela?
Empezó una larga pesquisa y durante mucho tiempo me sumí en los procesos que se refieren a Francisco. Lo curioso es que el personaje se me fue apareciendo como una vida que porfiaba contra la corriente del tiempo y contra la impavidez del secretario que escribía el proceso. O sea, pasaba a través del tiempo y del tinterillo, y llegaba hasta hoy día. Una vez más, Francisco derrotaba a sus captores, pero en las propias palabras de ellos, en el texto mismo que pretendía mostrar su culpabilidad: en las actas del proceso se trasuntaba como un hombre bueno, respetable, recto. Me di cuenta de que no podía escribir una biografía, porque los datos de sus acusadores eran algo así como antidatos, pero de ahí se podía extraer información, deducir. En fin, la forma de contarlo me fue llegando por oleadas y vi que esa forma era la novela.
¿Hizo muchas lecturas para poder escribirlo?
Tuve que leer mucho a través de largos meses y años. Supe que Francisco había sido lector de Lope de Vega y me fui a él. Francisco era médico, y entonces estudié la Medicina de su época. Fueron miles de páginas y a veces leía un libro donde podía extraer solamente un dato: por ejemplo, que en aquella época las puertas entre las piezas de las casas no eran de madera, sino tapices, y la gente los descorría para pasar de una pieza a otra. También leí mucho sobre la fe judía para entender la postura de Francisco, sus creencias. En fin, todo eso me sirvió para reinventar ese mundo a partir de los datos existentes. En escribir el libro demoré varios años. Poco a poco se producía el encuentro entre Francisco y yo, que no era el Francisco documental ni el «héroe», sino un yo que a ratos era otro yo que el mío. Para parodiar a Ortega, era yo mismo puesto en su circunstancia. Quizás en esto resida el arte de hacer una novela: un yo en la circunstancia de otro yo.
Otra circunstancia es que la novela fue escrita en Chile, en un período conflictivo como el de los 20 años que duró la escritura de Camisa limpia.
Todo ese período, ese largo período, sin duda que fue decisivo en la novela. Para hablar nada más que de un aspecto, vivíamos una atmósfera de miedo. La libertad, la sinrazón, el miedo, la cobardía, son algunas de las grandes presencias de mi libro. En mi propia circunstancia encontré «material» de la circunstancia de Francisco Maldonado de Silva. Su pecado era ser judío, creer en el Dios de Israel, pensar distinto. Mi pecado era ser civil, creer en la libertad, pensar.
En esta línea de novelas de rescate histórico está Vecina amable, publicada en 1990 y cuyo personaje central es la Virgen María.
Originalmente quería hacer una biografía de la Virgen, pero me fui dando cuenta de que era imposible: no hay datos. Hacer esa biografía fue una idea muy ingenua que tuve en la misma época de «Adiós a Ruibarbo». Pero nunca abandoné ese proyecto y fui pensando cómo la haría. Incluso cuando estuve en Nazaret, hace algunos años, visité la que se supone fue la casa de la Virgen María. A medida que pasaba el tiempo vi que la única salida era una novela narrada por un vecino. Y en el año 87, cuando atravesaba por una depresión fuerte, tuve licencia médica, me fui a El Tabo y me largué en la máquina de escribir: el primer borrador salió en dos meses. Todo el asunto estaba en la entrada: cuando la conseguí, un capítulo sacaba al otro.
Tanto en Vecina amable como en Camisa limpia los protagonistas van volcándose hacia el interior debido a una destrucción de su exterior, de su cuerpo: sordera, invalidez, agotamiento…
Sí, es verdad, aunque eso para nada fue buscado. ¿Cuáles son las «aventuras» que corre este lisiado de Vecina amable? Son sus lecturas. Es decir, la aventura interior. En Vecina amable hay una lucha interna, un conflicto que también es mío: entre una visión judeo cristiana de la vida, y una visión griega, helénica. Y pagana, también, en el sentido del goce de la naturaleza sin intermediarios ni complejos. Eso lo representa el griego que se hace amigo del protagonista; y de alguna manera también el protagonista, que no es muy judío ortodoxo en su deleite por los pájaros que pasan, en los árboles. Los disfruta precisamente porque tiene esa especie de veta griega adoptiva.
El mundo de la época era muy griego, además.
Claro, por lo tanto, no era muy difícil ser griego. Es como hoy día: cualquier chileno tiene una fortísima influencia europeo-norteamericana. Está en el aire, en todas partes. Entonces, en el protagonista el encuentro fuerte que se produce es entre estas dos visiones: la griega y la judeo-cristiana. Lo griego aparece en la integración del protagonista al paisaje, lo panteísta, que es distinto de Mariano Latorre, por ejemplo. El criollismo no es panteísta: es naturalista casi científico. Lo que me propuse en Vecina amable fue mirar a la Virgen como la miraría un contemporáneo no cristiano, que era la mayoría de los contemporáneos de ella. Los milagros llegan como rumores, no como hechos. No hay nadie que vea un milagro: se dice que en tal parte Jesús hizo tal cosa. Quise respetar la incertidumbre. Los cristianos creemos que Jesús resucitó y hay gente que no lo cree. Entonces, ¿por qué habría de imponer la Resurrección? Quise darle una mirada más universal. Suponiendo que Jesucristo sea quien yo creo y hubiera querido que todos tuvieran evidencia de que resucitó, a nadie le cabría duda hoy día. Es decir, si Dios estuviera dispuesto a que todos sepan que su Hijo resucitó y que nadie escape a eso, lo habría dado con certeza, así como nadie que sepa Historia tiene dudas de que Cristóbal Colón descubrió América en 1492. Lo otro quedó oscuro, según mi modo de ver, por designio de Dios, y he tenido que respetar ese designio. En la novela, el final es ambiguo: la Virgen se va sonriendo, y supongo que es porque sabe que su hijo resucitó, pero no quiero obligar al lector a que se convenza de eso.
Una de las objeciones que se colocó fue que en una novela de este tipo Cristo debería haber sido protagonista.
Sí. Bueno, a mí me parece todo lo contrario: yo, como cristiano, no me atrevo a ponerlo como protagonista, simplemente por respeto. De hecho en toda la Biblia no se nombra a Dios, porque los israelitas no se atrevían a nombrarlo, tanto era el respeto que le tenían. Le llamaban Yavhé, «El que es». Está continuamente aludido: todos los nombres terminados en «el» tienen algo en relación con Dios, pero no lo nombran. Así, Jesús no es un personaje del libro, sino solo indirecto.
En estas dos novelas que ha comentado hay una profundización cada vez mayor de la vida intimista de la Historia, de los personajes comunes y corrientes colocados en coyunturas históricas. ¿Tiene la misma percepción?
Sí, la misma percepción. Pienso que la Historia de los héroes es una forma de mitología, una hija bastarda de la epopeya, de alguna manera un fraude. Y en nosotros existe esa especie de realismo mágico de la Historia, que consiste en tomar la parte oscura de ciertas realidades, lustrarlas, arreglarlas, mentir, en definitiva. Cuando las historias oficiales hablan de héroes, parece que nombraran, no sé, una profesión, un grado o un oficio. Se les mitifica, se le da a la magia cierta carta de ciudadanía en lo real. Para mí, contar la historia significa traer a la vida a seres humanos vivos, no en función de presuntas sobrehumanidades, sino al revés: en función de lo humano que hubo en ellos.
¿Y cómo ve esta perspectiva en otros relatos que no son históricos?
Por ejemplo, respecto de los recuerdos que hago de mi padre: hay un grado de sutileza en mi tratamiento de él, una atenuación deliberada para referirme a él. Incluso el cuento más directamente relacionado con él se llama «Primeras veces» y no «La muerte de mi padre», por ejemplo.
El interés por las cosas pequeñas, por lo íntimo…
Si me preguntas qué me interesa a mí, en general, no son esas grandes cosas, sino algo más íntimo. Me parece que son más decisivas en las personas aquello más fino, porque son las cosas cotidianas, diarias. Todos los días somos los seres cotidianos, y seres heroicos somos más bien excepcionalmente. Si se llega al heroísmo, a lo extraordinario, es por la preparación en lo ordinario. Si nos metiéramos más en lo que he escrito, veríamos que la mayor parte no es tormenta, sino vasos de agua. Quizás podría haber tomado como anécdota para un cuento esa ocasión en que mi papá le sacó la mugre al boxeador, pero habría sido él en un momento extraordinario. Incluso en los cuentos que aparecen en Cuero de diablo hay una evolución, porque el último de ellos tiene como héroe a un chupatintas, que es el que mata a este bandido tan temible. No lo mata ni un carabinero, ni un aventurero, sino un personaje cotidiano.
A medida que los cuentos avanzan en ese libro, los personajes comunes y corrientes empiezan a adueñarse de las historias.
Hay una evolución que empieza con «La espera» y «Misa de réquiem». Incluso hay personajes comunes y corrientes que tienen el eje del cuento; aunque la presencia de El Negro es muy fuerte, a la larga se va debilitando para dar paso a la vida doméstica. Eso es algo que continúa en el resto de lo que voy escribiendo. En esta evolución es bastante sintomático el caso de Vecina amable. Ahí está de nuevo la presencia de lo cotidiano, del desconocido, del ser anónimo que registra la Historia. Elegí un vecino cualquiera…
Podía haber tomado a un apóstol o a un centurión, por ejemplo.
Eso habría sido lo tradicional… Igualmente, el título de la novela es Vecina amable y no Mujer heroica. En relación con esto, una vez hice una selección de mis cuentos y le escribí un prólogo, donde decía una especie de herejía con respecto de la frase evangélica: «Por sus obras no los conoceréis». Es decir, los conoceréis por aquello que los mueve a hacer esas obras. Lo que es la persona, no es precisamente lo que hace, sino qué le mueve a hacerlo. Y eso nos tira hacia el interior.
Un elemento que aparece reiteradamente en sus textos, y sobre todo en sus dos últimas novelas, es la presencia de la naturaleza, aunque no en el estilo criollista, sino integrado al mundo interior del personaje, como decía antes.
Creo que la presencia de la naturaleza en lo que he escrito tiene que ver con ese andar solo de mi niñez y adolescencia de que hablábamos. Para mí el ser hijo único nunca significó el ser dejado de lado, pero muchas veces estaba solo, jugaba solo. Uno entonces se acostumbra a mirar el mundo más intensamente: nadie lo mira por mí, nadie me cuenta qué hacer con este juguete, yo lo invento… Es por eso que todo ese período de la infancia es muy decisivo. Por otra parte, y en relación a este tema de la naturaleza, todavía soy provinciano, me siento provinciano. Voy a Rancagua, a Chimbarongo, y empiezo a hallarme, a sentirme bien. Eso me llega de una experiencia muy intensa y sin interferencia, porque en Santiago todas las experiencias están mediatizadas: tú de repente estás caminando por la calle y encuentras que está tan bonito, pero aparece un tipo tocando bocina y corta todo. Cuando era niño en Talca, salía de la casa, salía mucho a jugar a la calle, como te contaba, y la Alameda tenía eso árboles inmensos como una bóveda…
Solo naturaleza.
Ahí no había baldosas ni césped; pasaban las acequias, estaba el olor de la tierra húmeda. Todas esas percepciones eran muy intensas porque nadie me disputaba ese mundo, no había otras personas. A menudo estaba solo en el campo a la hora de la siesta y si yo quería me podían ensillar el caballo y salir. Una vez, cuando tenía seis o siete años, salí y estuve no sé cuánto rato perdido sin poder encontrar el camino de vuelta. Lo que pasaba era que me habían dicho que los caballos sabían volver solos… En fin, todo ese período de mi niñez está relatado en una novela autobiográfica que acabo de terminar.
¿Cómo se llama?
En Jauja la Megistrú.
Vaya título…
Era la primera estrofa de una canción que entonábamos —y que yo desentonaba— en mi infancia: «En Jauja la Megistrú/ macacaflú, macacaflú, macacaflú…».